CUENTOS POPULARES DE PEDRO MONGE CORDOVA

CUENTOS POPULARES DE JAUJA


ALMAS:



EL LEGADO DEL ALMA

Había una señora que tenía mucha fe en los difuntos. Iba todos los días al cementerio a orar en las tumbas. Buscaba, de preferencia, las tumbas caídas, de hacía mucho tiempo. Rezaba muy devotamente arrodillándose al pie de cada tumba.

Un día de tantos, cuando estaba orando según su costumbre, le toco el hombro un caballero vestido de negro. La señora se asusto mucho, pero el caballero le dijo que nada temiera porque ella era la única que se acordaba de ellos, y que en premio a su virtud iba a comunicarle un secreto que le traería la felicidad.

La señora, ya repuesta del susto, le escucho atenta, y el caballero le dijo:

- Dios no me recibe en el cielo porque fui rico. Tengo mi casa en tal parte (y le indicó el lugar en que se encontraba la casa), pero está encantada y nadie puede entrar en ella: yo estoy viviendo ahí porque no puedo ir al cielo. Tengo también chacras, cerdos, y también dinero escondido. Te dejaré todo eso. Los papeles están en tal parte (y le señalo el sitio donde estaban las escrituras de sus propiedades). Todos tienen miedo de ir a mi casa porque está encantada, pero tú no tengas miedo, anda no más saca los “papeles”, no te haré nada. Una vez que te hayas dueña de todos mis bienes, yo podre irme al cielo.

Diciendo esto desapareció.

La señora fue a la casa y saco los “papeles” del lugar indicado por el caballero. Y tal como éste lo dijera, al día siguiente la señora era rica, poseedora de casas, chacras, cerdos y dinero. El caballero no volvió a presentársele más.

Mientras tanto nadie sabía cómo se había hecho rica la señora que un día antes era pobre.

EL ALMA Y LOS CERDOS

Paseábanse dos jóvenes por las afueras del pueblo en una noche de luna muy clara. Llegaron de pronto a una capilla en donde vieron a un alma que rezaba de rodillas. Ambos jóvenes juzgábanse muy valientes y como tales resolvieron burlarse del alma. Cogieron una mata de espinas y, aproximándose en silencio, se lo arrojaron a la espalda.

El alma se levanto furiosa y comenzó a perseguir a sus gratuitos agresores. Los jóvenes corrieron asustados. Uno de ellos se refugió en una casa donde se realizaba una fiesta, pero el alma entro sin ningún reparo y entre la multitud atrapo al joven, dándole muerte instantáneamente.

Luego se fue en busca del otro fugitivo. Lo halló en un corral de cerdos, en medio de los cuales se había ocultado. Intento sacarlo de allí, pero los cerdos se lo impidieron. Cada vez que se acercaba, los cerdos gruñían con fuerza, y el alma tenía que alejarse.

Viendo el fracaso de sus tentativas, el alma se retiro, jurando volver a la noche siguiente en busca de su ofensor.

El joven llego a la casa de sus padres, todo asustado y pálido. A los pocos días murió a consecuencia del susto que sufrió durante la persecución del alma.

EL ALMA Y LOS MUCHACHOS MÚSICOS

Aprovechando una noche de luna salieron al campo varios muchachos de escuela, llevando sus instrumentos musicales. Iban por los caminos tocando diversos aires, hasta que acertaron a pasar por delante de una capilla, en cuya puerta divisaron a un alma que rezaba. Se les ocurrió entonces fastidiar a esa alma con sus instrumentos de música. Y, sin más ni más, se situaron detrás de la capilla y desde allí comenzaron a tocar sus instrumentos, con todas sus fuerzas, formando un estrépito de los mil diablos.

El alma no tolero tamaña burla, y, revolviéndose furiosa, arremetió contra los bullangeros. Pero en lugar de mandarlos con la música a otra parte, los obligó a permanecer donde estaban y a tocar sus instrumentos toda la noche, sin descansar, so pena de ser muertos si otra cosa hacían.

Los muchachos se vieron obligados a obedecer y se quedaron tocando toda la noche, de miedo al alma. De esta manera se pasaron las horas, toca y toca, hasta el amanecer. Cuando rayó el alba, el alma se fue, dejándolos en libertad.

EL ALMA Y EL TAMBOR

Este singular acontecimiento sucedió en Huamalí, allá por los tiempos de mis abuelos.

Un abuelo mío, llamado Justo Cairampoma, era en su juventud, según refieren las gentes, un hombre de carácter alegre y un gran bromista. Se bromeaba con todos, hasta con las almas, como vamos a ver en seguida.

Un día había ido al pueblo de Masma a tocar en una de esas fiestas que se amenizan con una banda de músicos, pues mi abuelo tocaba el redoblante o tambor. Durante la fiesta había tomado, como es natural, varias copas, hasta embriagarse un poco.

En la noche, cumplido su compromiso, se dispuso a regresar a Huamalí. Salió de Masma a eso de las nueve de la noche y tomó el camino que bajando por Ataura conduce hacia Huamalí. Iba a pie solo, rememorando las diversas incidencias del día. La noche era clara, espléndidamente iluminada por una luna llena.

A las once se hallaba a la entrada de Huamalí, próximo a un sitio donde existe una cruz de regular tamaño. Faltando una cuadra, poco más o menos para llegar a dicho paraje, observó que al pie de la Alta Cruz estaba un alma arrodillada, vuelta de espaldas, rezando muy devotamente. Entonces el bribón de mi abuelo se dijo para sus adentros:

- ¡Qué bien! ¡Ahora a esta alma lo hago asustar!

Y diciendo esto se puso a templar su tambor para que sonara en gran forma. Cuando lo tuvo suficientemente templado, comenzó a acercarse al alma lentamente agazapándose, caminando de puntitas. Llegó así a unos cinco pasos del alma, que seguía absorta en sus oraciones. Pues en ese momento empezó a tocar y redoblar desaforadamente el tambor. Lo hizo en tal forma que el alma, cogida de sorpresa, se asusto realmente y echó a correr un buen trecho del campo. Pero en seguida se detuvo y no tardó en volver en pos del blasfemo que había turbado su oración. Al verla venir Justo Cairampoma emprendió la carrera, arrojando su tambor, perseguido de cerca por el alma.

A carrera tendida, con el alma que le pisaba los talones, llegó hasta la plaza del pueblo. Lleno de terror fue a empujar la primera puerta que halló en su camino, pero con la viada y la desesperación que llevaba, el empujón fue tal que la puerta se salió de sus goznes y se vino guarda abajo, y el pobre Justo Cairampoma cayó dentro de la casa puerta y todo.

Al estruendo despertó la dueña de la casa, y creyendo que se trataba de ladrones, acudió armada de un grueso garrote, y al encontrar a un hombre caído de bruces caído sobre la puerta, la emprendió a garrotazos con él, mientras que su perrito comenzaba a aullar. Pero pronto reparó que el hombre esta botando espuma por la boca. Era por efectos del miedo, pero la señora creyó que lo había muerto a palos. En ese momento advirtió que en la calle estaba el alma hablando entre narices diciendo estas palabras:

- ¡Agradece, hombre atrevido y temerario, a que estás dentro de una casa y al amparo de ese perrito, que si no, ya verías como castigo tus bellaquerías!

Comprendiendo la gravedad del asunto, la señora se fue adentro a rezar, dejando a su suerte al derrengado bromista. Cuando de allí a un rato regresó, ya no estaba el alma y el hombre volvía en sí. Reconoció entonces a su vecino Justo Cairampoma y supo de sus labios como habían ocurrido los hechos que lo trajeron a su casa.

Como consecuencia de este suceso mi abuelo juró enmendarse.

EL JOVEN QUE SE DISFRAZABA DE ALMA

Por aquellos tiempos había un joven a quien le llamaban “Almatapla”, por las veces que había tropezado con las almas, según contaba él. Este joven cada vez que moría una persona en la ciudad, solía salir por las noches cubierto con un hábito blanco a deambular por las calles del pueblo. Lo hacía para asustar a las personas miedosas, que creían que era el ánima del difunto.

En una de esas noches que recorría la ciudad en hábito de alma, se encontró con un ser realmente del otro mundo que le detuvo en su camino para preguntarle quién era y a dónde iba. Sorprendido y asustado el joven disfrazado no supo qué contestar por el momento. Entonces el alma le preguntó si era de este mundo o de la otra vida. Viéndose apremiado, el joven recobro todo su aplomo y respondió resueltamente que era del otro mundo.

Pero ya el alma había advertido que se trataba de un farsante y para comprobar su mentira, lo llevó a una iglesia y deteniéndose ante la puerta cerrada le dijo:

- Si eres del otro mundo, abre esta puerta para que entremos a rezar.

El joven hizo grandes esfuerzos tratando de abrir la puerta, pero no pudo. Entonces el alma pronunció unas palabras extrañas y la puerta se abrió por sí sola.

Entraron al interior de la iglesia. El joven iba detrás del alma, dispuesto a hacer lo que ella hacía. Así se dirigieron al pie de la primera imagen y puestos de rodillas comenzaron a rezar. El alma rezaba de una manera muy distinta de cómo rezamos entre los vivos y el joven trataba de imitarle. De este modo recorrieron la iglesia arrodillándose al pie de cada imagen y rezando muy devotamente.

Cuando al fin terminaron de rezar abandonaron la iglesia y el alma cerró la puerta con las mismas palabras extrañas. Luego se dirigieron al cementerio, a donde el alma regresaba para bajarse a su sepultura. El joven iba encantado con la compañía de este ser del otro mundo, esperando averiguar aun más lo que haría en la noche.

Una vez en el cementerio, el alma le pregunto al joven cual era el sepulcro en el que habitaba. El joven, que no tenia sepulcro, creyendo que podía engañar a un alma, le indico sin vacilar el sepulcro de otro. Entonces el alma, que conocía muy bien al habitante de aquel sepulcro, no pudo sufrir esta nueva mentira, y, lleno de cólera, victimo al mentiroso.

Al día siguiente hallaron el cadáver del “Alma- tapla” tendido sobre una tumba.

EL ALMA QUE SE FUÉ SIN VENGARSE

Una noche, a eso de las doce y media, el viejo Víctor Enero volvía de su chacra de Olluco-pasto, después de haber estado cuidando su sembrado de papas. Al acercarse a la capilla de Cashacucho (Cashacutrro), que, como saben todos, se halla frente a la casa del finado Saca Pablo, vio que dos bultos vestidos de blanco entraban a la capilla. Inmediatamente se dio cuenta que eran dos almas. Pero en lugar de sentir miedo, por el hecho de tener que pasar por delante de la capilla, el viejo siguió adelante. Con todo, en vía de precaución, se agachó y buscó en el suelo una piedra. No encontró sino un “coto” de teja.

Armado de su coto, despacito, sin hacer ruido, pegado a las paredes de la casa de Saca Pablo, fue a pasar valientemente por enfrente de la capilla. Al pasar vio a las dos almas y escucho que estaban rezando, diciendo “Gon, gon, gon…”, bien arrodilladas, ante la puerta de la capilla.

Después de haber pasado sin novedad y ya volteando hacia la derecha, por detrás de la capilla, para tomar una senda que conduce a su casa, dice que el opa viejo se animó a tirarles una pedrada a las almas, con el coto que llevaba. Efectivamente, escupió sobre el coto y apuntando bien a la cabeza de una de las almas, lo arrojó con todas sus fuerzas. El coto pasó silbando sobre la cabeza del alma y fue a dar en la puerta de Saca Pablo, dejando una profunda huella en la madera.

En cuanto lanzo la pedrada, el viejo Enero escapo a todo correr, sin mirar atrás. Cuando ya estaba cerca de su casa, volvió la cabeza y vio que el alma venia tras él, “como por sobre el aire”. El viejo gano su casa a todo escape, pero apenas estaba entrando, le acometieron unos vómitos terribles, y casi arrastrándose llego a su corredor. Allí estaba durmiendo su mujer con su hijo pequeño, “iñá” no más. Al entrar asustado, sin juicio, atropelló la cama de mujer y la criatura empezó a llorar. Entonces el alma que ya estaba por alcanzarlo, al oír el llanto del chico, se quedó parada junto al “parador”, y viendo que no podía hacer nada se limitaba a decir:

- ¡Agradess! ¡Agradess!

(Quería decir: “Agradece, agradece”, refiriéndose al oportuno llanto del niño, que salvaba al viejo del merecido castigo que le iba a caer).

Hablando así dio la vuelta al patio y luego se retiro sin vengarse del viejo que le había ofendido.

(Dicen, pues, que es malo ofender a las almas. Si esta vez no hubiera llorado el chico a tiempo, el alma habría pisado seguramente al viejo y le hubiera dado muerte).

EL ALMA QUE NO TENIA CASA

Este cuento se remonta a tiempos pasados. En aquella época vivía un joven que tenia la mala costumbre de fastidiar a la gente del pueblo. Lo hacía por puro gusto, sin importarle quien fuese la persona ni reparar en la clase de broma que le hacía, fuese leve o pesada. La cosa era fastidiar.

Una de sus tretas favoritas era disfrazarse de alma cuando alguien moría en el pueblo. Lo hacía con el maligno propósito de asustar a las gentes sencillas. Y de tal modo se comportaba en esto que la gente llego a crearse un verdadero complejo de miedo. Pues si alguno moría, todos vivían asustados pensando encontrase con el alma del muerto. Y, efectivamente, muchos se llevaban un gran susto.

Cierta vez murió en el pueblo un hombre de malos instintos. Toda su vida se la paso renegando. Odiaba a sus semejantes y por cualquier motivo les armaba lío tras lío. Con lo cual terminó por ser odiado por todo el mundo.

Mientras el cadáver se velaba en su casa, a altas horas de la noche, el joven no quiso perder la oportunidad de divertirse con el susto de la gente. Se disfrazó de alma y salió en busca de algunos transeúntes desapercibidos. Pero esta vez no le fue muy bien como en otras. Aunque anduvo por uno y otro lado del pueblo no halló víctimas propicias para satisfacer su torpe afán de hacerles pasar un mal rato. Parecía que ningún prójimo viviente se atrevía a salir aquella noche. Sin embargo, ya más allá de la media noche, cansado de deambular por las calles y senderos del pueblo, chocó con un alma verdadera que volvía al cementerio. Esta alma le pregunto cómo se llamaba y de donde era. El joven le respondió diciendo que se llamaba Pinocho y que era del mismo pueblo. Entonces el alma verdadera le dijo:

- Pues, entonces, vamos juntos a nuestras casas, que ya es hora de retirarnos: debe ser las tres de la madrugada, más o menos.

El joven no tuvo más remedio que seguir fingiendo y se puso a caminar al lado del alma. Llegaron pronto al cementerio. Ahora cada cual debía retirarse a su tumba a descansar. Al menos así pensaba el joven en la esperanza de eludir la compañía del alma. Pero he aquí que surgió un nuevo problema porque el alma verdadera le preguntó:

- ¿Cuál es tu casa?

A lo que el falso ánimo no supo que responder. Realmente no moraba en ninguna tumba del cementerio. Se puso más nervioso y comenzó a sudar frío. Entonces el alma lo condujo a través de los nichos del cementerio para que reconociera su morada. Al pasar delante de cada nicho le preguntaba:

- ¿Es esta tu casa?

Antes de que el joven pudiera contestar, salía del nicho un alma y decía:

- ¡Esta es mi casa!

Así fueron recorriendo los nichos del cementerio y llegaron de pronto a un nicho vacio. Justamente era el nicho destinado al hombre malo que había muerto.

- ¿Es esta tu casa?-preguntó implacable el alma verdadera.

Ningún alma salió del nicho oscuro y vacío. Pero el alma fingida no pudo soportar por más tiempo la tensión nerviosa. Dio grito profundo y se desplomó al pie del nicho. Estaba muerto.

El alma verdadera se dio entonces cuenta que su acompañante era un ser vivo que pagó con su vida la burla que le hizo.

UN ALMA QUE PAGA BIEN CON BIEN

La noche era muy obscura. Acababa de llover. Por el camino enlodado un viajero se dirigía a su pueblo con paso presuroso. Al voltear una cuesta se dio de manos a boca con un alma que venía del otro lado. El hombre se quedo de una pieza, sin saber qué hacer ni que decir presa del más grande susto. Pero el alma le dijo con voz reposada:

- No tengas miedo de mí, porque precisamente yo te esperaba. Soy un alma necesitada. Mis restos están velándose en un lugar cercano de aquí, y yo necesito de tu ayuda.

Pero el hombre permanecía en silencio, como clavado en el suelo, sin contestar palabra.

- ¿Por qué te quedas tan callado?- le preguntó entonces el alma- Ya te he dicho que no temas, que nada malo te va a pasar.

Después de un rato de silencio, el hombre contestó temblando:

- Es que no estoy acostumbrado a ver las almas, por eso te tengo miedo.

- Pues no temas nada de mí. ahora has de saber que tu vida depende de mí y yo dependo de ti para ir al cielo- afirmó el alma.

- Pero ¿qué puedo hacer yo para que vayas al cielo? ¿qué mal has hecho?

- Preguntó intrigado el hombre.

- Ya lo verás, sigamos caminando, que en el camino te lo diré – concluyó el alma.

Alma y viajero se pusieron en marcha. Caminaron en silencio un buen trecho. La noche continuaba oscura y la calma era completa.

- ¿Ves aquel hoyo?- -pregunto el alma, señalando una profunda depresión en el terreno.

- Si – respondió el viajero.

- Bueno, cuando yo me acerque al borde de ese hoyo, vas a hacerme el favor de impedir que los diablos me arrastren al infierno azotando con esta rienda hacia todos los lados del sitio en que esté yo – y diciendo esto el alma le entregó algo invisible que el viajero se apresuró a recibir, aunque no veía nada.

Al llegar al sitio indicado, el alma se arrodilló y empezó a rezar. Inmediatamente el viajero comenzó a mover el látigo invisible haciendo ademan de dar latigazos hacia los lados de donde el alma se hallaba arrodillada. El alma gemía y hasta parecía llorar. El hombre seguía azotando con toda la rapidez y energía que le era posible, y aunque los azotes que daba caían al vacío, no había duda que allí habían unos seres invisibles que trataban de arrastrar el alma al fondo del hoyo.

Eran sin duda los demonios que habían venido por ella. El alma se resistía con todas sus fuerzas, se defendía y se agitaba, y el viajero menudeaba sus latigazos, hasta que empezó a sentir cansancio. Felizmente en esos instantes el alma exclamó con voz alegre:

- ¡Gracias amigo, me has salvado!

Y diciendo esto se levantó del suelo. Luego prosiguió:

- Me has salvado de los diablos que querían llevarme al infierno. Ahora me toca retomarte el servicio que me has dado, porque un bien se paga con un bien y un mal con un mal. Nosotras las almas somos muy sabias; la muerte nos enseña muchas cosas que los humanos no conocen. Ahora voy a demostrarte mi agradecimiento y mi bondad. Yo se que en el camino te esperan dos pishtacos para matarte. Lo mejor que puedes hacer es ir al pueblo donde están velando mi cuerpo y quedarte allí en el velorio, y mañana, de día, seguir viaje a tu pueblo, que no dista mucho del mío.

- Muchas gracias, señor alma- respondió el viajero-, agradezco mucho tu consejo.

- Entonces vamos a mi pueblo- dijo el alma.

- Vamos- le contestó el viajero.

Y el alma y el viajero se encaminaron amigablemente al pueblo donde se velaban los restos de aquella.

Al día siguiente, después del velorio, el hombre siguió su viaje, llegando felizmente a su casa al caer la tarde. Allí se entero de que en la noche un hombre había sido muerto en el camino por los pishtacos.

Al anochecer alguien llamo a su puerta. El hombre salió a contestar, era el alma que venía a despedirse.

- ¿Ves?-le dijo- si anoche seguías tu viaje, también los pishtacos te habrían matado a ti.

- Gracias, señor alma, por haberme salvado la vida- respondió el hombre agradecido.

- Ahora nos hemos salvado los dos. Adiós.

Y el alma se fue para siempre.

EL BAILE DE LAS ALMAS

Este relato lo hace don Antonio Chumbe, vecino de Pancan, quien a su vez lo oyó de sus antepasados. Dice así.

Era el mes de mayo en que se cosechaban las sementeras. En el sitio denominado Mito ashpina se hallaban las chacras de don Ángel Quintana, donde casi siempre se sembraba maíz, y ese año el maizal estaba tan bien que causaba envidia y, por lo tanto, requería mucho cuidado. Fue por eso que don Ángel encargó a sus partidarios, los esposos Ceferino y mamá Delficha, que vigilasen el maizal durante las noche. Les dijo:

- Desde esta noche cuidaran la chacra, dormirán en la choza, porque este año Dios nos ha dado un buen maíz, todos parecen huancapaquilun.

- Bueno, cómo no, taita. Siempre cuidamos nuestra chacra - contestó mamá Delficha.

Sin ninguna novedad pasaban las noches en la choza cuidando el maizal. Y como de costumbre, una de esas noches se encaminaron a la chacra llevando su coquita y su cigarro y, a falta de un palo, una horqueta que les servía en la época de trilla. Iban conversando de camino y, como un presentimiento del gran susto que se iban a llevar esa noche, dijo el taita Ceferino:

- Ay, Delficha, cucallami, cigarrumi manam allichu. ¡Jamialun! (Oye, Delficha mi coca, mi cigarro no están bien. ¡Se han amargado!

- ¡Gua! ¡Gua!- replicó la Delficha- ¿Qué nos pasará? ¡Quizá algún alma nos “llapirá”! (estrangulará o hará papilla).

Pero taita Ceferino se asustó al oír esta posibilidad y le dijo a su mujer que no le hablase mas de las almas, “porque- añadió- de tanto hablar de almas se nos puede presentar”.

A la media noche, después de tanto conversar, acordaron pestañear un rato.

- Al aire no más dormiremos, Ceferino- dijo mama Delficha- ; qué vamos a dormir como en nuestra casa.

Así lo hicieron. Ya se iban quedando dormidos, cuando a eso de las doce y media oyeron entre sueños, a modo de una pesadilla, que el maizal hacia ruido como si algún ladrón entrase en él. La chala seca del maíz hacia más perceptible el ruido. No era el ruido natural de todas las noches causado por el continuo azotar del viento. Este era un ruido extraño que denunciaba la entrada de gente, acaso de ladrones.

En esos momentos de susto y valentía, mama Delficha exclamó:

- ¡Agarra el horqueta, Ceferino, ese debe ser el “Gendarme”!- (así llamaban a un conocido ladrón de papas que aprovechando la luz de la luna hacia de las suyas a altas horas de la noche).

- ¡La luna esta como de día; ya lo conoceremos si es el “Gendarme”!- contestó Ceferino.

En menos de medio minuto tomaron cada cual sus precauciones para sorprender al ladrón y se hallaban listos para actuar, cuando en ese momento se hicieron presentes a la puerta de la choza dos almas vestidas de una manera extraña. Mas parecían hábitos de muertos, con sus “cucuruchos” (cucuruchos) y sus pelos lacios que les llegaban hasta los hombros y que les colgaban adelante para no dejarse ver las caras. Tenía cada uno un palo largo en forma de tenedor domestico.

Pues este par de figuras extrañas se pusieron a bailar ante la choza, delante de ellos, sin proferir otras palabras que la siguiente interjección:

- ¡Chaquitatata! ¡Chaquitatata! ¡Chaquitatata!

Taita Ceferino y su mujer los miraban estupefactos, agarrados sus garrotes, botando espuma por la boca, viendo y oyendo todo lo que hacían las almas porque la luna, como se había dicho, estaba como de día.

Las almas seguían danzando al monótono son de:

- ¡Chaquitatata! ¡Chaquitatata! ¡Chaquitatata!

Danzaron como quince minutos, pero con qué gusto dice que bailaban, como si celebraran algún acontecimiento. Se notaba hasta la agitación que les producía la danza. Era de verdad el empeño con que bailaban y la naturalidad de la danza.

Al fin terminaron de bailar y ambos a una voz dijeron:

- ¡Ahora sí, hasta Pampa Osafá!

(Quería decir hasta la pampa de Josafat, que según la creencia popular es el llano donde están reunidas las almas)

Con estas palabras se alejaron lentamente, como lo hicieron al venir.

Mama Delficha y taita Ceferino no sabían qué hacer, pero como Dios da en momentos difíciles un poco de valor, dice que se dirigieron a su casa arrastrándose por el suelo. Era más o menos la una de la mañana y desde entonces ya no volvieron más a cuidar el maizal de noche y dijeron al dueño de la chacra que cambiara de partidario.

EL CONVITE DE LAS ALMAS

Una fresca mañana de enero salieron de paseo varios jóvenes estudiantes. Recorrieron las afueras del pueblo, fueron a dar al panteón a donde ingresaron alegres y bullangueros en pos de novedades que celebrar. Dispersas por el suelo en lastimoso abandono, hallaron un gran número de calaveras humanas, que blanqueaban entre el verde de la yerba.

Uno de los jóvenes, que por cierto no debía ser cristiano, tomó las calaveras por pelotas y comenzó a repartir puntapiés entre ellas, hasta desastillarlas por completo. Sus compañeros quisieron atajarle en su bárbaro comportamiento, diciéndole que tuviera más respeto a los muertos y que era una impiedad patear las calaveras. Pero el joven pateador, sin hacer caso, siguió divirtiéndose con las calaveras. Entonces uno de sus amigos le dijo:

- ¿Qué tal si en la noche van a hacerte asustar?

- ¡Qué van asustarme a mí! –exclamó el joven dándoselas de valiente.

- ¡ya quisiera verte cuando se te presenten las almas, de verdad! –insistió el otro.

- ¡Pues que vengan todas juntas esta noche a mi casa! –se jactó el valiente.

- ¡no digas eso, hombre, porque pueden venir de veras y te matarían de susto!

- ¿y por qué he de asustarme ¡Al contrario, si vienen a mí casa, les invitaría una taza de té a cada una!

Todos rieron la bravata del joven impío y sin discutir más continuaron su paseo hasta que la hora del almuerzo les hizo retornar a sus respectivos hogares.

En la noche de aquel día, nuestro joven se acostó temprano sin acordarse mayormente de los sucesos de la mañana. Al dar las doce de la noche le despertaron unas fuertes llamadas que daban en la puerta de su casa. Se levantó y fue a abrir la puerta. Pero al hacerlo el corazón se le detuvo en el pecho. Quienes llamaban eran seres del otro mundo, cubiertos con mantos negros de pies a cabeza y que le miraban con rostro de calaveras. El joven comenzó a sudar frío. Una de las calaveras le dijo:

- Joven hemos venido a tomar el té que nos ha ofrecido usted esta mañana

- Bien, señores, -respondió el asustadísimo joven- pasen y tomen asiento.

Las almas eran como diez y aunque el joven no tenía tantos asientos, las acomodó como pudo en su habitación y luego se dirigió a la cocina a prepararles el té de marras. Pero al entrar a la cocina vio con gran sorpresa que ya el té estaba preparado y servido en diez tazas. Entonces fue alcanzándoles a las almas hasta que todas estuvieron servidas.

Cuando terminaron de tomar, una de las almas se levantó y le dijo al joven:

- Estamos muy complacidos por este té que nos ha invitado usted. En gratitud nosotros queremos retornarle la invitación mañana, en el panteón, a esta misma hora. No deje de ir.

Con estas palabras las almas de despidieron y abandonaron la casa. Apenas se fueron el joven se desplomó, rendido por la terrible impresión.

Al día siguiente recobró los sentidos y se despertó como de un sueño. Haciendo un esfuerzo recordó el suceso de la noche y fue a contárselo a un amigo. El amigo creyó de primera intención que se estaba gastando chanzas con él y se reía, pero al advertir la angustia y preocupación del joven, tuvo que creerle. Entonces le aconsejó que fuese a la iglesia a confesarse y comulgar. Así lo hizo el joven, y el cura le reprendió severamente por su ligereza y falta de respeto hacia los muertos. Y terminó diciéndole.

- En la noche tienes que ir al panteón, si deseas que las almas no te persigan. Cuando llegues, las calaveras te ofrecerán, en lugar de una taza de té, una taza de pus. Cogerás la taza con todo respeto, y antes de tomar les agradecerás con las siguientes palabras: “Señores calaveras, estoy muy agradecido por el afecto que ustedes me están demostrando, y ojala que Dios se los pague”. En cuanto pronuncies el nombre de Dios, veras como las almas desaparecen por completo.

El joven aceptó seguir las indicaciones del cura. Ese día se confesó y comulgó devotamente, y en la noche, al dar las doce campanadas, se dirigió al panteón. Allí encontró una gran sala debidamente iluminada, en cuyo centro había una mesa. Sentadas en torno estaban esperando las calaveras con sus mantos negros. Le hicieron sentar entre ellas y le presentaron la taza de pus. La cogió el joven, pero antes de beberla agradeció con las palabras que le había dicho el cura y en cuanto pronunció el nombre de Dios, desaparecieron todos los espectros.

El joven comenzó entonces a correr como un gamo, que mas parecí a que volaba, hasta que llegó a su casa.

De esta manera se salvó el joven valiente. De lo contrario, habría muerto en el panteón, engañado por las almas.

LAS ALMAS DE LA IGLESIA

Se acercaba la fiesta de la Virgen del Rosario, y la gente devota iba todas las noches a la iglesia a rezar la novena de la Virgen, iban especialmente las señoras y sus hijas, pues los hombres menos amigos de los rezos, solían quedarse en la casa.

Cierta noche una joven, llamada Isabel, se quedó dormida durante el rezo, sobre una banca en el rincón más discreto de la iglesia. Y siguió durmiendo aun después que la gente desocupó la iglesia, al terminar el oficio religioso. Nadie reparó en ella y la dejaron sola, con las puertas cerradas.

Despertó al cabo de un largo rato, y se halló sola, con la iglesia sumida en un silencio sepulcral, con las luces apagadas. ¿Cuánto tiempo había dormido? Acaso varias horas. Se levantó de miedo y corrió a la puerta principal, la empujó con todas sus fuerzas, pero la puerta estaba cerrada con llave. En su desesperación quiso llorar, gritar, pero no pudo.

La única luz que brillaba como una estrella amarillenta en la inmensidad oscura de la iglesia, era la que de una vela que ardía en el altar de la Virgen. Hacia ella retrocedió Isabel, con el cuerpo desfallecido de espanto. Vio que la vela estaba consumiéndose. Tomó otra que había cerca y la encendió. Después se dirigió a la puerta de la sacristía con la esperanza de encontrarla abierta. Hizo fuerza para abrirla, pero la puerta estaba igualmente cerrada con llave.

En ese momento oyó pasos que parecían dirigirse hacia el lugar donde estaba. Era un rumor confuso, como de muchas personas que se movieran saliendo de los oscuros rincones de la iglesia. Isabel corrió a refugiarse al altar de la Virgen. Se encaramó sobre el altar, junto a la sagrada imagen, y se cobijó bajo el manto de la Virgen.

Era la hora de las ánimas. Venían en procesión, vestidas de blanco, rezando y llorando. Isabel las veía acercarse y reunirse en el fondo de la iglesia.

De pronto una de las almas exclamó, hablando por la nariz:

- ¡Huelo a carne cruda! ¡huelo a carne cruda!

Y todas las almas repitieron la misma exclamación. Y como guiadas por el olfato, comenzaron a acercarse a la joven, siempre con voz gangosa.

- ¡Huelo a carne cruda! ¿Quién está aquí?

Con el movimiento que hizo para envolverse en el manto de la Virgen, Isabel hizo caer la vela encendida en el suelo. Las almas desaparecieron y todo quedó en silencio y en tinieblas.

Pero otra vez volvieron las almas. La buscaban en la oscuridad. El corazón se le salía de pavor, y pronto sintió que las almas la tenían rodeada por todas partes y le preguntaban coléricas.

- ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres aquí?

Entonces la desdichada dejó escapar un solo grito

- ¡Jesús!

Y otra vez todo quedó en silencio y tinieblas.

Al día siguiente, el sacristán, al ingresar a la iglesia muy de mañana, encontró a una joven tirada a los pies de la Virgen.

Isabel había muerto.

EL JOVEN INCRÉDULO Y LAS ALMAS

En un lugar llamado Ichahuasi vivían dos jóvenes que se profesaban una gran amistad. A veces se les veía discutir acaloradamente, porque ha de saberse que estos dos grandes amigos eran de creencias opuestas. El uno era creyente y devoto , el otro era incrédulo, el uno creía en la existencia de las almas, en cambio el otro sostenía que no habían almas.

Un día que conversaban sobre el particular, el joven creyente le dijo a su amigo que todo cristiano debía ser respetuoso con las almas, y terminó diciéndole a modo de consejo:

- Siempre que pases por la puerta del panteón, vas a decir: “Benditas almas”.

Su compañero se echó a reír, pero no olvidó el consejo. Así fue que cierta vez que pasaba solo por la puerta del cementerio se acordó de la recomendación de su amigo y, por chancearse de él o por llevarle la contraria exclamó:

- ¡Malditas almas!

En ese momento, desde adentro del cementerio, las almas contestaron a una sola voz:

- ¡Hola! ¿quién nos llama?

El joven se quedó patitieso sin saber qué contestar.

Mientras tanto las almas volvieron a preguntar, con más energía:

- ¿Para qué nos llamas?

El joven incrédulo había recobrado ya toda su sangre fría, y para no irritar más a las almas, les respondió:

- Les invito a ustedes a un banquete mañana a las doce de la noche, en mi casa.

- Pues iremos con mucho gusto –le contestaron las almas.

El joven llegó a su casa todo pensativo, había hecho una invitación, y como era un hombre de honor no podía faltar a su palabra. De modo que al día siguiente empezó a preparar el banquete para la noche. Lo preparó lo mejor que pudo. En la sala de su casa tendió una gran mesa y la cubrió de abundantes viandas. Y llegada la noche se puso a esperar.

Cuando sonó la hora citada el joven comenzó a dudar si las almas llegarían o no. De pronto oyó que sonaban los cubiertos en la mesa y vio horrorizado que las almas habían llegado y se ponían a comer tranquilamente.

Pasó un largo rato, luego una de las almas dijo que habían terminado de servirse el banquete y llamó al joven anfitrión para darle las gracias a nombre de las almas presentes. Después de agradecerle con palabras muy corteses, le manifestó que el deseo de las almas era corresponder a su invitación con otra, invitándole a una cena que se serviría al otro día, a la misma hora, en el cementerio.

El joven, con dolor de su corazón, se vio obligado a aceptar la invitación.

Al día siguiente, al ahora convenida, se dirigió al cementerio acompañado de dos perros de color blanco. Encontró la puerta abierta y entró cautelosamente, llevando a sus dos perros. El cementerio estaba en completo silencio, aunque bien iluminados con huesos que ardían fantásticamente. Venciendo el miedo que le invadía, el joven avanzo hasta encontrar una mesa bien servida. Pero las viandas estaban compuestas de huesos, vísceras y partes del cuerpo humano. Comprendió que esta cena estaba destinada a él y se sentó a cenar, aunque nunca habría podido ingerir semejantes manjares.

Hizo que comía y se demoró a propósito para fingir mejor que estaba cenando; mientras tanto, todas las vísceras y restos humanos se los iba dando al par de perros blancos. Cuando se acabaron las viandas exclamó en alta voz:

- ¡benditas almas, ya se acabó la cena!

Entonces se le acercó el jefe de las almas y le preguntó si se había servido o no

- Sí –respondió el joven-, y estoy sumamente agradecido por esta esplendida invitación. Ahora permítanme que me retire.

El alma se dio por satisfecha y le acompañó hacia la salida del panteón, pero antes de que el joven saliese, el alma se detuvo y le dijo:

- ¡Para que otra vez no te burles de nosotras, vas a recibir tu castigo!

Y diciendo así sacó el cordón que llevaba a la cintura y le dio con él tres latigazos bien dados, hasta que el joven quedó semimuerto de dolor. Quedó tendido a la puerta del panteón. Cuando volvió en sí estaba completamente solo. Entonces se salió inmediatamente del cementerio y se fue a su casa.

Desde aquella vez creyó en la existencia de las almas.

TRES ALMAS QUE ANUNCIAN SU MUERTE

En cierto pueblo vivían tres parejas de jóvenes recién casados. La más cordial amistad reinaba entre ellas. Las tres esposas andaban siempre juntas y los tres maridos hacían lo mismo por su parte.

Una noche las señoras se dirigieron a la capilla del barrio, llevando algunas ceras para los santos de su devoción. Al llegar a la capilla quisieron antes charlar un rato, chacchando su coca, como es costumbre en nuestras serranías. Para lo cual fuéronse detrás de la capilla y se sentaron en el suelo.

Hacía rato que masticaban tranquilamente su coca, cuando de repente oyeron unas voces lastimeras que salían del interior de la capilla. Era como si alguien estuviera llorando. Las mujeres se quedaron mudas, como clavadas en el suelo, con los cabellos de punta. La voz que lloraba parecía ahora que rezaba, pero con sonidos nasales, como una voz de ultratumba. La sangre se les heló en las venas.

En esos instantes vieron llegar un bulto grande, vestido de blanco, con una especie de cucurucho en la cabeza. Comprendieron que era otra alma que venía a rezar. El bulto entró a la capilla y preguntó quien estaba dentro.

- ¿También tú vas a morir?

- Sí –respondió la primera alma.

No bien terminó de responder, se hizo presente una tercera que venía pensativa, con la cabeza baja. Al ver a las dos anteriores, les preguntó:

- ¿Qué hacen ustedes aquí? ¿Es que también van a morir como yo?

- Sí –contestaron las otras.

- ¿Cómo vas a morir tú? –siguió preguntando el alma.

- Yo, ahogado – respondió la primera alma.

- ¿y tú? –continuó preguntando la misma.

- Yo voy a morir en las astas de un toro –contestó la segunda.

- ¿y qué desgracia te va a suceder a ti? – preguntó una de las almas a la que había hecho preguntas.

- ¿Yo?...Yo voy a morir atorado.

- Bueno - dijo la otra- ya que todos vamos a morir, mejor será que recemos un poco para que Dios nos perdone, y para que él, desde lo alto, vea por nuestras esposas que pronto vamos a dejar.

Después de un rato, las tres almas se separaron, perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Las tres señoras, que habían escuchado toda la conversación, se incorporaron del suelo y rompieron a llorar, porque reconocieron que aquellas almas eran de sus esposos.

II

Desde el día siguiente las señoras se afanaron en cuidar a sus maridos, deseosas de evitar que ocurriesen las desgracias anunciadas por las almas y quedarse viudas.

A los pocos días uno de los jóvenes determinó ir a bañarse en el río. Su señora se opuso obstinadamente y le rogó con lágrimas y razones que no fuese. Pero todo en vano, porque el hombre se cejo en su capricho y se marchó solo.

Estaba bañándose, cuando sin advertirlo penetró en un remolino y estuvo a punto de morir ahogado. Asustado y arrepentido volvió a su casa y le contó a su esposa el percance que casi le cuesta la vida. La mujer se alegró mucho creyendo que había fallado el terrible augurio.

Pero al rato sobrevino lo inesperado. Sintiéndose con sed, el hombre cogió un vaso de agua y se dispuso a beber. Pero su mala fortuna hizo que a mitad del vaso se atorase violentamente y, aunque parezca increíble, el hombre murió ahogado en un vaso de agua.

Se había cumplido la primera parte del fatal anuncio.

III

El otro joven decidió ir a una corrida de toros que se realizaba en un pueble cercano. Su esposa se opuso con todas sus fuerzas, pero inútiles fueron sus suplicas, sus llantos y todo lo que hizo por atajar a su marido. El hombre porfió hasta quedarse con las suyas.

Durante la corrida un toro matrero se escapó del ruedo y atropelló al hombre, que estuvo a punto de sucumbir en las astas de la fiera. Arrepentido de haber desoído los ruegos de su esposa, emprendió inmediatamente la vuelta a su casa y contó a su consorte el lance del toro bravo. Se sentó luego a descansar en una silla a cuyo lado yacía la cabeza de un toro que el hombre había hecho sacrificar en la mañana para el consumo de la casa. Las astas de la res apuntaban amenazadoras hacia arriba. Al cabo de un rato oyó que su esposa le llamaba. Se levantó precipitadamente y con tan mala suerte que se enredó en sus propios pies y cayó violentamente sobre las astas de un toro muerto. Cuando acudió su esposa lo encontró gravemente herido. Una de las astas le había atravesado el estómago. Al poco rato fallecía.

Se había cumplido la segunda parte del fatal augurio.

IV

El tercer joven se hallaba en su casa, sentado tranquilamente a la mesa, esperando que su esposa sirviese la comida. Cuando aquélla terminó de servir los primeros platos, se sentó también a la mesa y comenzaron a comer en medio de la mayor armonía, haciendo derroche de jovialidad y buen humor. Comían alegres, entre bromas y risas, como puede hacerlo una pareja que conoce lo que es la felicidad conyugal.

De pronto el marido cogió una papa asada y se lo llevó a la boca en momentos en que un nuevo acceso de risa sacudía a ambos jóvenes. Fue entonces que se atoró con fuerza, perdió el aliento y cayó a los pies de la mesa. La señora acudió a auxiliarlo, pero inútilmente porque el hombre murió a los pocos instantes.

Con esta tercera víctima se cerró inexorablemente la sucesión de trágicas muertes, en la forma que la anunciaran las almas de los muertos aquella noche de angustia y temor, en que sus jóvenes esposas lloraron pensando en su próxima viudez.

ALMAS QUE BAILAN Y ANUNCIAN SU MUERTE

En tiempos pasados, cuando no había carreteras ni camiones, sino solamente caminos de herradura, los negociantes tenían que llevar sus mercaderías con la ayuda de animales de carga, cruzando lugares solitarios, en largas jornadas, sembradas de mil penalidades. En estos viajes eran frecuentes los malos encuentros, en especial con los seres del otro mundo.

Tal es el caso de dos arrieros que llevaban sus cargas de granos a la feria de Junín. En el camino les cerró la noche y tuvieron que buscar dónde cobijarse para pasar la noche. Buscando dieron de pronto con una capilla a cuyo lado se derrumbaba una casita vieja. A falta de otro albergue mejor, los arrieros se acogieron a esta casita. Descargaron sus bestias y se sentaron a descansar.

No hacía rato que descansaban, cuando vieron acercarse, por opuestas direcciones, a dos bultos vestidos de blanco, que parecía que no pisaban el suelo sino que andaban en el aire. Uno de ellos traía sobre el hombro un palo, que sujetaba con la mano derecha. El otro iba libre.

Eran dos almas que caminaban en la noche.

Los arrieros no tuvieron tiempo de huir. Paralizados de miedo, se quedaron en el mismo sitio. Las dos almas se encontraron a pocos pasos de la capilla y se detuvieron a conversa. Hablaban con voz ronca y gangosa como si hablaran “con la nariz”. La del palo preguntó:

- ¿A dónde te vas tan apurado?

- Voy a la corrida de toros –respondió la interpelada-, pero antes tengo que andar por todos los sitios, que conoce mi cuerpo, porque en la corrida a donde voy, seré recogido por un toro y mi cuerpo morirá.

- ¡Que el señor recoja tu alma! –añadió la del palo.

- Gracias. Y tú, ¿a dónde vas? –preguntó a su vez la otra.

- Yo estoy yendo a sacar un tronco en la falda de un cerro; durante el trabajo mi cuerpo rodará al abismo y moriré.

Así conversaron durante un rato. Luego se acercaron a la capilla y comenzaron a bailar. Bailaban zapateando, dando vueltas y vueltas, mientras pronunciaban estas palabras en quechua:

- ¡Chaquieta tan! ¡Chaquieta tan! ¡Chaquieta tan!

(Quiere decir: “Cuidado con tus pies, cuidado con mis pies”).

Así bailaron durante otro rato, zapateando y dando vueltas, sin dejar de pronunciar las mismas palabras. Luego se detuvieron y entraron juntas a la capilla. Allí se arrodillaron y rezaron durante otro rato.

Cuando las almas salían de la capilla, después de rezar, uno de los arrieros creyó que se venían contra ellos y presa de terror, sin pensar en lo que hacía gritó.

- ¡Jesús!

A esta voz desaparecieron por completo las dos almas.

Al día siguiente continuaron su viaje hacia Junín. Llegaron a la feria y permanecieron tres días en la ciudad, cambiando los granos que habían llevado.

Al cuarto día emprendieron el viaje de retorno al hogar. Al pasar por un pueblo supieron que en esos días había muerto un hombre cogido por un toro, durante una corrida. Y cuando llegaron a su pueblo, los vecinos les contaron que durante su ausencia había muerto un hombre desbarrancado, al rodar de un cerro mientras cogía leña.

De esta manera se cumplieron las muertes vaticinadas por las dos almas, durante su conversación en aquel lugar solitario.

LAS ALMAS QUE CONVERSAN

Caía una tarde de mayo en el pueblo de Julcán. Tarde serena, tranquila, luminosa, como son las tardes en esta época del año en que cesan las lluvias y comienzan las cosechas.

Con las últimas luces del crepúsculo, salió don Claudio Mayta rumbo a su chacra a cuidar sus sementeras maduras. Iba distraído, pensando es cosas propias de un chacarero.

Su chacrita se hallaba en las afueras del pueblo, cerca de la capillita del Señor de Huayta-pallana. Tenía en el centro en el centro una de esas chocitas cónicas que los campesinos suelen construir para vigilar sus sembríos. Hacia este rústico albergue guió sus pasos don Claudio, dispuesto a pasar allí la noche.

Los julcaínos saben que la capilla del Señor Huayta-pallana es un lugar “pesado”. Allí suelen reunirse las almas para conversar durante las horas de la noche. Un lugar es “pesado” cuando en él hay sustos y se ven cosas misteriosas por las noches.

Sentado a la puerta de su chocita, con la inseparable compañía de su coca. Don Claudio vio cerrarse la noche y cubrirse el cielo de nubes informes. Pronto la oscuridad fue completa. Y ya sería más o menos las diez de la noche, cuando empezó a oírse la bulla que hacían las almas que llegaban a la capilla y luego el “jan, jan, jan” característico de su habla gangosa.

Sin embargo, don Claudio no sentía miedo. Escuchaba y chacchaba. A la medianoche la bulla subió de punto. Se veía que las almas conversaban con gran animación. Entonces don Claudio no pudo contener su curiosidad. Cobrando todo su valor, se acercó sigilosamente a la capilla. Paso a paso llegó a la puerta y se puso a escuchar.

Las almas estaban en gran conversación. Conversaban en ese momento sobre la manera como habían muerto. Las preguntas y respuestas se cruzaban sin parar. Quienes habían sido muertos por los toros eran aplaudidos y elogiados con calor, y las demás almas decían: - “¡Achallau!”. En cambio, eran recibidos con lástima los casos de muertos con cólico.

Cuando terminaron de contarse sus historias, las almas se pusieron a bailar. Bailaban entusiastamente, repitiendo siempre las palabras:” ¡Chaqui-ta-taj! ¡Chaqui-ta-taj! ¡Chaqui-ta-taj!”.

Pero en medio del baile se detuvo una de las almas y exclamó:

- ¿Qué es lo que huele a carne cruda?

Don Claudio no esperó más y emprendió la fuga.

LAS ALMAS Y EL BOMBO

Una noche volvían a su casa tres músicos: un bombo, un bajo y un pistón. Había ido a “tucapacur” a un pueblo cercano y regresaba un poco chispos. ¿Qué músico no será aficionado a las copas, por las circunstancias mismas de su profesión?

Al pasar por delante de un cementerio se les ocurrió mirar hacia el interior. Dentro había muchas almas, vestidas de hábito blanco, con sus “cucuruchis” en la cabeza y sus cordones a la cintura. Estaban rezando en una capilla que había en el panteón, bien iluminada por multitud de ceras prendidas.

Los músicos miraban curiosamente el espectáculo de las almas que rezaban. Ninguna de ellas parecía inquietarse por la presencia de los mirones. De rodillas y con la cabeza baja rezaban devotamente.

De repente uno de los músicos tocó bien fuerte, por tres veces, el bombo. Entonces las almas se levantaron y saliendo del panteón comenzaron a “siguetear” a los músicos, en especial al que había tocado el bombo. El músico corría desesperadamente, por donde sea, por chacras y cercos, hasta que halló una casa y se metió en ella. Las almas entraron tras él hechas unas furias, y el músico irrumpió en un cuarto donde dormían un hombre y una mujer, que se asustaron muchísimo. En su desesperación, el músico se deslizó dentro de la cama en la que dormía la pareja y se tapó bien, bien con las frazadas.

Sin embargo, las almas entraron al cuarto, abriendo la puerta, y sacaron al músico de dentro de la cama. Se lo llevaron a un barranco y allí lo dejaron muerto.

Mientras tanto los demás músicos habían logrado escapar a sus casas, a donde llegaron todo asustados y después se quedaron dormidos.



LAS ALMAS Y LOS DOS PALOMILLAS

Con una pomposa fiesta se celebraba en un pueblo el matrimonio de dos jóvenes. En las primeras horas de la noche se sirvió un gran banquete. Luego vino el baile y la alegría general. Los novios y sus invitados se divertían en gran forma.

Pero entre la lúcida concurrencia que llenaba la casa, no faltó un par de muchachos palomillas que se divertían por su parte haciendo burlas de mal gusto a las personas mayores. Felizmente pronto se cansaron de seguir con ese género de burlas e idearon otra manera de divertirse, para lo cual salieron de la casa y se fueron en busca de dos sábanas blancas. Con estas sábanas se cubrieron de pies a cabeza, y disfrazados de esta guisa, y aprovechando las sombras de la noche, salieron a recorrer las calles del pueblo. Lo hacían para asustar a los transeúntes. Los pobres campesinos que tropezaban con ellos, salían corriendo llenos de terror, mientras los muy bribones se reían a mandíbula batiente.

Pero pronto escasearon las víctimas en el pueblo, por lo que resolvieron trasladarse a otro lugar cercano, en pos de nuevas víctimas a quienes aterrorizar. Caminando con sus blancas vestiduras llegaron a las afueras del pueblo, hasta un sitio donde se levantaba una capilla. Allí vieron que a la puerta se hallaban dos personas arrodilladas, al parecer rezando. Llevaban largos vestidos, algo así como túnicas blancas.

Los fingidos fantasmas se alegraron, creyendo haber hallado a dos víctimas, y se acercaron silenciosamente para hacerles asustar. Pero quienes resultaron asustándose esta vez, fueron los dos palomillas; pues los que rezaban eran dos almas verdaderas. En la mala hora fueron a tocarlas desde atrás, pensando asustarlas, porque las almas se levantaron y comenzaron a perseguir a los importunos bromistas.

Uno de ellos corrió a ocultarse entre unos trigales, pero las almas le dieron alcance y lo victimaron allí mismo. El otro logró escapar hasta un sitio donde se criaban unos cerdos de gran tamaño. Presa de terror fue a refugiarse entre ellos, ocultándose bajo la barriga del chancho más grande. El animal empezó a lanzar unos tremendos alaridos y las almas no pudieron acercarse, se quedaron a prudente distancia. Tampoco el muchacho osó apartarse de los cerdos. Así se detuvieron durante unas horas, al cabo de las cuales las almas se cansaron de esperar y se retiraron.

Entonces el muchacho salió de su escondite y creyéndose libre de las almas, se dirigió nuevamente a la casa de los novios. Para su desgracia, allí lo esperaban las dos almas. A la entrada de la casa fue atrapado por sus tenaces perseguidoras. En vano quiso disculparse. No le valieron súplicas ni mil perdones. Las almas lo ahorcaron sin misericordia.

Este acontecimiento se divulgó por el pueblo y desde entonces ningún niño de la comarca hizo jamás semejantes burlas.

EL BROMISTA BURLADO

Hállase el joven distrito de Paccha a unos kilómetros arriba de la hacienda Miraflores, al pie de la montaña llamada “Cerro Calvario”. Se llega al pueblo por un empinado camino, a través de un terreno bien accidentado.

Hace cosa de ochenta años, vivía en este lugar una modesta familia, entregada al cultivo de sus chacras y a la crianza de algunas cabezas de ganado. Un vástago de esta familia- que contó con varios hijos varones- nos trae esta real y verídica historia.

Facundo era el nombre del hijo mayor de la ya mencionada familia. Era un mozo alto y musculoso; unos ojos vivos, en un rostro quemado por el sol, y unas manos capaces de destrozar a una res. Incansable de las labores de la chacra, gustaba de las fiestas y jaranas, en especial de las trillas nocturnas.

Precisamente una tarde reseca del mes de junio, cuando las mieses yacían en las eras, amontonadas en grandes parvas, Facundo fue invitado a participar en una trilla nocturna. Ninguna invitación más grata para él. Cuando cerró la noche se encaminó presuroso al lugar señalado. La noche era despejada y fría, como son las noches invernales de junio. Iba contento, silbando en el camino.

De repente le asaltó una idea que le hizo detenerse momentáneamente. Era una idea muy común en esos tiempos entre los jóvenes que querían divertirse a costas del prójimo. Se trataba de disfrazarse de ánimo, con el hábito o mortaja con que se enterraban a los muertos.

Era entonces una creencia corriente, y aún sigue siéndolo en estos tiempos, que cuando una persona está próxima a morir, su ánimo le precede, andando errante en las noches, con el hábito con que va a ser enterrado. Son las almas”caminantes”, que van recogiendo sus pasos de esta vida.

Con esta idea, Facundo volvió a su casa y se disfrazó de ánimo, empleando una gran sábana blanca. Se proponía darles un susto a sus amigos de la trilla.

Iba ahora con su hábito de muerto, cuando frente a él, a poca distancia, distinguió otra silueta semejante a la suya, que blanqueaba en las sombras de la noche. Perplejo y pasmado quedó el mozo. Pero pronto se impuso en él su espíritu jaranista y burlón, y, para mal de sus pecados, pensó que la aparición era uno de sus amigos que había tenido la misma ocurrencia de disfrazarse de ánimo. Con este equivocado pensamiento avanzó, confiado, al encuentro del supuesto disfrazado. Pero vio con sorpresa que el extraño ser huía de él y se escondía entre las sombras de unos oscuros quinhuales. Facundo sonrió pensando en la astucia de su amigo, y con esta seguridad se le acercó aún más. Vio entonces que el esquivo disfrazado (así lo creía él) vestía un verdadero hábito, de esos que llevan los muertos en el ataúd. Y unos grandes rosarios le pendían del cuello. Estaba inmóvil, agachado, como si estuviera contando las cuentas de los rosarios.

Facundo no lo dudó ya que era un amigo suyo que estaba burlándose de él, y para darle a entender que con él no valían esas bromas, cogió del suelo un guijarro y se lo aventó a la cabeza. ¡Nunca lo hubiera hecho! El ánimo pronunció unas palabras gangosas, extrañas, imposibles de comprender, y lleno de furor se lanzó contra el desprevenido mozo. Este esquivó ágilmente el ataque y comenzó a huir despavorido. Recién comprendía su error. Sin quererlo había ofendido a un verdadero ánimo.

Corría por una senda pedregosa y accidentada, con toda la agilidad de sus piernas. A cierta distancia volvió el rostro y vio que el ánimo se le venía encima. Le arrojaba unas piedras que chisporroteaban en el aire y caían ardiendo al suelo. Fatigado de tanto correr, y por lo áspero del camino, dio un tropezón y cayó a tierra.

Aquí se interrumpe la historia, porque Facundo dijo que después de la caída no recordaba nada, hasta que apareció en su lecho.

Tendido en mitad del camino lo hallaron sus amigos que regresaban de la trilla. Estaba aún vivo, aunque apenas respiraba, y arrojaba espuma por la boca. Lo llevaron a su casa, lo pusieron en la cama, y con algunos medicamentos caseros que le aplicaron, pudo volver en sí y luego de hablar. Cuando terminó de relatar su terrorífico encuentro con el ánimo, expiró, en medio de los sollozos de sus padres y amigos.

“LA BROMA CUESTA CARO”

Cierta vez ocurrió en Huamalí risueña ciudad del Valle del Mantaro, un suceso de graves consecuencias.

Como es sabido, durante los meses de junio y julio, las gentes de nuestros poblados salen al campo a recoger el rastrojo del trigo recién segado; operación que llevas a cabo de día o de noche, indistintamente. Esta paja se guarda en la pajera, en grandes pilas adosadas a la pared. Es muy estimada de los campesinos que la usan como forraje para sus animales o como combustible en la cocina, para encender o avivar el fuego.

Una noche de luna y de cielo estrellado, salieron dos señoras y cinco muchachos a coger paja a un paraje llamado “Piramen”. Para llegar a dicho sitio tenían que pasar por delante del panteón y después por un puente que cruza el cauce hondo y oscuro de un torrente.

Dos jóvenes mataperros, enterados de la salida de esta persona, decidieron hacerlas asustar con el único fin de chancearse. A este efecto se proveyeron de sendas sábanas, con las cuales se disfrazaron lo mejor que pudieron para simular las figuras de dos almas. Luego se fueron a apostar debajo del puente y allí esperaron emboscados el retorno de sus víctimas.

Serían las once de la noche cuando las dos señoras y los cinco muchachos regresaban de su faena campestre. Venían cargados con sendos “tercios” de paja y platicando en el camino. Casualmente la conversación giraba sobre historias de almas y aparecidos, quizá porque la noche y el lugar solitario eran propicios para tales fantasías. Con lo cual venían temerosos y con el corazón palpitante.

- Dicen que este puente es “pesado” – decía una de las señoras al aproximarse al puente - . aquí paran los espíritus malignos

- Será porque el sitio es “sólido” y nadie vive por aquí cerca, sino las almas del panteón- replicó la otra señora.

En este estado de ánimo pasaban el puente, cuando las falsas salieron de su escondrijo agitando las manos y profiriendo roncos gritos. Las señoras y los muchachos arrojaron sus cargas al suelo y comenzaron a correr despavoridos, como si les hubieran nacido alas en los pies. En pocos minutos llegaron a la ciudad y se refugiaron en sus casas, sin ánimo para salir más en la noche.

Entre tanto los mataperros celebraban la broma con grandes risotadas, y se disponían a repartirse el botín caído en el suelo, como eran la paja, las sogas y las hoces, cuando en ese momento salieron del puente dos almas auténticas, vestidas de luto, con la cara blanca, y que venían hacia ellos. Parecía que no pisaban la tierra.

Las falsas almas no pudieron ni moverse. El terror les paralizó los miembros. Empezaron a temblar y a dar diente con diente, como si tuvieran frío de cuartana.los pelos se les erizaron y comenzaron a botar espuma por la boca. Mientras que las almas, con los rostros enojados y los ojos que despedían fuego, exclamaron:

- ¡Ah bribones, blasfemos, blasfemos! ¿Por qué vienen aquí a burlarse de los muertos? ¡Ahora verán, pedazos de atrevidos, el castigo que merecen por faltarnos el respeto que se nos debe!

Y diciendo así arremetieron contra el par de bromistas que estaban más muertos que vivos. Luego desaparecieron y sólo quedaron tendidos en aquel sitio los cuerpos exánimes de los disfrazados.

A la madrugada, enterados los del pueblo del suceso de la noche, salieron acompañando a las personas que habían ido por paja. Grande fue la sorpresa de todos al ver que en el teatro de los sucesos yacían las dos almas que habían realizado el asalto durante la noche. Pero la sorpresa se trocó en pena y llanto al ver que las almas eran dos jóvenes conocidos por el pueblo.

Entonces uno de los señores que se encontraba en la partida, exclamó:

- Señores, este es el funesto fin que tienes los abusivos, pues abusando de la bondad de Dios cometen sus desmanes sin miedo a la religión. Seguramente el cielo ha oído las imploraciones de estas señoras y de estos dos muchachos que anoche fueron por su paja, y ha castigado la irreverencia de estos jóvenes que quisieron burlarse de los muertos. De tal manera, señores, este caso debe servir de ejemplo para que en lo sucesivo todos sepan que LA BROMA CUESTA CARO.

Así termino su peroración el caballero, y seguidamente cargaron con los muertos y se encaminaron a la ciudad. En estos momentos rayaba el alba y en los arboles de Huamalí cantaban los pajarillos. Y seguramente en el más allá las almas de los dos tunantes estaban ya luchando por pasar el caudaloso río que separa el cielo de la tierra.

Aquel día se realizó el doble sepelio de los jóvenes, con acompañamiento general del pueblo y el doblar de las campanas funerales.

UN BANQUETE CON LAS ALMAS

Antiguamente el miedo a las almas y los fantasmas era muy grande. Pero se cuenta que en esa época existió un joven que en sus palabras y sus hechos demostraba que no sentía ningún miedo por las almas. El mismo decía.

- Yo soy recontramacho. Sólo las mujeres tienen miedo. Es ignorancia y la última de las desgracias creer en almas, fantasmas y espíritus. Yo no creo en nada. Así, si yo quiero me voy a dormir al panteón, y puedo sacar un muerto porque sé que el muerto es muerto y es absurdo creer en el alma.

Sus amigos lo conocían por el apodo de “Recontramacho”. Cuando lo veían venir decían: Allí viene el “Recontramacho”.

Un día se encontró con uno de sus tantos amigos. Pero éste era uno que creía en las almas y en el misterio de los santos. Y como la conversación recayera casualmente sobre las almas, este amigo le dijo:

- tú, que te crees guapo, valiente y recontramacho, contéstame a esta pregunta: ¿Crees en las almas o no?

- ¡No!- contestó secamente el guapo.

- Bien, amigo. Ahora te creo guapo y guapo de verdad. Pero, dime, ¿podrías hacer lo que te ordeno para convencerme si realmente eres guapo con las almas?

- ¡Por supuesto!- replicó el guapo con mucho aplomo- Dime no más ¿Qué debo hacer?

- Quisiera que a las doce de la noche vayas a la media pampa con una cera encendida, y de rodillas y mirando el cielo pronuncies con voz clara y fuerte estas palabras: Dignísimas almas, si realmente existís, despejad mi mente la falsa creencia de que no existís.

- ¿Nada más? ¡Pues, encantado!- respondió el guapo.

Y sonriendo le dio su palabra de que iría. Pero en cuanto se encontró solo, empezó a vacilar y a arrepentirse de lo que había prometido, diciéndose a sí mismo:

- ¿Voy o no voy? Está fatal eso de ir a las doce de la noche y a la media pampa. De la cera, en fin, no digo nada, y todavía me voy a ganar una nota de ignorante. Esto está fatal. Eso sería la desgracia más grande. Pero tendré que cumplir, no tanto por lo que vale ese sujeto ni las mil almas o qué se yo, sino una vez más por el encumbramiento de mi personalidad y porque he dado mi palabra. Está muy bien la idea de la cera para alumbrarme y no caerme. ¡pero acude a mi idea una linda! ¿Por qué voy a repetir lo que me encargó ¡Lo cambio por otro! De modo que aunque existan las almas no sepan que contestarme.

Reconfortado con este pensamiento, se fue esa noche a las doce al sitio convenido. Se detuvo allí y levantando la cara al cielo pronunció las siguientes palabras:

- ¡Grandísimas almas, quedan ustedes invitadas a un banquete en mi casa el viernes!

- Apenas terminó de pronunciar estas palabras , una voz misteriosa y rara, que hablaba por las narices le contestó:

- ¡Muy bien, señor! Nadie se opone a su sincera invitación. Pero rogamos a su gentil persona que se digne esperarnos el día citado a las doce de la noche, que es la hora en que podamos venir. Le rogamos también esperarnos solo, con la luz pagada, y usted ocupará el centro de dicho banquete. Y con usted, hasta el viernes.

El guapo quedó completamente aturdido. Volvió a su casa con un miedo y unos pensamiento que lo volvían loco, pesándose mil veces de haber hecho burla a las almas. No durmió toda la santísima noche. Se la pasó pensando como un sabio, porque la vida le presentaba múltiples problemas y resolverlos era muy arduo. En fin, su pensamiento fue del más al menos infinito.

Amaneció inmediatamente se fue a confesarse y pedir consejos a un cura.

El cura le dijo:

- No tienes otro camino que cumplir lo que has ofrecido y si no, expones tu existencia

Desde ese instante la preocupación del guapo fue el banquete. Ya se avecinaba el viernes. El hubiera querido que nunca llegase el viernes. Rogaba porque el viernes se suprimiese del calendario. Pero el tiempo era sordo a los ruegos del guapo. Llegó el viernes. Y en breve llegó las doce de la noche, que él hubiera querido que nunca llegase.

El comedor ostentaba una serie de viandas exquisitas. Las almas iban llegando y entraban con mucha decencia, en columna de a dos, vestidas con unas capas blancas que eran luces en la oscuridad. El alma que se hallaba a la cabeza de la primera columna, le dirigió la palabra:

- Muy señor mío. Cumplo el encargo de mi jefe de hacerle presente nuestro mas caluroso agradecimiento por su invitación tan espontánea que tal vez no las merezcamos nosotras. Pero, en fin, un bien es pagado con un bien y un mal es pagado con un mal, por qué no decirlo, un banquete será pagado con otro banquete.

El guapo se levantó para contestar, pero con un miedo tal que no sabía ni que decir lo único que atinó a decir fue:

- Señores: en este momento me siento… me siento… me siento…

Y se sentó, y sentado terminó diciendo:

- Tengan la bondad de pasar y sentarse

Pasaron las almas y se sentaron a comer. El silencio más profundo reinaba ahora en el comedor y sólo se oía un solo de tenedores. Era que las almas comían.

Una vez terminado el banquete, se pararon todas y dijeron a una sola voz:

- Muchísimas gracias señor.

Y principiaron a salir en orden. Ahora el jefe de la segunda columna hizo uso de la palabra:

- Pocas veces en los vaivenes de la vida ha merecido nuestro valer tan singular invitación, por lo que quedamos profundamente agradecidos y en especial el que os habla; y es laudable y lícito que debe ser retornada, aunque no con una cuchipanda tan alegre como la presente, pero sí con algo semejante y digno de la gratitud inmensa que le debemos. Dígnese, pues, asistir a otro banquete que le ofrecemos con igual sinceridad en el panteón, el lunes a la misma hora. Le rogamos de un modo especial que vaya usted solo, desprovisto de todo, sin cargar nada en su persona. Y con esto, adiós, mi querido amigo, hasta el lunes.

Y las almas se retiraron en la misma forma como habían entrado.

Temblando de miedo, el guapo encendió la luz. La mesa estaba intacta como antes de que llegaran las almas. Ninguna vianda había sido tocada. Aturdido por el acontecimiento, el guapo no durmió en toda la noche, pensando en lo que haría ahora. Pensaba que si asistía a la invitación, las almas lo enterrarían vivo o bien se lo llevarían al cielo, una de dos cosas. Pero más probable le parecía que se lo iban a llevar al cielo, a gozar entre las almas, porque veía en sus palabras y en su proceder, mucho respeto, mucha subordinación y mucho cariño, decencia y humillación ante él.

Al día siguiente se dirigió de nuevo ante el cura a comunicarle lo acontecido, y el cura le dijo:

- Debes asistir a la invitación, de lo contrario tal vez expongas tu vida:

Lo que es el guapo ya no conocía descanso intelectual. Continuaba pensando y pensando. Por fin llegó el lunes y, después, las doce de la noche. A esa hora, el guapo se dirige con paso lento al panteón. A lo lejos distingue unas hermosas luces. El panteón estaba completamente iluminado. Había un gran movimiento de almas. Se oía la banda de músicos que ensayaba el recibimiento. Al acercarse a la puerta, sale la comunidad de almas a recibirle. Qué de aplausos. Qué de vivas y hurras. Pasa por el medio pisando flores. Iba como entre sueños, en medio de una gran claridad. Al fin llegó al centro donde se alzaba una gran mesa dispuesta para el banquete. Allí se le acerca el jefe de las almas, quien le dice tirándole de una oreja:

- Ahora vas a comer todo lo que ves en esta mesa de banquete y si no comes , ya verás!

Las viandas de la mesa estaban preparadas con huesos de muertos mesclados con ciertas vísceras. El guapo se dispuso a comer valientemente y comió a tal punto que su barriga iba ya a reventar. Entonces se le acercó el jefe de las almas y con voz severa empezó a decirle:

- ¡Ah, con que tu eres el incrédulo que no crees en las almas; con que tu eres el recontra macho y con que tu eres el que se mofaba siempre de nosotras! ¡Si vuelves a ultrajarnos y no crees en nosotras tal como en Dios, te vamos a traer aquí y te vamos a enterrar de vivo! Ahora, como único castigo, arrodíllate y agáchate durante cinco minutos.

El guapo hizo lo que le ordenaba el alma. Pero pasaron más de dos horas, durante las cuales se había quedado dormido. Al despertar vio que estaba en el panteón completamente solo y aterido de frío. Se regresó entonces a su casa y nunca más volvió a hacer semejantes cosas en contra de las almas.

EL DIFUNTO QUE SE ANTICIPA

Este cuento lo escuché de boca de mi abuelo don Alberto Canchaya Flores, quien comenzó su relato de esta manera:

“Te voy a contar este suceso, que no es inventado me pasó a mí mismo. Fue por el tiempo que trabajaba en la mina.

Cierta noche me encontraba durmiendo en mi cama, cansado de tanto trabajar, como el que hice aquel día. Dormía con la luz encendida y con la puerta abierta. Dormí hasta cierta hora en que me desperté sobresaltado. Sentí que alguien andaba afuera. Sin darle importancia, cerré lo mismo los ojos y traté de dormir de nuevo. Pero algo extraño me pasó entonces. Me pareció que el cuerpo se me helaba, los cabellos se me paraban y comencé a temblar, como si estuviera botado en la calle. Todo me pareció oscuro. No me daba cuenta tanto si realmente existía.

Todo esto pasó al instante. Mi cuerpo se me adormeció y no sentía nada. Tampoco tenía miedo ya. En esos instantes vi aparecer en la puerta, primeramente una mano blanca que parecía de muerto. Como ya no tenía miedo, seguí viendo. Luego vi que entraba a mi cuarto un cuerpo extraño. Yo más me imaginé que era alguien que me estaba haciendo bromas, pero no fue así, como más adelante lo voy a decir. Entonces sonó un voz ronca que me dijo:

- Señor, usted es un viejo y por lo tanto de confianza. Le voy a decir que soy tal fulano. Mañana a las cuatro de la madrugada voy a ser finado. Le dirá esto a mi familia. No se olvide, por favor.

Cuando la aparición se iba alejar, le dije, reaccionando:

- ¿Quién eres? ¡Tú me estas engañando! ¡Te estás burlando de mí! ¡Me las pagarás muy ca…!

Me quedé con esta palabra en la boca, porque el cuerpo se esfumó misteriosamente.

Yo seguí creyendo que me había engañado. Sin embargo, a la hora mencionada, sacaron de la mina un muerto, al que llevaban directamente a la autopsia.

Allí me enteré que el muerto era el Tal Fulano, con quién había hablado horas antes. Pensé entonces que había hablado no con un ser vivo, sino con el alma de una persona.

Cumplí su encargo. Ese mismo día despache una carta a su familia, que era de un pueblo bien lejano”.

Escuché asombrado este relato, y aunque por el momento pensé que mi abuelo me estaba mintiendo, supe después, por otras personas, que era verdad lo que contaba. Un viejo no puede mentir nunca.

UN DIFUNTO QUE PEDÍA SEPULTURA

Paucar es un lugar solitario, poblado de leyendas que se remonta a los comienzos del siglo XX. El paisaje es bellísimo, con su cielo azul y sus campos de verdes sembríos. Acá y allá se levantan espesas frondas de “pagtes” y “tantales” y árboles de eucaliptos.

Era el mes de agosto. En medio de una chacra, en una mísera chocita hecha de “ujsha”, habitaba un humilde chacarero. Vivía estrechamente, solo y olvidado, conforme al medio, que es de una extrema pobreza. Repentinamente, de la noche a la mañana, dejó de existir. Su cuerpo quedó en la choza, en completo abandono, insepulto, entregado a la putrefacción. Los que lo conocían no se preocupaban por su ausencia, pensando que había hecho algún viaje, y nadie se dignó acercarse a la choza.

A medida que pasaban los días el cadáver cobraba un aspecto más terrible. Se descomponía por completo, convirtiéndose en una forma esquelética, despojado hasta de sus vestidos. Pronto quedó reducido a simple armazón de huesos, a puro esqueleto.

Pero mientras el cadáver se convertía en un montón de huesos, el espíritu del difunto salía a vagar por los campos desde las cinco de la tarde. Llegaba de noche a casa de sus familiares y se ponía a llorar tras la puerta de la calle pronunciando estas palabras en quechua:

- ¡ayyy, tullumi nanan! ¿Imanilma junjalamanqui? ¡Ama chainas caicho! Jumay achucllata yacuiquita upianapajmi; ama fiu caicho, micuipita pulíimi tutanancama. ¡Shamuy huasinita! (¡Ayyy, me duelen mis huesos! ¿Por qué, pues, me han olvidado? ¡No sean así! Denme un poco de agua para tomar; no sean malos, de hambre no más ando hasta que se haga de noche. ¡Vengan a mi casa).

Y se alejaba insistiendo:

- ¡Shamuy! ¡Shamuy! (¡Vengan! ¡Vengan!)

A tanta insistencia la familia pensó en el olvidado morador de la choza y fueron a buscarlo de mañana. No encontraron sino huesos y le dieron sepultura en ese mismo lugar, bajo el techo de su choza.

Pero a pesar que los restos del pobre chacarero hallaron la sepultura que reclamaba, su espíritu no dejaba de asediar a sus “familias” y amigos. Andaba de noche, “guapeaba”, abría la puerta de los corrales y echaba a los animales a la calle. El espíritu vagaba continuamente. Tiraba piedras a los tejados, “tocaba” las puertas. Y los perros aullaban.

Vagando por las calles, esa alma buscaba un medio mejor de salvación.

Parientes y amigos ensayaron diversas cosas, para aplacar al espíritu, hasta que por fin desapareció.

Volvió la tranquilidad al pueblo

y, bajo esa paz, se cantó una misa por el difunto.

UN ENTIERRO VISTO CON ANTELACIÓN

Cierta vez un anciano fue a dormir a la choza de su chacra, para cuidar su sembrío de papas. Era una chacra vecina del cementerio y la choza quedaba solita en esa parte.

Sucede pues que a las doce de la noche, el anciano siente entre sueños, el rumor de unas voces. Se despierta alarmado y, mirando hacia afuera por el hueco de la choza, ve un conjunto de sombras que venían detrás de un ataúd. Todas cantaban y lloraban y al llorar pronunciaban palabras que jamás se escucharon hablar; pero todas hablaban con una voz extraña, de agudo timbre que se sentía a lo lejos.

Ya cerca, el entierro se hacía más medroso, fantástico porque se veía que las personas que acompañaban no pisaban el suelo ni mostraban el rostro. Entonces el viejito, al ver que su cuerpo se crecía y sus pelos se levantaban exclamó:

- ¡Dios mío, sálvame de este “manchachi”!

El grupo pasó por enfrente de la choza y se detuvo a descansar en un sitio muy cerca del cementerio.

En cuanto el entierro entró al cementerio, el anciano se vino a su casa, vencido por el susto.

Pero el caso es que este entierro fantástico anunciaba otro verdadero, porque al día siguiente murió en la ciudad una persona, a raíz de un accidente. Y durante su entierro, la comitiva se detuvo a descansar en el mismo sitio en el que descansó el entierro visto en la noche por el anciano.

Por eso se cree que toda alma anuncia lo que va a suceder.

UNO QUE ROBÓ PARA SU ENTIERRO

Era el tiempo de la cosecha. Debíase abrir la tierra para coger el fruto que ella sabe dar cuando los labriegos la riegan con su diario sudor.

Un campesino pobre tenía varias parcelas de tierra sembradas de papa. El año había sido bueno y los papales estaban que era una bendición. Por eso el campesino llamó a sus dos hijos, todavía menores, y les dijo:

- ¡A ver, muchachos! Este año si vamos a tener buena “safa” de papas. Es necesario cuidar la chacra hasta que saquemos la cosecha. Dicen que hay mucho ladrón. Desde la noche dormirán los dos en la choza.

- Bueno, papá- contestaron los pequeños-, pero en la choza hace mucho frío.

- ¡Mucho frío! ¡para eso están los pellejos que van a llevar! Pero no hay que dormir bien, porque entonces será lo mismo que nada.

Con esta recomendación fueron esa noche los dos chicos a dormir en la choza verde, que se levantaba en el centro de la chacra, cubierta con las matas cortadas del mismo papal. Ambos muchachos eran miedosos, y para conseguir el sueño se envolvieron bien en sus mantas, procurando olvidar todo y no oír nada. Sin embargo la soledad los oprimía y cualquier ruido extraño los despertaba sobresaltados.

Así pasaron varias noches sin novedad alguna. El campesino estaba contento de la guardia de sus hijos. Pero un buen día un ladrón puso sus ojos en el papal. Vio que sólo estaba vigilado por dos criaturas. Entonces concibió el plan de disfrazarse de alma. Con una bayeta se hizo una especie de hábito, y a la medianoche se dirigió a la chacra, llevando un costal. En esos momentos los pequeños dormían con un sueño cargado de miedo. El falso fantasma los despertó imitando el gemido de los condenados:

- ¡Um-m-m! ¡Um-m-m! ¡Um-m-m!

Los chicos, aterrorizados, se asomaron por el hueco de la choza y vieron que un gran bulto vestido de blanco estaba parado a la orilla de la chacra, gritando por narices: ¡Um-m-m! ¡Um-m-m!

- ¡Un ánimo!

- ¡Un condenado!- exclamaron las pobres criaturas y se lanzaron despavoridos al fondo de la choza, envolviéndose las cabezas entre las mantas, sin gritar ni moverse, muertas de espanto.

Mientras tanto el ladrón arrancó las mejores matas de papa y llenó fácilmente su costal, hasta donde podía cargarlo. Luego se fue alejando de la chacra, repitiendo siempre su horrible grito nasal. Los pequeños oyeron que se alejaba más y más, hasta perderse en la distancia.

- ¡Y a se fue!- exclamaron, respirando con alivio.

Pero ni aún así se atrevieron a salir de la choza, y se quedaron temblando de miedo.

Entre tanto el ladrón seguía su camino con su pesado botín a cuestas. Pronto se sintió cansado, y llegando al pie de una capilla, que se alzaba al borde del camino, se puso a descansar. Después de unos minutos de descanso quiso proseguir su marcha, pero sintió que algo le oprimía el cuerpo, no pudo levantarse, y se quedó nuevamente sentado.

En ese punto salieron de la capilla varias almas, con sus hábitos blancos, bailando al son de una música fúnebre que se percibía muy bien. El ladrón se quedó exánime, sin poder hablar. Sintió que se le enfriaba el cuerpo, pero no se desmayó. Las almas seguían danzando a su alrededor. Lo miraban y lo remiraban. Se veía que estaban intrigadas por saber quién era, ya que también llevaba mortaja blanca. De repente uno de los danzantes se le acercó y le preguntó:

- Dime, ¿de qué mundo eres, de este o del otro?

El hombre que ya estaba medio muerto de miedo, respondió:

- ¡Del otro!

Al oír esta blasfemia, todas las almas lo rodearon en actitud amenazadora, agitando sus manos descarnadas. Fue suficiente. El hombre cayó muerto, con el corazón partido de susto.

Llegó el alba. Los primeros caminantes hallaron el cadáver del hombre disfrazado de alma. Al rato acudió más gente, y pronto todo el pueblo se hizo presente. Llegó también el chacarero con sus dos hijos pequeños, y estos no tardaron en identificar al alma que les había robado las papas en la noche. Así lo declararon, y todo el pueblo se enteró de la verdad de lo ocurrido.

La gente comentaba el suceso en diversos sentidos.

- ¡Eso tiene meterse con las almas! - decían unos.

- ¡Nunca es bueno robar a las criaturas! –añadían otros.

Solamente las mujeres del pueblo, con un sentido de caridad, decían:

- El pobre ha robado para su entierro.

EL LADRÓN DISFRAZADO DE ALMA

Hubo una vez en que los vecinos de cierto pueblo no vivían con tranquilidad porque de la noche a la mañana sus casas y sus sembríos aparecían robados. Nadie sabía quién era el ladrón ni lo habían visto aguaitando las casas o las chacras.

Una noche, cuando salía la luna llena, varias vecinas se reunieron en una casa, para “chacchar” y “mishquipar” su coca y conversar acerca de los robos. Conversaban tranquilamente en el corredor de la casa, inundado de luna, mientras pasaban las horas sin sentir. De pronto, a eso de las doce de la noche, una de las ancianas que escuchaba la conversación vio una cosa blanca que se asomó de tras de la pared que daba al patio.

- ¿Imamy huicc? (Qué cosa es aquello?) – gritó alarmada la anciana.

Todos dirigieron la mirada hacia el lugar señalado por la anciana y vieron a un alma con su “cucuruchi” y su hábito blanco.

- ¡Jesús, Jesús, nipacuy! ¡Aycamy chay! ¡Hualmacuna, shalcapacuy! (¡Digan Jesús, Jesús! ¡Qué es esto! ¡Muchachas levántense!) –gritaron todas al mismo tiempo y corrieron despavoridas a ocultarse en la cocina de la casa.

El alma, viendo que nadie había quedado afuera, bajó al patio y se dirigió tranquilamente a uno de los cuartos. Allí se apoderó de las cosas de valor y luego se fue como había venido.

Después de largo rato la dueña y las temblorosas vecinas volvieron al corredor, asustadas y persignándose a cada momento para alejar al mal espíritu. Al ver el cuarto abierto, la dueña de casa entró allá y vio que habían desaparecido sus mejores vestidos. La impresión la dejó paralizada. Luego, sin saber qué hacer, la pobre mujer comenzó a “laclachacurse” diciendo:

- ¡Mamacullay, taytacullay! ¿maillata, chaillata licushajli? (¡Madre mía, padre mío! ¿A dónde, a qué parte iré ahora?)

Sus compañeras que vieron cómo lloraba, “ajchata chutaycul, chutaycul”, también comenzaron a llorar, hasta que otras vecinas acudieron, diciendo:

- ¿Imapita, aycapita ayaypa-ayacuycalcanqui? ¿Imamy pasalun? (¿Por qué, de qué cosa, están ustedes lamentándose? ¿Qué ha pasado?).

Pronto llegaron a saber lo ocurrido, y al día siguiente todo el pueblo sabía la noticia. Algunos lo consideraban como una mentira, no queriendo creer que un alma pudiese robar. Sin embargo, a los pocos días aparecieron otras casas, y aún chacras y huertos robados. Y un chacarero que había ido a cuidar su maizal, contó que había visto al alma robar y alejarse con su “cucuruchi” y su vestido “lapit- lapityal”.

Y así, el “alma” seguía robando y robando.

Los pobladores del pueblo ignoraban que bajo ese hábito de alma se ocultaba un hombre de carne y hueso, que robaba y robaba para pasarse la buena vida. Por culpa de él las buenas almas eran maldecidas e insultadas. A cada nueva fechoría del disfrazado. Los campesinos se desataban en denuestos y envidiaban a los infiernos a las almas inocentes.

Tan repetidas maldiciones e injurias sublevaron al final el honor de las almas buenas, y un día acordaron matar al “alma” para dejar en paz a los campesinos. Encomendaron a una de ellas la ejecución de la sentencia tan pronto como sorprendiese al ladrón en su tarea favorita de robar.

Una noche de luna el ladrón se dirigía a una casa con el propósito de robar. Iba muy confiado y campante, cubierto con su hábito blanco. Al voltear una esquina se encontró frente a frente con el alma buena que había salido del panteón precisamente en busca de él. El alma buena creyó que era uno de la familia y lo saludó diciendo:

- ¡Gungg, gungg!

- ¡Gungg, gungg! –contestó el ladrón.

- ¿Sabes bailar “machitata, chaquitata”

- Sí, se bailar asintió el ladrón aunque temblando de miedo

- Entonces bailemos -dijo el alma.

Y tomando de las manos al ladrón comenzaron a bailar cantando:

Maquitata, chaquitata

Chaquitata, maquitata,

Quinua, taushita.



Chaquitata, maquitata

Maquitata, chaquitata

Mashua aulita.

La buena alma se dio cuenta que su compañero de baile no era de su familia, porque al agarrarle de las manos las sintió calientes y sudorosas. Además no bailaba bien, como bailan las lamas verdaderas. Ya no dudó entonces que había dado con el ladrón a quien buscaba. Sin embargo siguieron bailando y bailando a la luz de la luna, porque a las almas les gusta bailar. De rato en rato se acordaba que debía matar a ese ladrón, pero más podía en ella la afición al baile. Por su parte el ladrón, ya sea por el miedo o por que se sintiese cansado, bailaba cada vez peor. Esta circunstancia comenzó a irritar al alma y recordando nuevamente el encargo de sus compañeras, se decidió a terminar con el ladrón. Así fue que, sorpresivamente, con la fuerza sobrenatural que poseen las almas, le dio un terrible empellón.

¡Bang! Cayó el ladrón al suelo e inmediatamente el alma le “atacó” de tierra la boca hasta dejarlo muerto.

Al día siguiente los campesinos encontraron una cosa blanca tirada en la esquina. Se acercaron curiosos a contemplarlo. La “cosa” tenía habito blanco y “cucuruchi” que le cubría la cara. Fueron a sacarle el “cucuruchi”, y todos, chicos y grandes, lanzaron un “ahhh! De sorpresa al ver a un muerto, con la cara morada, con los ojos “tirau tirauyal” y la boca llena de tierra.

Así descubrieron que aquel que les robaba era un ladrón vestido de alma, que por su codicia y su osadía encontró justo y merecido castigo.

LA MUERTE DE DOS LADRONES

En un pueblo de Tarma vivían, hará un poco más de medio siglo, dos acostumbrados ladrones, llamados Sinchi y Nemesio. Estos malos ladrones aprovechaban de la noche para robar alfalfa, en los sitios donde estaba más crecida. Para entrar a los alfalfares se disfrazaban de almas con sábanas blancas, que les cubrían todo el cuerpo.

Cierta noche fueron al “cerco” de alfalfa de un tal Cayetano. Penetraron por el cauce de una acequia grande que servía de desagüe a las avenidas. En esos momentos el dueño dormía en su choza, junto a una capilla. No sintió a los ladrones y estos se llevaron cuanta alfalfa pudieron cargar.

Al día siguiente Cayetano advirtió que le habían robado la alfalfa. Maldijo mil veces a los cacos y se propuso velar esa noche el alfalfar. Efectivamente, armado de palo y de honda, se puso a rondar el “cerco”, que era extenso y bien cultivado.

A media noche hicieron su aparición los dos rateros, envueltos en sendas sábanas. Al verlos Cayetano los tomó por dos almas. Todo asustado, echó a correr sin mirar atrás, creyendo que las almas lo perseguían. Se le erizó el cabello y tropezando acá y allá se metió a su choza.

Para calmar el susto y el cansancio, se bebió un buen trago de “chacta”, y en seguida se puso a masticar su coca. Al persignarse con la primera hoja decía:

- ¡Hay, cocacha, mamacha, no te chaccho por vicio ni por oficio, sino para luchar con las almas.

Luego se tomó un segundo trago y al terminar de chacchar ya se sentía un poco mareado. Recobrado el valor, salió a divisar que había sido de las almas. Al no verlas, se puso de nuevo a rondar el “cerco”, y al acercarse a la acequia descubrió con sorpresa que otra vez le habían robado una gran cantidad de alfalfa. Comprendió entonces que las almas que le habían hecho asustar, no eran tales almas, sino unos rateros que habían venido por su alfalfa. Nuevamente los maldijo y rogó a Dios que los castigara.

A la noche siguiente volvió a rondar el “cerco” y otra vez le volvieron a robar. Pues al amanecer, sintiéndose rendido, se fue a dormir a su choza; momento que aprovecharon los cacos para robarle.

El señor Cayetano se puso furioso, y no sabiendo a quien quejarse ni a que medios recurrir, armó una “trampa” sobre la acequia por donde entraban los ladrones, y juró cuidar el “cerco” hasta dar con ellos.

Pero mientras hacía tales preparativos, uno de los ladrones acababa de morir esa misma madrugada. Era Nemesio, que se precipitó a un barranco cuando transportaba por una quebrada el forraje robado. Por esta mala suerte su alma andaba llorando por los lugares que había recorrido, y esa noche debía ir al alfalfar a la hora convenida con su compañero.

Por lo que toca Sinchi, ignoraba por completo la desgracia ocurrida a su amigo.

Aquella noche Cayetano velaba el alfalfar dispuesto a atrapar a los ladrones. A cierta hora creyó percibir unas leves pisadas que se acercaban hacia el lado de la acequia. Esgrimió entonces con fuerza su garrote, imaginándose que iba a entrar en lucha. Pero a medida que las pisadas se acercaban, se le iba creciendo la cabeza y se le ofuscaba la mente. Vio entonces entrar un bulto blanco. Entró sin mover la “trampa” y se dirigió tranquilamente al alfalfar. El señor Cayetano creyó reconocer a una de las “almas” que le asustaran en la noche antepasada. Cobrando coraje, lleno de furia con el garrote levantado, se fue tras el presunto ladrón y al llegar a su lado, le atajó diciéndole.

- ¡Qué haces aquí, so pedazo de ladrón! ¿No estás contento con lo que has robado? ¡Si no me pagas no sales vivo de aquí!

Y blandió el garrote amenazadoramente sobre la cabeza del intruso.

- ¡Mátame si puedes! –respondió el bulto con voz enronquecida- hecha el palo sobre mi cuerpo si quieres morir.

El señor Cayetano quiso descargar el golpe, pero sus brazos se aflojaron y cayeron inertes a lo largo de su cuerpo. Se le creció más la cabeza. La saliva se le volvió bien salada y se le salía de la boca, espesa, medio espumosa. El cuerpo insensible no quería obedecerle, por más esfuerzo que hacía. Veía que el bulto seguía hablando, pero no entendía lo que le hablaba, era un murmullo ininteligible. Quiso escapar, pero sintió que sus pies estaban como amarrados y en el aire.

La impresión fue tan fuerte que el señor Cayetano agonizó sin auxilio.

Después de mucho rato llegó el ladrón Sinchi. Venía muy retrasado con respecto a la hora citada. Imaginando que su compañero estaría en plena labor, entró al “cerco” desarmando la trampa, que quedaba muy visible a la luz de la luna. Al entrar vio la blanca figura de su compañero junto al alfalfar, como si estuviese cortando el pasto. Avanzó muy alegre cubierto con su sábana blanca, y llegando al lado de Nemesio le dijo:

- Nemesio, ¿ por qué no me has esperado, sabiendo que yo iba a venir?

- ¡Calla! –replicó el alma con voz cargada de aflicción.

Luego, señalando el cadáver de Cayetano, prosiguió:

- Mira al dueño, se creía muy valiente; me quiso matar con su garrote; en cambio consiguió la muerte; ahí lo tienes sobre el suelo. Podemos recoger todo lo que podamos.

- ¿Cómo lo mataste? –preguntó Sinchi lleno de asombro- ¿Seguramente han peleado todavía?

- No, hombre –contestó Nemesio- sólo con mi presencia ha muerto.

La noche iba pasando. Por el horizonte empezaba a rayar el amanecer.

- ¡Anda, Nemesio apura corta! – exclamó Sinchi un tanto alarmado.

- Espera un momento, que estoy rezando –contestó el alma.

- Mientras tú vas rezando yo iré cortando apuradito –dijo Sinchi- pero para trabajar mejor, me quitaré la sábana.

Y quitándose la sábana que le servía de hábito, comenzó a cortar la alfalfa, apartado de Nemesio. Al rato vio que también su compañero trabajaba, pero sin quitarse la blanca vestidura.

Ambos trabajaban rápidamente, en el mayor silencio. Luego Sinchi recogió la alfalfa que había cortado y formó un grueso atado, listo para salir. Y en espera de su compañero se puso a observar las estrellas que se iban apagando con el amanecer. Mientras contemplaba las estrellas su amigo se le había adelantado y estaba dirigiéndose a la acequia. Sinchi se echó el atado a la espalda y se lanzó en alcance de Nemesio. Caminó presuroso, cruzando por en medio de un papal, saltando los surcos, enredándose en las matas, pero no pudo alcanzarlo. Cuando llegó a su lado, todo sofocado, ya Nemesio lo esperaba a la entrada de la acequia.

- ¿Cómo te vienes sin pasarme la voz? –le reprochó Sinchi, un tanto enojado.

Nemesio no se dignó contestarle. Permanecía inmóvil, mudo, misterioso. Entonces Sinchi que tenía prisa por salir del “cerco” le ordenó:

- Pasa tú primero y recíbeme mi atado.

Muy obediente, el alma pasó por el hueco de la acequia con todo su atado. Sinchi metió el suyo y se puso a empujar pidiéndole por favor a Nemesio que jalara desde afuera, pero al sentir que no le ayudaba se puso a empujar con todas sus fuerzas hasta lograr que pasara.

- ¿Por qué eres malo, Nemesio –le reconvino Sinchi- ¿Qué mal te he hecho yo?

Pero Nemesio no le respondió, echando a andar con su atado a cuestas. Entonces Sinchi se echó el suyo a la espalda y se lo amarró al pecho. Luego alcanzando a Nemesio, le dijo:

- Vamos juntos

Y para que no le adelantara trató de tomarle del brazo, pero su mano dio en el vacío, no agarró nada. Extrañado por este chasco, se le acercó más para verle el rostro, pero no pudo ver nada. Por segunda vez le puso la mano en el hombre y nuevamente su mano no palpó nada.

Entonces se dio cuenta que iba con un alma. Sintió tal susto que le dio como un mareo, no pudo ver ni oír nada, sus piernas se aflojaron y Sinchi cayó al rio, muerto de impresión.



CABEZAS, HUMANTACTAS

LA “CABEZA” QUE SE COMÍA LAS OCAS

En un lugar de las punas habitaba un viejito que tenía por costumbre hacer solear sus ocas para que supiesen más suaves y dulces. Este viejito tenía por amiga a una vieja que vivía en una casa cerca a la suya.

Una mañana el viejo reparó que sus ocas amanecieron “chanchadas”, como si un cerdo ladrón las hubiese dañado. El anciano no tenía cerdos y se quedó confundido sin saber a quién atribuir semejante daño. Lo mismo ocurrió durante las demás noches.

Entonces el viejo se propuso hacer “huaracha” con el objeto de sorprender al misterioso “dañedo”. Era tiempo de luna llena. Sentado sobre un montón de paja y chacchando su coca, el viejo esperaba. De repente, a cierta hora, un grito agudo turbo el silencio de la noche.

- ¡Tac tac! ¡Tac tac! –decía el grito.

- ¡Ah! ¿Qué será eso? –se preguntó el viejo alarmado- ¡”Quinza” será “human”! ¡Me alistaré!

Y el viejo cogió el palo que tenía a la mano y se armó de una rama de “junco”

- ¡Ajá! ¡Con esto lo chaparé si es “human” – exclamó con aire seguro.

En ese momento vio a la “champa-huma” que cruzaba el aire en todas direcciones, muy cerca de él gritando:

- ¡Tac tac! ¡Tac tac!

El viejo levantó la rama de junco y trató de enredarlo en la flotante cabellera, pero la cabeza voladora esquivó el ataque. Con el esfuerzo que hizo el viejo, se le escapó de las manos las ramas de junco, cayendo lejos de él. Solo le quedó el palo. Entonces la “human” se precipitó sobre las ocas.

- ¡Tac tac! ¡Tac tac! – decía dando picadas en el montón de ocas.

El viejo corrió con el palo en defensa de sus ocas. Fue entonces que la cabeza se volvió contra él atacándolo con furia. Volaba en derredor suyo tratando de pasarle por entre las piernas. El anciano sabía que si lograba pasarle por allí moriría sin remedio. Por eso se defendía heroicamente, moviendo su palo en todos sentidos y retrocediendo hasta donde había caído el junco. La cabeza lo atacaba furiosamente, siempre mirando a su alrededor. Felizmente, no sé cómo, el viejo agarró el junco y rápidamente lo hizo enredar en la cabeza “champashrra”.

La cabeza quedó prisionera del viejo. Mirándola a la luz de la luna reconoció que era la de su amiga y vecina. ¡Era ella quien le hacía daño sus ocas! Entonces le increpó así:

- ¡”Chacuarrs”! ¿por qué todas las noches te comes mis ocas?

- Tengo hambre – contestó quedamente la “chacuarrs”.

- ¡Aja! Pues entonces no te suelto ahora –la amenazó el viejo.

Pero la cabeza comenzó a suplicarle diciendo.

- Suéltame, por favor. Ya está llegando mi hora. Ya no volveré a comer tus ocas.

A tanta súplica el viejo dijo al fin:

- Bueno –y la soltó

Pero antes de soltara le pintó la cara con “tishna”.

Al día siguiente el anciano se dirigió a la casa de su vieja vecina y la encontró con la cara tiznada. De esa manera comprobó que la “human” había sido ella.

LA “CABEZA” QUE CUMPLE SU PALABRA

En días de cosecha un viejito dormía en su choza cuidando su maizal. Durante el día tendía sus ocas junto a la choza para que se soleasen, y al anochecerlas recogía. Una noche se olvidó de recogerlas. Al día siguiente las encontró todas dañadas, comidas por allá, por acá. El viejito se incomodo mucho.

- ¡Ahora va a ver el que me ha hecho esta pasada! – dijo.

En la noche dejó tendidas sus ocas en el mismo sitio y se sentó esperando que llegase el autor del daño. De tanto esperar de quedó dormido.

Sería la medianoche cuando se despertó oyendo un fuerte rumor que sonaba a un costado de la choza. Era como si varios cerdos estuviesen comiendo. Volteó hacía allí la cabeza y vio sobre el suelo algo así como una mantilla negra, bien extendida, que se movía de acá para allá. El viejito se mantuvo quieto. De repente la mantilla negra se acercó a su lado. Cobrando coraje el viejo la agarró con las dos manos y vio con sorpresa que era una cabeza de mujer, con una cabellera espesa, negra y larguísima. La sujetó con todas sus fuerzas, pues la cabeza quería írsele de las manos y gritaba con una voz delgadita:

- ¡Cacac! ¡Cacac! ¡Cacac!

- ¡Ajá, con que había sido cabeza quien se comía mis ocas!- exclamó el viejo- ¡Ahora veras no te voy a soltar!

La cabeza seguía haciendo vanos esfuerzos por hacerse soltar, pero viendo que no podía librarse de las manos del viejo, comenzó a rogar diciendo:

- ¡Suéltame! ¡Te pagaré tus ocas! ¡Suéltame, por favor!

El viejo la retenía, sordo a sus súplicas. La cabeza seguía implorando en tono cada vez más lastimero.

- ¡Suéltame ya! ¡Mi cuerpo se va a enfriar! ¡Ve, ya está por amanecer!

Ante tanta súplica y el tono lloroso de la cabeza, el viejo cedió. Pero antes de soltarla le pinto la cara con tizne de sus ollas. La cabeza se remontó ligera y se perdió en las sombras de la noche.

En la mañana del día siguiente el viejito se dirigió a su casa con el objeto de contar el extraño suceso de la noche. Al acercarse a la puerta encontró allí a su hija, que había salido a divisar si venía su padre. Al encontrarse con él le dijo:

- Papá, adentro te está esperando una señora bien vestida, champa-huma, su cara tiznay-tiznay.

El viejo se apresuró a entrar y encontró sentada en el cuarto a la señora de las señas descritas por la muchacha. La señora se puso de pie al verle entrar y le dijo:

- Aquí está lo que te debo por tus ocas.

Y dejándole un chancho se marchó apurada. El viejo la reconoció inmediatamente y grito emocionado:

- ¡La cabeza! ¡Es la cabeza! ¡Es la cabeza! ¡Ha cumplido lo que me prometió!

LA “CABEZA” ENAMORADA

Allá por los años en el que río Yacus era el terror de los jaujinos, existía no muy lejos de sus orillas una casita en la cual vivía una joven llamada Isabel, más conocida por su diminuto de Ichaco. A una cuadra de esta casa, a un costado de ella, vivía un joven que respondía al nombre de Chanti, nombre de cariño de Santiago. Estos dos jóvenes se amaban tierna e intensamente. Pero un mal día llegaron a reñir ásperamente y se separaron.

Chanti se avino muy bien a la separación y pronto se olvidó de Ichaco, pero ella seguía amándolo más y más. Lo quería con locura y no podía olvidarlo. Lloraba largamente su ausencia hasta que empezó a perder el uso de la razón.

Un día, en su desesperación, comenzó a llamar a los diablos del infierno, hasta que se le presentó el demonio de la lujuria y le preguntó:

- ¿Por qué lloras?

- Lloro porque Chanti, antiguo enamorado, no me quiere- respondió Ichaco.

- ¿Quisieras reunirte con él de noche, suceda lo que suceda?- volvió a preguntar el diablo.

- Sí- respondió la muchacha que ya estaba media loca.

- Entonces, si quieres estar con él, reza a las doce en punto de la noche esta oración- le dijo el diablo entregándole un papel con la oración que debería rezar y desapareció al instante.

La joven se quedó medio asustada y medio consolada. Se puso a pensar si debía o no cumplir lo que le había dicho el diablo, hasta que la dominó el miedo y se propuso no fiarse del maligno.

Pero esa noche se despertó a eso de las doce y otra vez sintió la desesperación de verse sola y entre sollozos comenzó a rezar la oración del diablo. A medida que rezaba se iba quedando como adormecida. De pronto, como por arte magia, comenzó a volar su cabeza. Volando llegó a un sitio donde había un montón de ceniza y bajo a revolcarse en ella. Luego llegó a la casa de Chanti. Penetró primero a la cocina y se puso allí a romper ollas. En seguida pasó al cuarto de Chanti, pero como estaba cerrado no pudo entrar y se volvió a su cama.

Al día siguiente la madre del muchacho contaba a sus vecinos lo que había pasado en su cocina. Entonces los vecinos le dijeron que el autor de las averías no podía ser sino el “human tac tac”, y por si acaso volviese esa noche debía esperarle con un manojo de junco para atraparlo y saber quién era.

Se hicieron los preparativos del caso y en la noche esperaron la llegada de la cabeza. Serían las doce de la noche cuando oyeron primero un grito que decía: “tac tac, tac tac” y luego apareció la cabeza volando. Trató de penetrar a la cocina una y otra vez, hasta que fue a caer entre las espinas del junco. Mientras se debatía en la mata espinosa del junco le preguntaron quien era.

- Yo soy Ichaco- respondió la cabeza-, estoy aquí porque quiero mucho a Chanti y quiero casarme con él.

Al decir estas palabras logro zafarse del junco y desapareció en la noche.

A la mañana siguiente, muy temprano, la mamá de Chanti, seguida de su hijo, se fue a la casa de Ichaco. Entraron a su cuarto y hallaron que aún dormía la joven. Entonces vieron que su cara estaba cruzada por ligeros rasguños producidos por las puntas del junco.

En ese instante despertó Ichaco y quedó gratamente sorprendida al ver junto a su cama a su adorado Chanti en compañía de su madre. Esta le preguntó si quería casarse con su hijo y ella le respondió con alegría que sí.

Así fue como se casaron, desapareciendo desde entonces el “human tac tac”. En adelante vivieron felices como dos tórtolos.

UN GAVILAN SE COME A LA “CABEZA”

En un pueblo convivían dos jóvenes enamorados. Como la muchacha vivía sola, el joven iba todas las noches a visitarla y charlar largamente.

Una de esas noches el joven llegó a casa de ella y como de costumbre se acercó a la puerta de su cuarto llamándola por su nombre. Al no obtener respuesta se acercó más a la puerta y volvió a llamar con más fuerza. Tampoco le respondió ella. Sin embargo, a través de la puerta se oía roncar en su cama. Impaciente por este detalle, empujó la puerta y entró al cuarto, pero adentro vio con sorpresa que su enamorada dormía sin cabeza. Entonces el joven se dijo:

- Seguro que se acostó sin rezar. Es por eso que se salió su cabeza y andará convertida en “tac tac”.

Con esta idea se le ocurrió del “tac tac” impidiendo que se pegara de nuevo al cuerpo, para lo cual puso un mate en el cuello sin cabeza. Hecho esto se escondió detrás de la “troja” en espera de la llegada del “tac tac”. No pasaron muchos minutos cuando llegó la cabeza y trató de pegarse al cuello de la muchacha gritando:

- ¡Tac-tac, quic-quic!

Pero no podía pegarse a causa del mate. Cada vez que intentaba pegarse y rebotaba sobre el mate decía el “tac tac”:

- ¡Lac-manatan! ¡Lac-manatan! (¡Lac- no se puede! ¡Lac- no se puede!)

Después de varias veces de vano esfuerzo, el “tac tac” se fue furioso, para regresar de allí a un rato y proseguir en sus intentos de pegarse a su cuello. Como en el momento anterior, el “tac tac” dio sobre el mate y gritó.

- ¡Lac-manatan!

El joven no pudo contener la risa y soltó la carcajada detrás de la troja, con lo que no hizo sino descubrirse. Al sentirle reír, el “tac tac” se abalanzó furiosa sobre él gritando:

- ¡Tac-tac, quic-quic!

Y en seguida se le pegó en el hombre derecho y al pegarse dijo:

- ¡lac-allitan! (¡Lac- qué bien!)

Al amanecer murió el cuerpo de la muchacha porque no se le pegó la cabeza, y el joven salió de la casa con dos cabezas. Así andaba por las calles, aunque con vergüenza. Fue entonces que sus amigos le aconsejaron que se fuese a la Montaña,

Donde podría hacer bajar al “tac tac” para darle frutas.

Efectivamente se fue a la Montaña y llegando al pie de un árbol de papaya le dijo al “tac tac” que se bajase de su hombre para subirse solo al árbol y aventarles papayas desde arriba. El “tac tac” se hizo rogar mucho, pero al fin accedió y se bajo del hombro del joven. Este subió al árbol y desde allí le aventó al “tac tac” varias papayas para que comiese, pero después no quiso bajar para que no se le pegase de nuevo. En vista de lo cual el “tac tac” montó en cólera y volando hacía el árbol se pegó nuevamente en el hombre del joven.

Con esta experiencia el joven volvió sin esperanzas al lado de sus amigos. Pero éstos le aconsejaron que volviera a la Montaña y subiese a un árbol lleno de espinas. Efectivamente, tornó de nuevo a la Montaña y esta vez escogió un árbol de naranjas, cuyas ramas eran pura espina. Le dijo a la cabeza que se bajase para subir a coger naranjas. La cabeza se hiso de rogar como la vez anterior y al fin se bajó. El joven se subió hasta la punta del naranjo, pero no le aventó naranjas ni quiso bajar. Furioso el “tac tac” se puso a gritar y subió volando al árbol en busca del joven, pero al atravesar las ramas espinosas del naranjo sus cabellos se enredaron en las espinas y quedó prendido en el árbol. El joven aprovecho la ocasión para bajarse libre ya de la cabeza. El “tac tac” seguía gritando y de tanto gritar fue oído por un gavilán. Vino este y se lo comió.

De este modo el joven regresó contento a su pueblo.

UN LEÓN SE COME A LA “CABEZA”

Una vez ocurrió un caso muy raro en el caserío denominado “Shunta”. Una pastora se hallaba locamente enamorada de un joven colegial. Pero éste era muy orgulloso y no daba la menor importancia al amor de la apasionada pastorita.

Fueron pasando los días y los meses y llegó la época dulce de la cosecha. Era preciso cuidar las sementeras maduras y dormir en las chozas.

Obedeciendo las órdenes de su padre, el joven colegial fue cierta noche a cuidar su chacra, en el sitio denominado “Jinllo”. Al llegar a la choza se acostó y no tardó en quedarse dormido. Pero a eso de las doce de la noche fue despertado por un ruido extraño que sonaba debajo de la choza. Cuando se asomó para averiguar la causa del ruido, vio con espanto que era una cabeza humana. Era la cabeza de la pastora convertida en “human tac tac”.

Terriblemente asustado, el joven salió corriendo de la choza y tomó el camino de su casa. El “human tac tac” salió tras el persiguiéndolo. De repente lo alcanzó en el trayecto y se le prendió en el hombro, y el joven llegó a su casa con dos cabezas.

Avergonzado y medio perdido el juicio, resolvió irse a las montañas, para vivir allí, lejos de las miradas de sus amigos y conocidos. Sin pérdida de tiempo emprendió el viaje. Caminado día y noche llegó a la región de las tierras calientes y se internó en la selva. El “human tac tac” se reanimó al ver los árboles frutales que desfilaban delante de sus ojos, cargados de frutas sabrosas. Entre ellas vio de pronto la palta y entonces le dijo al joven en quechua:

- Tengo hambre. Quisiera comer aquellas lindas paltas.

El joven se detuvo, compadecido del sufrimiento de su monstruosa compañera, y se dispuso a subir al árbol de paltas. Pero el “human tac tac” le atajó diciendo:

- Antes de subir guárdame en una piedra plana y sube tú solo.

Efectivamente, el joven buscó una gran piedra blanca y el “human tac tac” se posó en ella. En seguida el joven se encaramó al palto más próximo y bajó cargado de varias paltas maduras. En cuanto bajó del árbol el “human tac tac” se puso de nuevo sobre sus hombros. Pero cuando comenzó a comer paltas, dice que todo se le iba por el cuello y le ensuciaba el pecho al joven.

Prosiguieron el viaje internándose cada vez más en la selva. Transcurrieron un día y una noche. Y nuevamente el “human tac tac” se le antojo comer frutas. Pasaban esta vez por debajo de unos árboles de papaya, y la cabeza exclamó en quechua:

- ¡Ay, tengo hambre! ¡Quisiera comer aquellas lindas papayas!

Otra vez el joven realizo la misma maniobra que hizo para coger las paltas. Busco una piedra plana y puso en ella al “human tac tac”. Pero cuando se hallaba en el árbol de papayas, oyó que la cabeza gritaba aterrada, siempre en quechua:

- ¡Apúrate! ¡No me lo vaya a comer! ¡Sálvame! ¡Apura baja!

Era que un león se acercaba y se iba en derechura al “human tac tac” que se desesperaba gritando. El joven se mantuvo quieto en el árbol para ver en que paraba el asunto. Vio entonces que el león cogió la cabeza y se la devoró. Permaneció en el árbol hasta que el león se alejó. Solo entonces bajó y viéndose libre de su horrible carga, emprendió el viaje de regreso a su pueblo.

Aquí termina este cuento de “human tac tac”.

El “human tac tac” es casi siempre cabeza de una mujer y dicen que uno puede librarse de de la cabeza cuando en el momento en que nos pega se le hace topar con cualquier animal.

Yo no sé porque sale el “human tac tac”. Lo cierto es que anda comiendo toda clase de inmundicias.

LOS VENADO DESPRENDEN LA CAVEZA

Cuentan que esta era una señora casada contra su voluntad. Al acostarse jamás sabía rezar para encomendar su alma a Dios. Resultados de estos olvidos fue que una noche, mientras dormía con su marido, su cabeza se desprendió de su cuerpo.

En ese momento despertaba su marido y vio como la cabeza comenzaba a volar por la habitación con los cabellos enmarañados y el rostro monstruosamente deformado. Cual un inmenso moscón que salió de la habitación, lanzando los mismos ronquidos que hacía al dormir.

Levantóse el hombre de su cama y al ver el cuerpo inanimado de su mujer, pensó que no tardaría en volver la cabeza, y para ver en que iba a parar esto, fue a la cocina y cogiendo allí un mate lo puso en el cuello de su mujer, en lugar de la cabeza.

Habría transcurrido tres horas cuando se hoyó el ruido de la cabeza voladora. Entró a la habitación y trató una y otra vez de adherirse al cuerpo de la mujer, pero viendo que se lo impedía el mate, se pegó, a no salir, en el hombro derecho de su esposo.

Desde aquel momento el hombre vivió desesperado. De todo lo que comía tenía que participarle a la cabeza y si no le complacía en esto, le mordía la oreja. Para mayor desgracia todo cuanto comía la cabeza le chorreaba por el hombro, de tal manera que lo tenía todo cubierto de llagas.

Cierta noche llegó a la casa del hombre un viejito pidiendo hospedaje. El hombre le brindó su casa con mucha amabilidad, y aquella noche el viejito se dio cuenta de la desgracia que afligía a su favorecedor. Por eso fue que a determinada hora de la noche se acercó a él y en voz baja, para que no oyese la cabeza le dijo:

- Vete a una cima donde existan venados. sube a toda velocidad espantando a los venados hasta que uno de ellos choque con la cabeza de tu mujer. Verás que al chocar la cabeza volará y tú escaparás.

Efectivamente a los pocos días el hombre le dijo a la cabeza que iban a cazar venados y se dirigió a una alta montaña llena de venados. Una vez en la montaña ocurrió todo cuanto le dijo el anciano. Al escapar los venados, uno de ellos chocó con la cabeza de su mujer y con el encontronazo voló de sus hombros la cabeza, rodando cuesta abajo. El veía rodar la cabeza gritando desesperadamente:

- ¡Sálvame! ¡Sálvame! ¿Por qué me haces este daño?

Pero el corría más y más hacia la cima, y desde lo alto de la montaña contempló como la cabeza, rodando y rodando, fue a caer al rio tormentoso. De este modo quedó libre para siempre de la cabeza.

Este hecho obligó al hombre a contraer matrimonio con una mujer católica, pues la mujer anterior era una mujer sin religión y hasta se aseguraba que aquella noche no fue la primera que salió a volar su cabeza, sino otras noches anteriores y que en todas esas veces se dirigía a los muladares a comer excremento.

LA “CABEZA” QUE SE VA CON EL VENADO

Cierta noche un joven fue a visitar a su novia. Penetró a su casa llamándola por su nombre, pero ella no le contestó. Avanzó hasta su cuarto y sintió que estaba roncando en su cama. Se acercó entonces para despertarla tocándole la cabeza, pero se dio con la inmensa sorpresa de no hallar la cabeza donde debía estar. ¡Su novia estaba sin cabeza!

Después de meditar un rato el joven dijo:

- No hay caso que esta mujer esta andando de “tac” “tac”. Pero ahora vamos a ver qué es lo que ocurre.

Y diciendo así puso un mate en el cuello de su novia y luego se escondió en un rincón del cuarto, esperando que llegase la cabeza. En efecto al poco rato entró la cabeza revoloteando, pero cuando quiso pegarse al cuello no pudo. Varias veces intento intentó hacerlo, diciendo en cada vez:

- ¡Allicho! ¡Allicho! (¡No está bien! ¡No está bien!).

El joven que observaba las maniobras de la cabeza, aguantaba la risa y al fin largó la carcajada. La cabeza al descubrir a su novio se pegó sobre su hombro.

Ahora el joven andaba con una cabeza más sobre sus hombros. Y la cabeza quería comer y tomar. Pero todo lo que comía y tomaba se escurría a la ropa de su amante, que por eso llevaba los vestidos continuamente sucios.

Un día se le ocurrió al joven ir a la iglesia a confesarse, disimuladamente.

- Taita -le dijo al sacerdote- ¿Qué puedo hacer que la cabeza del “tac” “tac” se ha pegado en mi hombro?

Y el sacerdote le respondió:

- Hijo, tienes que irte a alguna montaña o bosque donde haya frutas y animales ariscos, como el venado, la taruca, el huanaco, etc. Etc. – y le explicó de una manera reservada lo que tenía que hacer.

Dicho y hecho. El joven se fue a la montaña con la inseparable compañía del “tac” “tac”. Pasaron por debajo de varios árboles frutales. De pronto pasaron por debajo de un árbol de granadas y la cabeza exclamó con avidez:

- ¡A, quisiera comer esas granadas!

Y el joven le respondió:

- Si te bajas de mi hombro subiré a cogerlas.

Pero el “tac” “tac” no quiso bajarse, y así siguieron caminando hasta que otra vez pasaron por otro árbol de granadas y el “tac” “tac” exclamó en quechua:

- ¡ay, huicllata micuycuman, camas munapaicú, camas, sucllata miculcuman, simijllami yaculyacuycan! (¡Ay, aquellas sí quisiera comer, se me antoja mucho, mucho, siquiera una quisiera comer, se me hace agua la boca viéndolas!)

El joven le respondió

- Bájate para subir.

Y el “tac” “tac” se bajó. El joven comenzó a trepar el árbol con toda libertad, pero mientras estaba trepando salió del monte un venado que pasó corriendo a toda velocidad. El “tac” “tac” pensando que se fugaba su amante, se fue tras el venado gritando:

- ¡Ama dejamaicho! ¡Ama dejamaicho” (¡No me dejes! ¡No me dejes!).

Y no volvió más.

De este modo el joven se liberó del “tac” “tac”.

EL HUMAN “TACTA” ALMA CONDENADA

Un día de mayo don Jacinto tendió su cosecha de ocas en el patio de su casa para endulzarlas al calor del sol. Lo hacía por costumbre todos los años. Pero esta vez le aguardaba una sorpresa ingrata, pues a la mañana siguiente encontró sus ocas pisadas, embarradas, partidas y mascadas, como si un cerdo las hubiera dañado. Don Jacinto pensó en el chancho y el burro que tenía al otro lado de la casa, imaginando que se hubieran escapado en la noche para comerse las ocas. Por eso este día aseguró al burro con una fuerte soga y al chancho con una buena puerta en su chiquero.

Pero a la mañana siguiente las ocas aparecieron otra vez dañadas. Y así ocurrió la tercera, la cuarta y las noches siguientes. Don Jacinto no durmió algunas noches tratando de descubrir quien le arruinaba sus ocas. Pero a poco que se dormía o se descuidaba, las ocas aparecían otra vez comidas y partidas. Tanto le preocupó el asunto que una noche don Jacinto se ocultó en el patio y permaneció despierto todo el tiempo. Sería la media noche cuando vio bajar sobre las ocas a un ave negra de gran tamaño, casi como una gallina. Pero apenas se movió don Jacinto, el ave huyó. Al otro día don Jacinto se armó de una honda con ánimo de cazar al ave. Esperó oculto en la noche hasta que a las doce se presentó nuevamente el ave negra. Don Jacinto movió su honda pero el ave escapó en raudo vuelo.

A la mañana siguiente don Jacinto fue a contar a sus vecinos el extraño caso del ave negra, entre ellos a doña Juana, una señora anciana, con más de ochenta años, quien le aconsejó de esta manera:

- Este, que te perjudica tus ocas, es el “tac” “tac”. Seguro que alguien está viviendo aquí con su pariente. Para que lo conozcan pon juncos sobre las ocas, allí se va enredar su pelo y lo vas agarrar. Le pintas la cara con carbón y después lo sueltas. A la mañana siguiente veras quien es porque va a andar con la cara pintada. Pero cuidado con decirle. “Tú eres quien te comías mis ocas”, ni tampoco: “Tú volabas de noche”, porque entonces tu mismo vas a morir.

Con estos consejos don Jacinto colocó en torno de las ocas grandes manojos de juncos y en la noche se puso a vigilar. A las doce de la noche se presentó el ave, que no era tal ave, sino una cabeza de mujer que volaba con sus largos cabellos esparcidos al viento. La cabeza trató de pasar sobre los manojos de juncos para comer las ocas, y en ese instante se enredaron sus cabellos en los juncos y no pudo alzar el vuelo.

Al verla así corrió don Jacinto y la cogió por las mechas y vio que era la cabeza de una mujer joven, que pugnaba por zafarse de sus manos. Viendo que no podía escapar, comenzó a rogarle para que la soltase, ofreciéndole pagar el daño de sus ocas y prometiéndole no volver más. Don Jacinto aceptó soltarla, pero antes le pintó la cara con hollín. Luego la cabeza se fue volando.

Al día siguiente se presentó en la casa de don Jacinto una joven, vecina suya, llamada Julia, quien traía la cara pintada con hollín. Era pues el “tac” “tac” de la noche. Pero recordando las advertencias de la anciana doña Juana, don Jacinto no le dijo nada, pero ya sabía ahora quien era la que convivía con su pariente. En efecto dicha joven vivía con su primo.

La cabeza voladora era el alma de Julia, que andaba de noche porque estaba condenándose y nunca llegaría a alcanzar la gracia ni el perdón de Dios.

EL “HUMAN TACTA” QUE ANUNCIA SU MUERTE

Un hombre se dedicaba a cultivar una gran variedad de flores. Lo hacía por gusto porque tenía alma de artista, y también porque sacaba algún provecho vendiendo al público las hermosas flores.

Cuando se casó tuvo varios hijos, y su ocupación favorita no era ya suficiente para sostener a su familia. Entonces se dedicó a la agricultura.

El primer año que sembró tuvo una buena cosecha, figurando entre lo mejor de ella una gran cantidad de ocas. Como en su casa faltaba espacio para acomodar tanta cosecha, dejó las ocas amontonadas en el patio, al aire libre.

Después de algunos días, al levantarse por la mañana, el chacarero observó que las ocas amanecían pisoteadas y dañadas, como si alguien las hubiese arrojado a medio masticar. El fenómeno se repitió durante varias noches y el montón de ocas disminuía sensiblemente.

Desesperado el chacarero fue a contarle su caso a un amigo suyo, que también era chacarero y tenía una larga experiencia en las cosas de la chacra. Este amigo le dijo que el autor de tales perjuicios era el “human tacta”, porque también a él le había sucedido un caso semejante en otra oportunidad. El “human tacta” suele irse de noche a comerse las ocas y cuando se harta de comer se complace en masticarlas y arrojarlas al suelo.

- Posiblemente –le dijo- va a morir uno de tus vecinos y es su alma quien está destruyendo tus ocas. Está comprobado que el alma de una persona que está próxima a morir, anda a altas horas de la noche para arrepentirse de sus pecados y para pedir perdón a sus amistades con quienes a tenido riñas y altercados. De este modo no será condenada en la otra vida. Ahora es necesario conocer si ese “human tacta” es hombre o mujer; para esto te pones a esperarlo durante la noche teniendo a la mano un poco de carbón o de hollín. Al día siguiente es fácil reconocerlo por su cara pintada. Pero si logras conocer quién es la persona que anda e “human tacta”, te callas y guardas to en secreto, porque si lo divulgas, el anuncio cambia y puede morir uno de tu familia y aún tú mismo.

Con estos consejos de su amigo, el chacarero esperó en la noche al “human tacta”, junto al montón de ocas. Efectivamente a cierta hora se presentó el enigmático ser que dañaba las ocas. Llegó volando como un ave negra y cayó encima de las ocas. El chacarero se precipitó sobre él y logró cogerlo, vio entonces que era la cabeza de una mujer simpática, con los cabellos largos y espesos. Era el “human tacta”.

Tal como le dijera su amigo, el chacarero e pintó lacara con hollín y lo soltó sin decirle nada.

Al día siguiente se presentó a la casa del chacarero su vecina, que era una mujer hermosa. Venía a prestarse candela. por las señales de hollín en la cara reconoció en ella a la cabeza que había pintado en la noche , y se sintió conmovido por la suerte que le esperaba a esa pobre mujer.

Efectivamente, tal como lo temía, a pocos días falleció su hermosa vecina y el chacarero sintió muchísimo su muerte.

EL “HUMAN TAC TAC” Y EL “HUIJURO”

Dicen los ancianos que una persona, antes de morir, anda durante siete años recogiendo sus rastros. Cuando una persona está para morir el espíritu empieza a salir del cuerpo muy a menudo en el último año de su existencia. Y también se afirma que pasados ocho días de la celebración del Corpus Christi, taita Dios, como se escogen carneros gordos para despacharlos al camal, tal nos escoge a nosotros designando el día en que vamos a pagar nuestras cuentas.

Si va a morir el individuo creen que es natural que su espíritu recorra la tierra los siete últimos años de su existencia, visitando a sus parientes, llegando a los lugares que más había frecuentado, visitando a las personas con quienes tuvo querellas, haciéndoles asustar si ha contraído deudas con ellas. Con gran sentido moral relatan que si la persona que va a morir a robado gallinas, huevos u uvillos, tal persona está ya condenándose en vida; sufrirá las penas del otro mundo por tantas plumas como tiene la gallina o fibras las ovejas robadas. Es peor si ha robado objetos de hierro, porque dicen que su muerte será tan dura y fría como duro y frío es el hierro.

Después de estas andanzas se le va acercando la hora final. Es cuando por la casa del próximo difunto se hacen presentes, durante la noche, esas nocturnas avecillas que en el lenguaje popular reciben el nombre de “human tac tac” y “huijuro”.

La diferencia entre ambas es la siguiente: si la persona designada para morir es mujer, pasa volando a horas de la noche el “human tac tac”, con graznidos leves y delicados que dicen: “Quic-quic…quic-quic…quic-quic-quic”.

- ¡Ah! –dicen entonces los que oyen- dentro de algunos días va a morir una mujer, más que seguro.

- ¿Quién será? –preguntan los demás que escuchan.

Y no han unas dos semanas cuando por allí cerca la vecina fulana de tal deja esta amarga o dulce existencia, según los casos, para irse a lado de taita Dios a gozar, o condenada a las altas montañas por sus culpas terrenales.

Igual ocurre con el “huijuro”, otro noctámbulo volador. Se hace presente por alguna casa cuando quien va a morir es un varón. En la negra noche su tétrico graznido suena: “Uij-uaj…uij-uaj…uij-uaj”.

Quienes escuchan el fúnebre anuncio piensan que la muerte se acerca a cargar con un escogido en el día del octavario, mes de Julio.

LA MUJER QUE VIVÍA CON SU PRIMO

Cierta vez una señora iba a su pueblo muy de madrugada, a eso de las cuatro de la mañana. Iba caminando cuando oyó gritar en el aire “tac tac-tac tac”. Levantó la cabeza y vio que era un ave que pasaba por el cielo. La señora sintió miedo y desde ese momento siguió andando intranquila. De repente, un poco más allá, oyó que una voz le gritaba:

- ¡Señora, señora, sálveme de este apuro! ¡Ya va amanecer y a qué hora voy a llegar a mi casa!

La señora partió al sitio de donde partía la voz y halló que quien gritaba era una cabeza de mujer enredada por los cabellos en una mata de junco. Compadecida de sus súplicas la señora se adelantó a desenredarla, pero la cabeza le dijo:

- No, primero dame a morder tu zapato para no morderte a ti.

La señora se quitó el zapato y se lo dio a la cabeza. En seguida le desató del junco. Entonces la cabeza le dijo.

- Yo soy Fulana de Tal, y vivo en tal casa. Para que mañana me reconozcas píntame la cara.

La señora hizo lo que le ordenaba y luego la soltó. La cabeza soltó a su vez el zapato y se fue volando.

Al día siguiente la señora fue a la casa que le había indicado la cabeza y tocó la puerta. Salió a recibirla una mujer joven que era la misma que había hallado en el junco, pues tenía la cara tal como ella la había señalado. Entonces la señora le preguntó:

- ¿A dónde has ido anoche?

- Yo no he salido a ninguna parte –respondió la mujer.

- Sí – insistió la señora-, tú has estado andando anoche , y es que seguro tú nunca rezas o sino vives con tu primo.

La joven se puso roja al escuchar esta acusación, porque en verdad vivía con su primo. Así se lo confesó a la señora y esta la refirió la manera como la había hallado prendida por el pelo a una mata de junco y las señas que ella misma le había dado, antes de volar, para que viniese a verla.

Entonces la joven se arrepintió de todo lo que hacía y ese mismo día fue a casa de su primo y le contó todo lo ocurrido. Desde ese momento no tuvieron más relaciones entre ellos.

LA LEYENDA DEL “QUIC-QUIC”

Había una vez un joven que estaba enamorado de una muchacha. El joven cuidaba su maizal por las noches y con este motivo iba cada tarde a la choza que resguardaba el maizal, llevando su fiambre.

Tarde la noche llegaba el “human tac tac”, que después de comerse el fiambre del joven, le hacía bulla posado en la punta de la choza. Cansado de estas molestias, el joven se dijo una noche:

- Ahora sí que no se me escapa.

Y poniendo un manojo de tantal sobre la choza lo esperó.

El “human tac tac” que le importunaba era su enamorada, a quien se le escapaba la cabeza al amanecer y volar.

Aquella madrugada voló a la choza de su pretendiente y se enredó en el tantal. El joven lo capturó rápidamente y reconoció que era la cabeza de su enamorada. Irritado y confundido por el insólito caso, dejó la cabeza en el mismo lugar y fue a casa de su enamorada en busca del cuerpo. Lo encontró en su cama sin cabeza. Entonces lo envolvió en su poncho, amarrándole las manos con su “huato”, sin dejarle sitio descubierto por donde se pegara la cabeza. Hecho esto volvió a la choza y puso en libertad a la cabeza, después de amonestarle severamente por lo que hacía. En seguida se quedó profundamente dormido.

La cabeza voló a reunirse con su cuerpo, pero como no encontró sitio por donde hacerlo, y como su vida dependía de que al amanecer estuviera pegada a su cuerpo, voló nuevamente en busca del joven y se le pegó en el hombro mientras dormía.

Cuando el joven despertó se sintió horrorizado al verse con la cabeza de su amada sobre los hombros. Gritando y maldiciendo corrió hacia un barranco y se precipitó al abismo. Al caer, su cuerpo se convirtió en un pájaro misterioso que salió volando del barranco.

Es el mismo pájaro que cruza el cielo todas las madrugadas dejando oír su grito doliente que dice:

- ¡Quic-quic! ¡Quic-quic!

Se dice que es el alma del joven sacrificado por el amor, que va despertado a los enamorados para que no se queden dormidos como él.

CONDENADOS SUICIDAS:

NO HAY QUE INSULTAR A LOS CONDENADOS

En las punas de Cachi-Cachi, cerca de Quinlla, existe un barranco muy profundo. A dos kilómetro de este barranco vivía hace tiempo una pequeña familia de ganaderos que tenían por allí su estancia y sus animales. Componían la familia el padre, la madre, un hijo, todavía de menor edad.

Un día el muchacho fue a pastar el ganado por las cercanías del referido barranco. En lo mejor de su tarea, mientras los animales comían pacientemente el escaso ichu de la región, se le ocurrió al pequeño pastor echar un vistazo al fondo del barranco. Así lo hizo, pero cuál no sería su sorpresa cuando abajo distinguió la figura de un hombre solitario que se espulgaba tranquilamente. Mirándolo con atención reconoció en él a un condenado. Pero en lugar de asustarse, y animado por la natural travesura de la edad quiso mofarse del piojoso condenado y comenzó a gritarle con todas sus fuerzas.

- ¡Usarucso! ¡Usahuasi condenado!

El condenado levantó la cabeza y clavó al muchacho tal mirada de rabia, que éste, a pesar de su valentía, quedó convertido en un manso corderito. Lleno de miedo, recogió apuradito sus animales y se volvió a su casa, donde contó a sus padres lo que había hecho con el condenado. La mamá le reprendió severamente por tal acto de temeridad, diciéndole:

- ¡Para qué le has insultado a ese condenado! ¡Ahora va a venir a matarnos a todos! ¡Es preciso escapar antes que venga!

Temblando de miedo la señora fue a divisar la pampa. A eso de las cinco de la tarde vio que el condenado venía con dirección a la casa. Al verlo casi se desmaya del susto, pero cobrando valor, llamó a su esposo para escapar juntos, llevándose con ellos al muchacho. Pero éste, preso de un terror pánico, no quiso salir de la casa, aunque lo arrastraban, por no ver al condenado. Igualmente aterrorizados, no quisieron porfiar más y salieron a escape, dejando en la casa al muchacho, a merced del condenado.

Se alejaron corriendo de la estancia. En su fuga les cerró la noche. Después de haberse alejado una legua, volvieron llorando a la casa para ver qué cosa pasaba en ella. Se acercaron sigilosamente hasta una cuadra de distancia y se detuvieron a escuchar. Un rumor confuso salía del interior de la casa. Cobrando más valor siguieron avanzando hasta llegar a diez pasos de la casa y escucharon. Ahora se hizo más claro y distinto. Se oía el ruido único , inconfundible, horripilante de unas mandíbulas que trituraban, como si un perro estuviese mascando huesos.

Locos de terror, volvieron a huir otra vez. Toda la noche se pasaron llorando y chacchando su coca , hasta que les despertó un ave.

A las seis de la mañana emprendieron el regreso desde una legua de distancia que se habían alejado. A las siete, con pleno sol, estaban en la casa. No estaba ya el condenado, tampoco el muchacho. Solamente vieron la sangre que había corrido por el suelo y algunos trapos rotos, únicos restos de su vestido.

Un gran silencio llenaba la casa vacía, porque el condenado se había llevado todos los animales a la punta de un cerro solitario.

Los padres lloraron desolados la muerte del hijo. Poco después abandonaron la casa y buscaron otro sitio de residencia a donde se fueron a vivir.

EL CONDENADO DE CHUJONPATA

En el pueblo de Chocón se celebraba cierta vez un matrimonio. Y, como es de rigor en tales casos, se hacía derroche de música y de alegría, bebiéndose abundantemente a la salud de los novios.

Entre los familiares de los novios que asistían a la fiesta, se hallaba un señor de Jauja, acompañado de su esposa. Este señor no quiso hacer los honores del caso a las incontables copas de licor que circularon durante el día. Pero al caer la tarde, salió de su retraimiento y comenzó a beber como un descocido, hasta el punto de embriagarse más de la cuenta. Su esposa se alarmó de verlo tan borracho y viendo que ya era de noche, le dijo:

- Ya no tomes más. Vamos a casa. Ya es muy tarde.

Pero el hombre no quiso retirarse ni dejar de beber. Copa tras copa siguió tomando hasta quedar mas borracho que una cuba, sin saber ya ni lo que hacía. En ese estado decidió ir a su casa. Pero su señora se negó a salir diciéndole que ya era muy noche y que podría pasarles algo en el camino y otras razones parecidas.

Caprichoso como todo borracho, el hombre no quiso entender nada y dando tropezones y traspiés se salió de la casa y comenzó a andar por el camino a Jauja, diciéndole a su esposa:

- ¡Si me quieres me acompañarás, si no, no! ¡No eres mi mujer! ¡No te necesito!

Y otras palabras por el estilo. Al escuchar estos dichos, su esposa se resignó a acompañarlo y salió tras él, temiendo más por la seguridad de su marido que por sus amenazas.

Ascendieron penosamente por el camino que va hacia Jauja, hasta llegar a la altura denominada “Chujonpata”, desde donde se divisa el valle de Jauja, y hacia atrás el valle de Yanamarca, con el pueblo de Chocón al pie. Llegados a este sitio, la borrachera rindió al hombre, que se echó al suelo, roncando como un bendito. Su mujer trató de levantarlo. Le rogó, le gritó, le sacudió para que siguiera andando. Todo en vano. El hombre dormía como un tronco.

Los minutos pasaban y ya habían transcurrido bastante tiempo, cuando la señora oyó en el silencio de la noche el grito del condenado, que venía de muy lejos, bramando. Un miedo inmenso hizo temblar todo su cuerpo. El condenado se acercaba. Venía diciendo:

- ¡Siento carne viva! ¡Quiero comer! ¡Estoy con hambre!

Lanzaba estas voces hablando por la nariz. Y se acercaba más al sitio en que estaba la señora más muerta que viva junto a su esposo que no despertaba. Ya se acercaba más aún, cuando ella se levantó por el instinto de la vida y corrió a esconderse en una cueva próxima, llevando consigo a su pequeñuelo. Se introdujo en la cueva y le dio el pecho a su hijito para que no llorase ni hiciese bulla. Allí aguzo el oído para oír lo que hacía el condenado, y escuchó que este se detuvo en el sitio en que había dejado a su marido. Dejó de bramar, y durante un buen rato todo quedó en silencio. Después, nuevamente comenzó a gritar el condenado. Por todas partes se oían sus gritos, en las quebradas y en los cerros. Y se fue alejando poco a poco de esos lugares.

Una vez que se fue el condenado, salió la señora de su escondrijo rogando a Dios para que nada le pasara hasta llegar al lado de su esposo. Pero cuando llegó al sitio en que debía estar solo encontró de él los huesos y los pelos. Al ver esto comenzó a llorar amargamente, y en lugar de continuar hacia Jauja, resolvió volver al pueblo de Chocón, a avisar a sus familiares lo que acababa de ocurrir.

Ante tamaña noticia, fueron todos al lugar de la tragedia y comenzaron a buscar por las quebradas, esperando encontrar a alguien que les diese razón del desaparecido, porque no querían creer que solo hubiese quedado de él huesos y pelos.

De este modo quedó viudo la señora.

Desde entonces se apoderó de todos el miedo al condenado, que aún ahora subsiste en los pobladores de Chocón, pues los que vienen a esta ciudad temen hacerse tarde por el miedo que tienen de pasar por el lúgubre paraje de “Chujonpata”.

LOS CONDENADOS DE “JAMBRAG”

Dos jóvenes paucartambinos, Alvino y Nemesio, estaban enamorados de dos muchachas que eran hermanas y que vivían en un lugar llamado “Huanacanchan”, a tres leguas del pueblo de Paucartambo de Cerro de Pasco.

Una noche de luna convinieron los dos amigos para ir a Huanacanchán, con ánimo de ver a sus enamoradas y darles una sorpresa. Se pusieron en camino, pensando en hacer fácilmente las tres leguas que los separaban de sus dulces tormentos.

Habían avanzado ya unos seis kilómetros y llegando a un paraje denominado “jambrag”, donde se levanta una cruz, de esas que llaman cruz de Mayo, distinguieron, a la distancia de media cuadra, a dos hombres vestidos de blanco, amarrados con cordones negros por la cintura, que estaban arrodillados frente a la Cruz de Mayo.

Semejante escena, a tales horas de la noche, sorprendió vivamente a los dos jóvenes que sintieron un miedo extraño, a tal punto que se les pararon los pelos y comenzaron a temblar. Pero después de ese momentáneo desfallecimiento, se impusieron sobre el miedo, y cobrando valor siguieron avanzando. Al llegar frente a la Cruz ya no estaban los dos hombres o bultos. Habían desaparecido.

Iban preguntándose de camino qué habrían sido aquellos bultos, cuando escucharon a sus espaldas unos pasos que les seguían. Voltearon la vista sorprendidos, pero no vieron nada. Y nuevamente los pasos que les seguían y, por último, escucharon que dos personas venían conversando detrás de ellos.

Ya no les quedó duda de que eran los condenados que les perseguían. Los condenados hablaban en quechua diciendo:

- ¡Jambrag, ñojarag. Jambrag, ñojarag chaquillanchuj, chanquillanchuj tacalushun! (Tú todavía, yo todavía. Tu todavía, yo todavía les tiraremos a los pies!).

Y agregaban en seguida:

- ¡Manchaculcanampa! (¡Para que se asusten!).

Y, en efecto, comenzaron a tirarles piedras a los pies, hasta que ya no pudieron seguir caminando y se sentaron para descansar en in sitio llamado “Rayup-Jajanan”. Aquí se pusieron a conversar de sus enamoradas.

- ¿Estarán allí? - pregunta uno de ellos.

- ¡Seguro! –contesta una voz ronca y nasal

Los jóvenes se sorprenden y dejan de hablar. Y otra vez reina el mismo silencio.

- ¿Nos recibirán? –vuelve a preguntar uno de ellos.

- ¡Ya lo creo! –contesta la misma voz nasal.

De este modo los condenados no les dejaron conversar. Al cabo, los jóvenes se levantaron y siguieron su camino hasta llegar cerca de un lugar llamado “Chillaj-pajcha” que es una catarata más o menos de unos 80 metros de altura. Allí vieron un espectáculo impresionante. Vieron que de la catarata salía una luz y que alumbraba un féretro como si estuvieran llevando un muerto.

Ante esta visión ya no se atrevieron a pasar adelante, porque tuvieron más miedo. En consecuencia se dirigieron a una choza que había por ahí cerca, en un sitio denominado “Ninabamba”. Hasta allí les siguieron también los condenados hablando como gangosos y fastidiándoles. Por fin llegó el día y los condenados desaparecieron.

Ya de día no tuvieron ganas de ir a Huanacanchán y se regresaron a Paucartambo, asustados del caso que les había pasado.

Este suceso les sirvió de ejemplo para que no fuesen lejos a altas horas de la noche.

EL CONDENADO DE MAHR-TUNEL

Había un condenado que durante las noches recorría las altas cordilleras de Mahr-túnel. Según dicen, era un hombre alto, cargado de cadenas, que arrojaba fuego por la boca.

En una de esas tantas noches, dos caminantes que se dirigían a Morococha por el camino solitario, escucharon de pronto un horrible alarido y vieron en la oscuridad a un hombre encadenado que vomitaba fuego. Sorprendidos y aterrorizados los viajeros corrieron para librarse de un ser tan extraño y espantable, pero el condenado se les interpuso en su camino y les dijo:

- Soy Martín Carhuancho. Al dirigirme a Morococha me mató un rayo y Dios no quiere recibirme en el cielo porque en el poyo de mi cocina he escondido dinero robado, que es de Manuel Santos. No les haré nada si ustedes van a Mahr-túnel a entregarle ese dinero robado. También díganle a mi esposa que desempeñe mi anillo de la tienda de enfrente de mi casa.

Los viajeros, que habían escuchado atentamente las palabras del condenado, cumplieron al pie de la letra su encargo y desde ese entonces no se supo más de él. Seguramente Dios lo habría perdonado.

EL CONDENADO DE “RUMI-LLAMA”

Hace mucho tiempo que en el camino de pacte, a orillas del rio Mantaro, durante las noches oscuras, salía un condenado botando candela por los ojos y la boca, del sitio llamado “Rumi-llama” (piedra en forma de llama).

Una noche, en que el tiempo lluvioso ocultaba la luna, pasaban por allí dos amigos valientes, desafiando al susodicho condenado, y parecía que nada les iba a suceder, cuando quién les dice, sienten ambos un ruido extraño entre las aguas del río, semejante al que produce el pavo cuando arrastra la cola. Uno de ellos, creyendo que alguien se bañaba en el río a esa hora de la noche le preguntó al otro:

- ¿Ya estamos en “Rumi-llama”?

- ¡Sí, estamos en “Rumi-llama” –contesta el condenado, hablando entre narices.

- ¿Cómo? ¿Tú me has hablado así? –pregunta a su compañero el joven que había hecho la interrogación

- ¡No! –le contesta aquel lleno de miedo porque también había sentido la voz gangosa.

Impresionados, daron ambos la vuelta y ¡Jesús! ¿Qué vieron? Venía de tras de ellos un condenado horrible, mas negro que el asiento de una olla, echando candela por los ojos y la boca.

Tiritando de miedo, siguieron caminando hacía Acaya, sin darse cuenta como caminaban.

- ¡Rezaremos! – dicen tartamudeando.

Rezaron todo lo que se acordaban, y, mientras rezaban, el condenado se alejaba un poco. Pero en los momentos que dejaban de rezar, el condenado ganaba otra vez camino y volvía a “arremedarles” lo que conversaban ambos. Ya llegaban al pueblo de Acaya, más muertos que vivos, con el condenado que les seguía.

- ¡Reza! “Las vacas” – exclama uno de ellos.

Y el otro obedeció como un sonámbulo, rezando en voz alta esta antigua oración. Al escucharla el condenado se quedó algo atrás, aprovechando de ese momento, empujaron la primera puerta que encontraron en Acaya y se metieron a una casa, casi muertos de miedo.

El condenado no entró a la casa. Al poco rato oyeron sus gritos que se perdían entre los barrancos del Mal Paso, al mismo tiempo que caían sobre las casas de Acaya las pedradas que tiraba el condenado.

Así me contó este cuento de “Rumi-llama” mama Chili una tarde cuando la visité.

Hasta ahora existe esta piedra a orillas del rio Mantaro en el camino a los baños termales. El “Rumi-llama” tiene en el pescuezo un hueco de buen tamaño, y es fama de los cadáveres que arrastra el río, se atracan en ese hueco y, entonces, al pie de la llama de piedra lloran los espíritus su condenación, esperando que un ser vivo los reemplace allí.

EL CONDENADO DE TAMBOR-PATA

En el pueblo de Comas vivía un hombre llamado César Sueña junto con su esposa, Juana Pailamboja. Ambos disfrutaban de buenas condiciones económicas.

Este señor solía ir a la puna a cazar animales y aves. Y, como rico, prestaba dinero a sus paisanos, por veinte, treinta soles, con intereses del 10,15 y a veces del 30 por ciento.

En la puna, a done iba con mucha frecuencia, tenía una cueva donde guardaba en secreto su olla, hacha, rifle, cuchillo, etc.

Un día soñó que un hombre le prohibía que matara a un venado que tenía cintas en las orejas y al cual veía a veces durante el día. El hombre le dijo que si lo mataba le sobrevendría la muerte. En cambio, podía matar a los otros venados que no tenían cintas.

Pero cierto día no pudo cazar ningún venado. Entonces mató al venado con cintas. Luego retornó a su casa en Comas y le contó a su esposa el sueño que había tenido y lo que había hecho con el dicho venado. Por supuesto que su esposa no creyó en la seriedad de tal sueño.

Pasaron algunos meses e inesperadamente se apoderó del hombre una enfermedad que le hizo dormir el sueño eterno.

Tres años después de su muerte, un señor andamarquino estaba de regreso de Satipo, a donde había ido a traer coca, caña y otros productos de la Montaña para su fiesta del 13 de junio. Entre las montañas que separaban a los l pueblo de Satipo y Andamarca, había antes un lugar encantado donde se oía con frecuencia el redoble de un tambor, razón por el que se lo conocía con el nombre de “Tambor-pata” (Colina del tambor). A ocho kilómetros de este sitio, al pie del camino carretero, había una cueva llamada “San José”. A esta cueva llegó el andamarquino a eso de las once del día y se detuvo allí para descansar, chacchar y tomar su trago. Y con el cuerpo descansado continuo su marcha. A unos kilómetros del camino le alcanzó un hombre, que vestía a la usanza propia de ese lugar, con la sola diferencia de su ushcata que llevaba puesta y de un color bastante raro. Este hombre le preguntó al andamarquino:

- ¿De dónde vienes y a dónde vas?

- Vengo de Satipo voy a Andamarca. ¿Y usted? –respondió y pregunto a su vez el andamarquino.

- Yo soy de Comas –contestó el desconocido. Hace tres años que vivo en tambor-pata. Hoy he venido a San Juan a esperar a mis paisanos para encargarles donde mi esposa, pero no puedo encontrarme con nadie porque mientras me quedo dormido, se pasan. Cuando fui cazador en la puna he dejado en mi cueva mi cuchillo, mi rifle, mi olla, mi hacha. Quiero que mi mujer los recoja. Pero cuando voy a mi casa de día mi mujer no me ve. Voy de noche y hay dos espinas que me atajan y no me dejan entrar (estas espinas eran dos “piches”, o sea dos perros pequeños, que criaba su esposa). Mi mujer está vendiendo mis novillos. Dios me ha botado porque he cobrado muchos intereses y quiero que mi mujer devuelva la plata que me han dado por intereses. Me voy a Tambor-pata, dentro de poco iré a otro sitio. Ahora estoy comiendo moscas, en seguida comeré perros y gente para salvarme.

Este hombre era un condenado, botado por Dios del cielo.

Después de haber caminado una legua llegaron a un manantial, en donde el desconocido se agachó para tomar agua. En ese instante el arriero de Andamarca vio que el agua que tomaba el hombre volvía a salir y derramarse por la garganta. Así se dio cuenta que era un condenado. Entonces se alejó a pasos largos y dejó al condenado bebiendo agua en el puquial.

Con esta noticia llegó a Andamarca, donde a poco se llevó a cabo la fiesta del 13 de junio. Entre los músicos que actuaban en ella, había un comasino a quien el arriero le preguntó si había en Comas un tal César Sueña. El músico le respondió diciendo que si había, pero que ya era muerto. Para convencerse, el arriero descubrió los rasgos de ese difunto Sueña, tal como los había visto en el condenado y su descripción coincidía exactamente con las facciones del tal Sueña que el comasino había conocido en vida.

Así termina el relato de este hecho real acontecido hace 40 años en Comas.

EL CONDENADO QUE VINO POR SUS TRIPAS

En el pueblo de Matahuasi había una vez terriblemente avaro. De tan tacaño que era, pesaba diariamente los víveres que entregaba a su mujer para la cocina. Un día le dio para el almuerzo la menudencia de un cordero, y en seguida se fue a trabajar a trabajar a su chacra que quedaba a kilómetros de la casa.

La mujer se entregó con todo empeño a la tarea de preparar el almuerzo para su marido. Tan abstraída estaba en su labor que ni siquiera se dio cuenta que el perro se había comido la menudencia que le entregara su esposo. La buscó por todas partes y al no encontrarla se sintió desfallecer. Debía cocinar, pero no había ahora qué cosa. Pensó a la vez que su marido era brutal y golpeador. Y a tanto llegó su miedo que le inspiró un recurso desesperado. Recordó que el día anterior habían sepultado a un muerto en el cementerio. ¡No había más remedio que sacarle las tripas a ese muerto!

Con esta resolución se encaminó al cementerio, desenterró al muerto y le extrajo los intestinos y el estómago. Con tales vísceras humanas sustituyó la menudencia del cordero y cocinó el almuerzo. Cuando lo tuvo listo, se lo llevó a su marido, quien le recriminó ásperamente por su tardanza. Por su parte, no tardó el avaro en comerse con gusto el picante de tripas que les trajo su mujer volviendo después a su trabajo.

Por la tarde, después de comer, se acostaron todos a dormir. Al poco rato, el marido sintió la voz de un hombre que desde lejos gritaba:

- ¡Mallachaaa! ¡Mallachaaa!

O sea el diminutivo de su mujer, que se llamaba María. Al momento el avaro se puso celoso y volviéndose hacía su mujer le preguntó quién era ese hombre que la estaba llamando en esa forma. Ella le replicó diciendo que en la comarca había muchas Marías. Pero el llamado se repetía cada vez más fuerte y sonaba cada vez más cerca. Hasta que sonó por último en la misma puerta de la casa.

Entonces el avaro se levantó de la cama lleno de cólera y salió a ver quién era ese hombre que con tanto descaro llamaba a su mujer. Pero al abrir la puerta se encontró nada menos que con el dueño de la menudencia que había comido, quien por eso se había vuelto condenado y venía a llevarse a él ya su mujer. En efecto, cogió al tacaño y se lo llevó. No pudo llevarse a la mujer porque está se escondió bajo la cama y cuando el condenado fue a agarrarla, hizo llorar a su hijito, pues sabía que los condenados huyen de la criaturas.

Así fue que sólo se llevó al marido y es probable que en algún lugar solitario habría devorado al hombre tacaño, por cuya culpa su mujer lo había desenterrado y le había sacado las tripas, motivo por el cual se había condenado ahora.

UN CONDENADO QUE REITERA SU SUPLICA

No hace mucho tiempo que en el pueblo de Huertas habitaba un tal Tomás Rodríguez y su señora Juana López. Don Tomas Rodríguez era un ladrón consumado. Robaba fierros, gallinas y otras muchas cosas de sus vecinos, pero sin que nadie cayese en la cuenta de que él era el ladrón.

Un buen día murió repentinamente, sin confesarse. Fue sepultado en el cementerio de Jauja y su viuda le lloró mucho.

Por aquellos días unos arrieros hacían frecuentes viajes a la Montaña, llevando allá ciertos artículos de Jauja y trayendo de la Montaña productos naturales de la región.

En uno de estos viajes, los arrieros atravesaban la cordillera, de regreso a Jauja, con una buena cantidad de mulas. Estaban en plena cordillera cuando les asustó una voz bien fuerte que hacía temblar el suelo y que retumbaba como un trueno y que hacía arremedarse a los cerros. La voz decía:

- ¡Jaaaay! ¡Jaaaay!

Los viajeros se quedaron mudos. La voz continuó diciendo:

- ¡Oooyeee! ¡Hazme ese favor! ¡Dios me ha encadenado en la cordillera!

Los arrieros escucharon llenos de miedo las confesiones y ruegos del condenado y todo asustados siguieron su camino.

Al llegar a Jauja no cumplieron los encargos del pobre condenado, ya sea porque se olvidaron o porque no les dieron importancia. Fue por este motivo que otra vez se llevaron un susto más violento que el anterior. Habían hecho un nuevo viaje a la montaña y estaban ya de regreso, cuando el mismo condenado los detuvo en el mismo lugar. Con voz que atronaba la cordillera, el condenado les decía:

- ¡Oooyeee! ¡Por qué no has avisado mi encargo! ¡Hazme ese servicio de avisarle a mi familia que vive en Huertas, cerca de Jauja! ¡Mi señora es Juana López! ¡Dile que estoy condenado! ¡Estoy sufriendo aquí en la cordillera! ¡Que se lo devuelva a tal fulano sus gallinas, sus fierros, la berreta, que están escondidos en tal parte, y a cambio de su cadena, que la he vendido, que le dé quinua! ¡Hazme ese favor! ¡Dios me castiga! ¡Si no avisas en esta vez te voy a detener de vuelta!

Con estas palabras y conminaciones, los arrieros quedaron muy asustados. Mientras el condenado hablaba se agarraban fuertemente unos a otros. Y allí mismo se comprometieron unos a otros a cumplir el encargo del condenado.

Al llegar a Jauja no se olvidaron del tremendo susto que habían sufrido, por lo que inmediatamente fueron a Huertas y avisaron a la familia del condenado todo lo que éste les había dicho y encargado.

En sus viajes ulteriores los arrieros no recibieron más sustos al atravesar ese punto de la cordillera. No apareció más el condenado, seguramente porque fue perdonado.

COMO HAY QUE ESCAPAR DE LOS CONDENADOS

No hace mucho tiempo que el protagonista de este cuento descansa en el humilde cementerio de Paca-Paccha. Se llamaba don Félix y era uno de esos indios que han acumulado mucha experiencia en su vida, pero ningún dinero en la bolsa para librarse de los rudos trabajos del campo que los agobia hasta los últimos instantes de sus pobres existencias. Como indio curtido había atravesado por algunos transes peligrosos que son corrientes en la vida del indígena, y que él los contaba en su estilo tosco y coloreado. Uno de esos trances que me contó es el que va a continuación.

Era el tiempo de la siega y había que apresurarse a “meter la cosecha”, por lo que don Félix se había entregado con entusiasmo a segar su trigo y su cebada recurriendo a la llamada “Hauraylla”, que consiste en aprovechar las horas de la alta madrugada para avanzar mejor en el trabajo y tener a la salida del sol una buena parte del campo segado.

A eso de las dos de la mañana, con una luna brillante en un cielo despejado, del que caía una recia helada, salió de su casa don Félix con dirección a su chacra, distante un kilometro más o menos. Llevaba consigo su lazo, torcido de fuerte cuero de toro, su hoz y una “uish cata” terciada a la espalda. Iba tranquilamente, entonando una cancón en quechua, por la pendiente que bajaba a su trigal, cuando de pronto sintió que se le descomponía el cuerpo y los pelos se le erizaban de miedo. Presintió entonces que algún fantasma estaba cerca, y, en verdad no se equivocaba. Cuando volvió la mirada hacia atrás, vio a una a una cuadra de distancia que venía un “condenado”, es decir, el alma de una persona muerta de una manera trágica, por asesinato, suicidio o accidente, lo que llaman por “mala suerte”. Estos espíritus no tienen salvación y vagan en las noches por los parajes solitarios, sorprendiendo y causando la muerte a los caminantes que van solos. ¡Cuántos arrieros amanecen así muertos o medio devorados por estos espíritus malignos!

Este condenado era un monstruo horroroso. Tenía la figura de un animal de color negro, con el cuerpo cubierto de gruesas cerdas, un par de orejas grandes como las de un asno y un rabo de más de una vara de largo. Miraba con unos ojos muy brillantes que parecían arder “como candelas en una lámpara”.

El monstruo se acercaba rápidamente, caminando en dos patas. Don Félix, con las piernas que se le doblaban de miedo, echó a correr cuesta abajo; pero el condenado se puso de cuatro patas para correr mejor y en pocos saltos estuvo a punto de alcanzar a don Félix, que corría como un desesperado. En tan críticos momentos recordó haber oído decir a sus abuelos que el mejor medio para esquivar a los condenados era correr hacía una parte alta, porque estos seres malignos tienen la particularidad de perseguir a los que van hacia abajo, pero no los que huyen cuesta arriba.

Inmediatamente don Félix cambió de dirección y se subió a una lomada. El condenado vaciló en su carrera y dejó de perseguirle. Desde la cumbre del montículo, don Félix lanzó entonces una “huapeada” con todas sus fuerzas, desenrollo su lazo y haciendo del extremo una especie de látigo, lo hizo reventar varias veces. El condenado siguió su camino y fue alejándose más y más hasta que por fin desapareció.

Don Félix, que todavía se encontraba temblando del tremendo susto que le causó el condenado, descansó un rato hasta serenarse bien y luego se dirigió a su chacra a cumplir con su trabajo.

Cuando estuvo de vuelta en su casa, al rayar el alba, contó el caso a su mujer e hijos y de este modo la noticia se difundió por el pueblo, y yo lo cuento como me lo contaron.

COMO SE ESPANTA A UN CONDENADO

Cuatro jóvenes del pueblo de Cachicachi resolvieron una vez ir a Tambillo a traer arados, bateas, yugos. Café y otras cosas más, propias de ese lugar. Invirtieron un par de días en alistarse; buscaron burros, juntaron víveres y plata para comprar frutas y prepararon sus armas, pues en esa época no estaba prohibido llevar armas en los pueblos.

Una fresca mañana, llenos de entusiasmo, partieron los cuatro jóvenes en su proyectado viaje. El trayecto de Cachicachi a Tambillo lo hicieron sin ningún percance, platicando a ratos y en otros entonando dulces huaynitos.

Así llegaron a Tambillo, donde hicieron sus compras, vendieron los productos que habían llevado y algunos hicieron trueques de sus especies con los de la Montaña. Después de permanecer dos días, emprendieron el regreso, saliendo un atardecer. Atravesaron Huarancayo, Millpu, Ricrán, y al llegar a las alturas de Cayán, un sitio solitario, se detuvieron para dar de comer a los animales y para descansar.

Era más o menos las doce de la noche, con una luna bien clara. Después de hora y media de descanso, reanudaron la marcha. En esos momentos uno de los jóvenes divisó a lo lejos a un hombre que venía de tras de ellos, por lo que le dijo al que iba a su lado:

- José, ¿ves a lo lejos que viene un hombre?

- No, pero será otro que viene de Tambillo –le respondió el aludido.

- Voy a gritar para que nos vea –prosiguió el primero y dicho esto se puso a gritar así:

- ¡Huajoooo…?

El supuesto hombre respondió desde lejos con otro ¡Huajooo…! pero con una voz que parecía venida de ultratumba, con un eco prolongado que conmovía todos los cerros.

- ¿Ya ves que es un hombre? –dijo el que había gritado.

El otro joven, llamado Evaristo habló entonces:

- Me parece que no es hombre porque se está acercando rápido. ¿Recuerdas que no hace rato estaba lejos?

Pedro, que era el más valeroso de los cuatro, les dijo:

- ¡Ustedes son unos cobardes! ¿Qué cosa va a ser si no es hombre?

Entonces el mayor de todos, que hasta allí no había intervenido en la conversación, dijo:

- No, muchachos este parece ser condenado, porque, ¡oigan como suenan sus pisadas!

- ¡Qué va a ser, si viene fumando su cigarro! –dijo el otro riéndose.

- No, eso no es cigarro, es su “resuelto” que sale en forma de candela.

- Si lo agarramos ¿que nos pasaría? preguntó uno de ellos.

- ¡Nos comería!

Entonces el mayor puso término a la conversación ordenando que amarraran en un solo sitio a los burros y que ellos se tendiesen debajo del vientre de los animales, y así se prepararon para agarrar al condenado, sacando de entre sus cosas el “chiquillo”, el “isca”, el peine de cuerno de toro y el “aclay huatrruco”. El mayor dijo:

- ¡Con esto sí lo agarramos al condenado!

No pasarían cinco minutos desde que se a listaron, cuando en un cerro cercano apareció un hombre alto, de rostro bien seco, con las fosas nasales carcomidas y botando candela por la boca.

Los cuatro hombres temblaban de miedo y no podían moverse al ver ante ellos un cuadro espantoso nunca soñado antes. Entonces el mayor, haciendo un esfuerzo supremo, movió el “chiquillo” como queriendo enlazar al condenado y en seguida le tiró con el “isca”. Ni bien hizo esto, el terrible condenado, como por arte de magia, apareció en orto cerro, mucho más lejos, alejándose de los jóvenes. Iba “huapeando”, y al hacerlo, el cerro retumbaba y las piedras se desprendían de lo alto y los pobres jóvenes no sabían dónde estaban. Tenían el cuerpo esponjado y los pelos en punta, muertos de miedo.

Esto es lo que ocurrió con los cuatro jóvenes, que ahora ya son de edad madura, y el que me lo contó recuerda con terror aquel memorable encuentro con el condenado.

COMO DESAPARECIÓ EL CONDENADO

En el pueblo de Huancas, allá por los años 1920, sucedió un trágico accidente que causó la muerte a un hombre que estaba de pasada por el pueblo, cuando a raíz de su imprudencia fue cogido por un toro bravo que lo corneó hasta abollarle los huesos del cuerpo.

Muerto el hombre de esta manera, surgió un grave compromiso para el dueño del animal y también otro compromiso y un problema para los huancasinos, porque a raíz de la “mala suerte” apareció el condenado.

Pues durante ese tiempo el condenado era el rey de Huancas en las noches, porque a partir de las seis de la tarde empezaba a gritar de loma en loma, de abra en abra, diciendo:

- ¡Taita! ¡Taita! ¡Perdóname! ¡Perdóname!

Asimismo huapeaba diciendo:

- ¡Chájay! ¡Chájay! – y empezaba a tocar un instrumento que parecía ser al mismo tiempo de cuerda y de viento. Así entraba a la plaza del pueblo como quién entra con un batallón de soldados: haciendo una gran bulla y llamando al vecindario para acompañarle en la pelea, pues decía a todo momento:

- ¡Ayúdame! ¡Ayúdame” –como si pidiese auxilio al pelear con un enemigo poderoso. En ciertos momentos de la noche empezaba a llorar amargamente y se paseaba de extremo a extremo de la población, hasta que al rayar el alba desaparecía, para reaparecer a las seis de la tarde.

Los huancasinos, enfermos de tanto susto, acordaron cierto día salir en masa a coger al condenado y preguntarle por qué anda así, qué deseaba. Se proveyeron de armas y se alistaron para la noche de ese día. Salieron en momentos en que el condenado apareció huapeando. Se dirigieron a su encuentro, pero aunque eran muchos no fueron capaces de llegar a su lado. Sin embargo le preguntaron de lejos y conversaron como si hubieran conversado con una persona natural. El condenado contestaba repitiendo las siguientes palabras:

- ¡He perdido! ¡He perdido! ¡Perdóname! ¡Perdóname! –pero no decía que cosa había perdido.

Se supone que con esas palabras quería decir “!Sálvame!” por lo que los huancasinos, interpretando el decir del condenado, se dirigieron al sitio en que había sido muerto y para salvarlo acordaron enterrar allí un burro.

En cuanto enterraron el burro, el condenado desapareció como automáticamente.

De esta manera despidieron al condenado y recién los huancasinos pudieron vivir con tranquilidad.

EL BORDÓN DEL CONDENADO

Una noche un condenado se puso a buscar una cueva para guarecerse, porque sentía frío. No pudiendo hallar ninguna entre los cerros, se dirigió a una casa que vio al azar. Esta casa estaba habitada por una señora que vivía con sus seis hijos y dos sobrinos, todos menores de edad.

El condenado encontró la casa a oscuras, porque no tenían luz, y le pidió alojamiento a la dueña, quien accedió gustosa a su demanda. Era una señora muy caritativa, y por eso, sin sospechar que su visitante era un condenado, antes bien queriendo agasajarlo con algo caliente, le ofreció un plato de mazamorra, lamentándose no tener otra cosa que ofrecerle.

El visitante comía produciendo un ruido extraño en la oscuridad. Era que la mazamorra se le pasaba de la boca por debajo de la mandíbula y le caía sobre el pecho, ensuciando todo su vestido. Tan insólito ruido despertó la curiosidad de la señora, y no pudiendo resistirla encendió la candela para hacer luz, no obstante la oposición del visitante. A la luz de la candela vio la señora que el hombre tenía toda la mazamorra en el pecho. Al ver lo cual le dijo:

- ¡Se ha ensuciado el vestido! Iré a traer agua para lavarlo. Acompáñeme.

A lo que el visitante respondió

- No, más bien te daré mi bastón y te amarraré con “aclay huatrruco”.

Apoyándose en el bordón y amarrada a la cintura con la faja del forastero, se dirigió la mujer en busca de agua. Después de llenar su balde iniciaba el camino de regreso, cuando de pronto el bastón comenzó a hablar y le dijo:

- No regreses a tu casa. Ese hombre es un condenado. Ya se ha comido a tus hijos. Ahora vendrá a comerte a ti. Yo también soy una pierna de gente.

Y soltándose de la mano de la mujer, la pierna empezó a caminar y se fue, gritando:

- ¡Anchiraico!!Anchiraico!

La señora quedó asustadísima con este suceso y presa de un terror pánico echó a correr gritando:

- ¡Socorro!!Socorro!

En una cueva cercana distinguió a unos arrieros que estaban descansando. Hacia ellos se dirigió exclamando:

- ¡Socorro!!Auxilio!!Tápenme con sus caronas, con todo lo que tengan, porque el condenado me va a comer!

Al verla así los arrieros se apresuraron a esconderla. Pero ella continuaba diciéndoles.

- ¡Salven a mis guaguas! ¡Vayan con sus “zumbas” a chicotear al condenado! ¡A ver si salvan a mis guaguas!

Ante estas exclamaciones de dolor de la pobre señora, los arrieros se armaron de valor y cogiendo sus hondas fueron a la casa. Allí se encontraron frente a frente al condenado. Entonces empezaron a golpearle con sus hondas. El condenado se defendía con un enorme diente que tenía. La lucha se prolongaba, cuando de pronto cantó un gallo y se hoyó el repique de la campana. Al oír el condenado exclamó:

- ¡Eso es para mí!

Y siguió la lucha. Por segunda vez cantó el gallo y todos dijeron:

- ¡Eso es para nosotros!

Por tercera vez cantó el gallo y los arrieros le dijeron al condenado:

- ¡Eso es para ti!

El condenado huyó a la carrera gritando:

- ¡Mi bordón! ¡Mi bordón!

Pero mientras duró la ausencia de la señora, el condenado se había comido a cinco de las ocho criaturas.

EL CONDENADO CIEGO Y SU BORDÓN

En una estancia de Ricrán vivía una anciana dedicada al pastoreo, teniendo por única compañía la de su nietecita.

Un día, serían las cuatro de la tarde, la anciana recoge su ganado y lo lleva al corral; hecho lo cual se dispone a hacer la merienda para comer antes de que anochezca.

Cocida la merienda, compuesta de papas, ocas y el plato típico del chupecito verde con ají, y cuando se disponían a comer abuela y nieta, sienten afuera un grito extraño, como un gemido muy triste. La abuelita, sin darle, mayor importancia al caso, sigue comiendo. De repente, un segundo grito, más terrible que el primero, pero ya no lejano sino junto a la puerta de la cocina, y aparecen en seguida dos hombres, uno de ellos de figura horrible, y el otro con apariencia de gente buena.

El primero era un condenado ciego y el otro era su bordón que le guiaba porque el condenado no veía nada.

La anciana y su nieta, al ver la horrible figura del condenado, se asustaron y se acurrucaron en un rincón de la cocina. Los visitantes entraron y se sentaron en el poyo que había en la cocina. La mesa era un cajón.

El condenado notó el susto que había provocado su presencia y queriendo ser amable con la dueña preguntó suavizando su voz:

- ¿Por qué me tienen miedo?

- No te tengo miedo – le respondió la señora cobrando valor_ Para que veas te voy a invitar un poco de mazamorra –añadió en un arranque de compasión.

- ¡Gracias mamacuy! (gracias madrecita) –replicó el condenado agradecido.

La anciana le alcanzo un plato de mazamorra que el condenado se puso a comer con gusto. Pero luego, abuela y nieta vieron con asombro que la mazamorra se le salía por el “purishqui” (garganta) y caía al suelo.

El bordón, que tenía lástima de la anciana y su nieta, pidió permiso al condenado para pedir agua a la anciana y acercándose a ella le dijo que saliese afuera con el pretexto de traer agua del puquio y que se escapase porque el condenado quería salvarse asesinándola.

Efectivamente, la anciana dijo que iba a ir por agua porque no tenía a la mano. Entonces el condenado le encargó al bordón que fuese acompañando a la anciana a traer el agua que faltaba.

Cuando la anciana y la nieta salieron, el bordón le aconsejó en el camino para que se escapara a otra estancia donde hubiese más gente porque el condenado quería matarla y convertirla en polvo para salvarse del horrible castigo que sufría, y para darle tiempo de escapar le pidió que a él lo amarrase con los brazos abiertos en cruz, en una piedra, con la faja de su fustán.

La anciana hizo lo que le aconsejaba el bordón. Con la ligadura de su fustán lo amarró en una piedra y luego se fue corriendo seguida de su nieta. Cuando estaban escalando el cerro sintieron un grito inmenso que hacía temblar el cerro. El grito decía:

- ¡Bordón! ¡Bordón!

Pero como este no podía acudir a su llamado, respondió con todas sus fuerzas diciendo:

- “No puedo! ¡Estoy amarrado en la piedra!

El condenado va a ciegas, con cautela, a donde siente la voz de su bordón y lo desata de la peña y le pregunta con voz terrible:

- ¿Dónde está la vieja?

- ¡No sé –respondió el bordón-, amarrándome se ha ido!

Después de una corta discusión ambos regresaron a la choza de la anciana. El condenado estaba irritado y empezó a soltar candela de su boca y lanzarla contra la choza que se convirtió en una hoguera. Soltó tanta candela que en pocos minutos la solitaria choza quedó completamente consumida. Luego acompañado de su bordón se regresó al lugar de su cautiverio antes de las doce de la noche.

Al día siguiente la anciana regresó a su rústico hogar y se sorprendió al verlo destruido por el fuego que lanzo el condenado. Recogió el ganado del corral y se fue muy lejos con su nieta para formar un nuevo hogar.

EL BASTÓN PARLANTE DEL CONDENADO

Cierta vez, en un pueblo apartado, llegó en la noche un condenado a la casa en que vivía una señora anciana y le pidió por favor que le sirviese un poco de comida. Este condenado llevaba un bastón hecho de hueso de un ser humano. La señora, sin imaginar que su visitante era un condenado, accedió gustosa a prepararle la comida que pedía, pero advirtió que le faltaba agua para cocinar, y viendo que el condenado tenía un bastón en la mano le dijo:

- Préstame tu bastón. Voy a ir por agua al puquio.

El condenado aceptó prestarle el bastón, y la señora, apoyándose con una mano en él y llevando en la otra un balde, se encaminó al puquio distante una cuadra de la casa. Cuando ya hubo llenado su balde en el puquio y estaba por regresar, el bastón de hueso habló de repente:

- Señora, chaillaman trrulaicamai; talicamanjam (señora, déjame allí no mas; me va a encontrar; vete, él es un condenado; vete, si no te va a comer; ya me encontrará a mi).

Entonces la señora dejó el hueso y se fue escapando hasta la puna, a donde llegó bien cansada y buscó protección en casa de otra señora, a quien contó el grave trance en que se hallaba. La dueña de casa ofreció ampararla contra el condenado, y allí se quedó:

Mientras tanto el condenado esperaba impaciente la vuelta de la señora. En vista que ésta tardaba más de la cuenta en regresar, se fue a buscarla al puquio y no la encontró allí. Tampoco reparó que su bastón estaba tirado junto al puquio y como le interesaba muchísimo recobrar esa prenda de hueso, creyó que la señora se la hubiese llevado en su fuga, partió tras ella siguiendo sus rastros. De esta manera llegó a la casa donde se había guarecido. Salió a contestarle la dueña de la casa a quien el condenado le dijo:

- Hágame el favor de llamar a la señora que está escondida aquí.

- Aquí no ha llegado ninguna señora –le respondió la dueña de casa.

- Que me dé solamente mi bastón para irme – suplicó el condenado

Entonces la señora que estaba refugiada se apresuró a decirle a la otra donde se hallaba el bastón que pedía el condenado.

- Dice que ha dejado tu bastón junto al puquio; búscalo allí; seguro estará botado –respondió la dueña de casa.

Efectivamente, el condenado volvió al puquio y encontró allí su bastón botado en el suelo, luego se fue siguiendo su destino hasta un lugar muy lejano de éste en que sucedió lo que se cuenta.

UN CONDENADO QUE AZUZA A LOS ZORROS

Entre Yanacocha y Pongos, de la jurisdicción de Yauli, se levanta un cerro muy alto que se llama “Tapatapanieve”, porque todo el tiempo está cubierto de nieve, así en verano como invierno. Contaba mi abuelo que ese cerro era encantado. Vivían allí los condenados y cantaban gallos salvajes a la media noche.

Mi abuelo tenía muchos ganados que pastaban por los alrededores del lugar. Pero como su choza quedaba al pie del cerro encantado, nadie quería ayudarle a cuidar el ganado. Fue por eso que un día obligó por la fuerza al mayor se sus nietos, llamado Juaquín Yarihuamán, de 12 años más o menos, a guardar el ganado.

Juaquín fue allá llevándose a su perro “Guardabosque”, el amigo cariñoso que nunca le dejaba. Habían cuidado el ganado durante todo el día, y por la tarde lo llevaron a su corral, después de lo cual se fueron a la choza a descansar y comer su “millcapa”, o fiambre, que había llevado el muchacho. Terminando el fiambre, Juaquín sacó su tejido de medias y comenzó a trabajar cantando y silbando, mientras que “Guardabosque” salía de la choza y comenzaba a aullar.

Sería las nueve de la noche cuando el pastor sintió en el Tapatapanieve una fuerte huapeada que parecía hacer temblar los cerros circunvecinos. Era el grito del condenado. Juaquín se asustó mucho y “Guardabosque” no pudo ladrar. El condenado parecía alejarse huapeando por la punta del cerro. Entonces Juaquín llamó con todas sus fuerzas a los pastores que estaban en las chozas vecinas, quienes corrieron a agruparse. Y a la luz de la luna, que era bastante clara esa noche, vieron al condenado parado sobre el cerro. En los pies llevaba cadenas cada vez que gritaba salía candela de su boca y de sus ojos.

Cuando el condenado se fue por el cerro de Yanamachay, los pastores se reunieron en una sola choza temerosos de que volviese el condenado. A media noche, cuando todos dormían, “Guardabosque” empezó a aullar. Juaquín se despertó azorado y asomándose aguaitó lo que ocurría afuera. Entonces vio que pasaban seis zorros en pos de un hombre alto y flaco, que no era otro que el temido condenado. Inmediatamente despertó a sus acompañantes que se levantaron en el acto y vieron que el condenado mandaba a los zorros hacia el redil donde estaban las ovejas. Los zorros comenzaron a hacer destrozo y medio en los rebaños sin que los pastores ni sus perros pudieran hacer nada de miedo al condenado, que de rato en rato gritaba y hacía sonar sus cadenas.

Esa noche los pastorcitos se la pasaron rezando, chacchando y temblando de miedo. A penas amaneció, cada cual corrió a ver su ganado y hallaron muertas las panchitas. Todos lloraron sus pérdidas, pensando en el látigo que iban a recibir, pues sus padres creerían que no las habían cuidado bien.

Al poco rato pasó por ese sitio un viejecito de más de 80 años, quien les consoló diciéndoles:

- Hijos míos, no lloren. Ese maldito condenado era mi sobrino. En vida fue un hombre malo, envidioso. Ahora está arrojado del cielo. Taita Dios lo ha botado. Andará en esta tierra hasta cuando los demonios se lo lleven. Ese maldito condenado hace matar nuestros ganados con esos zorros. No sé cómo vamos a desaparecer a ese condenado. Mejor será que yo vaya a Jauja y le avise al taita cura todo lo que nos pasa. El nos dirá lo que debemos hacer para que desaparezca ese condenado amigo de los zorros, que está haciendo acabar a nuestros “uishes” (carneros).

A la noche siguiente los pastores esperaban llenos de miedo la aparición del condenado, pero esta vez estaban en compañía del anciano que les infundía ánimo diciéndoles:

- No se asusten, hijos míos. Cuando llegue ese maldito, voy a salir yo. No hay que tener miedo.

En efecto, hacia la media noche se presentó el condenado, acompañado de los zorro. El anciano le salió al encuentro llevando el Crucifijo en una mano y un látigo en la otra. Al ver el Crucifijo, el condenado lanzó grandes gritos y se arrodilló. Entonces el anciano le interpeló con voz severa:

- ¿Por qué andas tú por acá, malvado Satanás? ¡Y todavía haces matar a nuestros carneros!

El condenado respondió con voz humilde:

- ¡Todo lo hago por envidia! ¡Dios me ha botado porque fui envidioso! Pero ya no andaré por acá. Te encargo que le avises a mi mujer y a mis hijos la pena que estoy sufriendo y aconséjales que no sean envidiosos como yo.

Y haciendo una seña a los zorros, se alejó de aquellos sitios. Los perros, encabezados por “guardabosque” salieron a la carrera en persecución de los zorros que se perdieron al escape.

Desde aquella vez no se oye en Tapatapanieve el grito de los condenados, por sí los zorros bajan de vez en cuando de sus cuevas y se llevan uno o dos pachitos.

EL CONDENADO QUE SE COMIÓ A SU HIJO

Allá por tiempos pasados existía un joven que tenía por enamorada o conviviente a una muchacha en quien llegó a tener un hijo. Un día decidió casarse con la muchacha y con este propósito se la robó y se la llevó fuera del pueblo hasta una cueva, donde resolvió dejarla por un momento con estas palabras:

- De aquí me voy con dirección a mi casa para hacerle saber a mi padre el paso que he dado contigo. Estaré de vuelta dentro de algunas horas.

La mujer y su hijo se quedaron en la cueva. Mientras tanto el joven llegó a su casa a eso de las once de la noche; al tocar la puerta le salió al encuentro su padre que de primera intención le dio un garrotazo en la cabeza, dejándolo muerto.

La intención del padre no había sido matarlo, por lo que la muerte del joven causó gran consternación en la casa. Tres días duró el velorio del cadáver, al cabo de los cuales lo enterraron. Pero esa noche el muerto se levantó del sepulcro en alma y cuerpo, condenado. Llegó a su casa, cogió una olla de patasca y se la llevó a la cueva para la muchacha, que se hallaba casi muerta de hambre.

El condenado tenía la cabeza amarrada con un mantel blanco. Al llegar junto a la muchacha le entregó la ola de patasca diciendo:

- Come tú cuanto puedas. Yo no tengo hambre. Me he demorado porque mi papá me ha pegado y ahora tendremos que irnos lejos de aquí por punas y valles.

La muchacha obedeció. Cargó a su hijo y se fue tras el condenado. Al acercarse la noche se alojaron en una estancia. El dueño les convidó la comida, pero el condenado se abstuvo de comer diciendo:

- Come tú sola que yo no tengo hambre.

La muchacha sola comió y luego se acostaron a dormir. A altas horas de la noche el condenado se levantó y gritó con todas sus fuerzas, haciendo temblar el suelo y rodar piedras de los cerros. El dueño de la casa oyó el terrible grito, pero lleno de miedo no salió a ver lo que pasaba. En cambió, la muchacha no sintió nada y dormía de lo más tranquila.

Así pasaron la noche. Muy de madrugada se levantaron el condenado y su mujer para continuar su viaje. Aquel día caminaron por faldas, cerros y quebradas. Por la noche nuevamente se alojaron en otra estancia. La dueña de ésta era una señora con tres hijos. Esta señora le invitó la comida a la muchacha y está se la ofreció a su marido, pero el condenado rehusó diciendo:

- Come tú sola. A mí no me da hambre.

La muchacha comió sola la comida y luego se acostaron a dormir. Otra vez, a altas horas de la noche, el condenado gritó con fuerza:

- ¡Guáa jaaa iii!

A este grito la muchacha pegó un salto y gritando se metió donde dormía la señora con sus hijos. En ese momento vieron que el condenado salía al patio donde estaban los carneros y empezaba a comérselos. Se los hacía pasar enteritos. La escena era terrorífica. La señora, sus hijos y la muchacha no sabían qué hacer. Sólo atinaron a trancar bien la puerta del cuarto.

Después de un rato y al no sentir más ruido, salieron a ver qué pasaba. El condenado dormía en la cama y en su “pateadera” (sus pies) ardía una cera. Temerosos y preocupados pasaron toda la noche sin dormir.

Al día siguiente, muy de mañana, el condenado se levantó y le dijo a su novia:

- ¡Vamos adelante!

La muchacha obedeció. Pensativa le seguía mientras caminaban por parajes desconocidos. Ya estaban lejos, en una pampa, cuando el condenado le dice:

- Trae a mi hijo. Te ayudare a llevarlo.

La muchacha le alcanzó al niño. El condenado lo tomó en sus brazos, pero de pronto lanzó otro grito terrible:

- ¡Guáa jaaa iii!

Y ante el terror de la muchacha que le miraba, el condenado se comió a su hijo enterito. Después le dice:

- ¡Vamos adelante!

La muchacha iba llorando. Transmontaron un cerro y de pronto ante sus ojos se presentaron seis padres que estaban allí de caza. Cuando estuvo cerca de ellos, a unos cien pasos, la muchacha arrancó a correr gritando:

- ¡Padre! ¡Padre! ¡Sálvame!

Y llegando junto a los sacerdotes se abrazó a uno de ellos. El condenado lanzó un terrible grito y en ese instante empezó a crecerle pelos en el cuerpo y a convertirse en un gigantesco animal que comenzó a comerse las piedras grandes.

Casi muertos de susto, los curas apenas podían arrastrar a la muchacha y escapar todos hacía la ciudad. El condenado se quedó allí.

Llegaron al convento, donde la muchacha se asiló. Al otro día uno de los padre llamó a la muchacha a confesión, y cuando estaba ya en la iglesia le dijo:

- Quédate un momento arrodillada frente al altar y reza hasta mi regreso.

Estuvo la muchacha rezando largo rato, cuando por el techo de la iglesia apareció el condenado y la llamó por su nombre. La muchacha levantó la cara para mirarle y en ese momento el condenado le sacó la cabeza y se la llevó.

Cuando regresó el padre confesor halló a la muchacha sin cabeza. Lleno de pánico llamó a los demás padres del convento, que se admiraron mucho del suceso. Celebraron una misa y luego enterraron el cadáver después de haberle quemado.

EL CONDENADO QUE SE COMIÓ A SUS TRES HIJAS

Cierta vez un hombre y su esposa vivían en su casa con sus tres hijas. Un día, no teniendo cómo ganar los centavos para el sostén de su familia, el hombre resolvió ir a trabajar por las minas, pero su mujer se opuso diciendo que podría pasarle algo por ahí y que la desgracia no faltaba lejos de la casa, y le pidió que se dedicase a algo en el mismo pueblo. Ante esta negativa de su esposa el hombre se quedó, renegando, algunos días más al lado de su familia. Pero otro día faltó el dinero para pagar la deuda que tenía con el dueño de una tienda. Viéndose en estos apuros, el hombre decidió irse sin dar que saber a su esposa, y así lo hizo, saliendo de viaje en la noche sin que nadie se diese cuenta.

Llegó a una mina, donde consiguió trabajo. Y trabajando algunos meses fue pagando las deudas que tenía y comprando una y otra cosa, pensando llegar con ellas donde su familia, que, dicho sea de paso, ignoraba su paradero.

Un día que trabaja lo más contento, como de costumbre, se desprendió un gran bloque de tierra dentro de la mina que sepultó al infeliz minero. Se había cumplido lo predicho por su mujer.

Después de tanto buscar, hallaron el cuerpo del accidentado y lo enterraron en el pequeño cementerio de aquella mina. Luego avisaron lo ocurrido a los deudos del difunto, pero ni la esposa ni las hijas creyeron en su muerte, antes bien, esperaban ansiosos la vuelta del padre que había ido a ganar dinero.

Cuando menos lo pensaban, una tarde llegó el hombre a su casa, cuando ya terminaba el día y comenzaba la noche. La esposa se alegró mucho por su llegada y le hizo pasar a la cocina a cenar. No teniendo otra cosa que cocinar, la mujer preparó mazamorra y le sirvió a su marido. Quiso prender luz, porque estaba oscuro, y comenzó a soplar en la bicharra. No pudo encender la candela, pero al reflejo de las brasas, vio que su marido, que estaba sentado cerca a la bicharra, se había pintado todo el pecho con la mazamorra. La señora se asustó y le preguntó por qué se había pintado el pecho con la mazamorra, a lo que el hombre respondió diciendo que estaba oscuro y no había luz, y en seguida le pidió agua. La señora no tenía agua; entonces el hombre le mandó que trajese agua del manantial con una canasta. Obedeció la mujer y salió de la casa llevando la canasta. Pero ya en el manantial, no podía llenar la canasta a pesar de los esfuerzos que hacía por llenarla.

Mientras ella demoraba inútilmente en el manantial, su esposo aprovechó la demora para comerse a sus tres hijas. Se las comió una por una, terminando con la menor, que no tenía más de dos años.

Al fin la mujer, cansada de sus inútiles tentativas de llenar agua en la canasta, decidió regresar a su casa. Al llegar vio que la tragedia se había consumado. Sus hijas habían sido devoradas y su marido estaba en el patio, con el vientre repleto, sin poder levantarse, esperándola a ella para comérsela también. Felizmente la señora logró escapar y corrió a casa de sus vecinos a pedirles auxilio contar el condenado que se había comido a sus tres hijas.

Pronto se reunieron los más valientes de la vecindad y fueron a la casa de la mujer, donde lograron coger al condenado y amarrarlo con cadenas. Las autoridades del pueblo resolvieron quemarlo, y así lo hicieron. Lo rociaron con kerosene y le prendieron fuego. El condenado ardió. Cuando terminaba de arder, salieron de su cuerpo tres palomas blancas que se fueron al cielo. Perdiéndose entre las nubes. Eran las almas inocentes de las tres criaturas que se había comido el condenado.

EL CONDENADO QUE SE COME A UN BORRACHO

Un hombre del distrito de El Mantaro estaba en juicio con un vecino del mismo lugar, por cuyo motivo, por cuyo motivo venía siempre a Jauja a hablar con el abogado y presentar recursos. Al fin, después de tanto trajinar, ganó el juicio a su contraparte. Ese día había venido el hombre a Jauja con su esposa y de gusto de haber ganado el juicio, se emborracho bien bien. De puro borracho ya no podía caminar. En cambio, su señora no tomo nada.

Era casi media noche cuando al borracho se le ocurrió ir a su pueblo. Pero su señora, que veía los riesgos de caminar a tales horas de la noche, se opuso terminantemente y quiso hacerle quedar en Jauja. Pero su marido no le hizo caso y fue necesario que lo acompañase. Partiendo de Jauja a pie y salieron a la pampa.

Estaban atravesando la extensa pampa de Maquinhuayo, cuando la señora sintió el bramido de un toro que se acercaba más y más. El borracho, en cambio, no sintió nada, porque se había quedado dormido en medio del camino. El bramido era de un condenado que andaba por la pampa. Se estaba acercando, ya llegaba junto a ellos. Entonces la señora dejó a su marido y se escondió detrás de los juncos que bordean el camino.

El condenado llegó bailando y comenzó a comerse el cuerpo del borracho, que no sentía nada y que ni siquiera dio un grito. El condenado se lo comía tranquilamente a vista de su esposa. En esto cantó un gallo en las casas, y el condenado se retiró llevándose el resto del cuerpo.

Por el camino venían pasajeros con varios burros, y entonces la señora salió de su escondite y junto con los hombres fue a ver a su marido. En el suelo no había quedado nada, sólo había quedado unas gotas de sangre.

Con el susto se le había partido el corazón a la señora, así fue que murió a los pocos días.

UN CONDENADO VIAJERO

Como es sabido, en el camino de Chanchamayo existen los temidos condenados de que hablan mucho los viajeros que van por esos sitios y uno de ellos es el siguiente.

Como es costumbre hacer viajes a la Montaña a traer frutas para estos lugares del valle, la mayoría de los choferes prefieren salir de noche para guiarse mejor por los faros. Es así que una noche salió un carro de Jauja que iba por frutas a Chanchamayo. En ese camión viajaban solamente el chofer y su ayudante, éste siempre viajaba atrás y el chofer en la caseta, solo.

Al llegar a un paraje llamado Carpapata, un hombre hizo señales para que se detuviese el carro. El chofer detuvo el camión y el hombre subió a la caseta, yendo a sentarse junto al chofer. Luego continuaron su marcha.

Este pasajero era un hombre raro. Iba callado. Cuando el chofer le conversaba, contestaba con la cabeza agachada y no se hacía ver la cara. Lo mismo fue cuando le invito un cigarrillo, le recibió pero no fumó.

Así, después de tanto viajar, ya estaban cerca de Chanchamayo. En esos momentos vieron a lo lejos que venía un carro en sentido contrario, y como los carros para cruzarse en la noche apagan y prenden su luz, cuando el carro que venía estuvo cerca, el chofer apagó la luz y volvió a prenderla cuando había pasado el otro carro. Pues en ese instante, “para que se dé cuenta el chofer”, ya no estaba el hombre que iba a su lado.

La impresión que sufrió fue tal que se quedó botando espuma y se dio cuenta que había sido un condenado quien había viajado con él.

UN CONDENADO QUE VIAJA EN CAMIÓN

Un camión hacía viajes de la Oroya a Tarma llevando toda suerte de artículos de primera necesidad para los comerciantes de Tarma, y lo mismo, de regreso llevaba a las minas cuestión de verduras, frutas, etc.

El que realizaba este negocio era el tarmeño don Jesús Lavado, propietario del carro. Este señor tenía su casa en Tarma y terrenos cultivables de toda clase de verduras, y en la Oroya también tenía su verdulería.

Un día el señor Lavado salió muy atrasado de la Oroya hacía Tarma. Total, que le cerró la noche en cuanto en cuanto había salido de la ciudad. Llevaba en su carro dos pasajeros y una carga de artículos de comercio. La noche era serena y tranquila. Don Jesús iba junto al chofer fumando su cigarrillo.

Ya estaban a media noche entre Oroya y Tarma, cuando vieron a lo lejos a un hombre que hacía señas para que parase el carro, con mucha exigencia y hasta desesperación. Don José receló entre sí de ese hombre, y estaba dudando entre si sería bueno o no obedecerle. Pero el chofer, que era de coraje le dijo:

- Hagamos parar el carro para ver y saber de dónde es ese hombre y que hace este rato aquí.

- Bueno, pues, para el timón. A ver que diga ese hombre.

Paró el carro y se acercó el hombre-que no era tal, sino un condenado- pidiéndole con mil suplicas que le llevara a Tarma, que se moría de frío en ese campo. El señor Lavado le preguntó de donde era y quien era, a lo que el hombre respondió entre narices “que había sido natural de Tarma y que se llamaba Crisóstomo”.

Don Jesús aceptó llevarlo, pero no en el sitio en que estaban los dos pasajeros, sino en el techo del camión. El hombre subió al techo y el carro continuó su marcha a Tarma. Sin embargo, sin saber por qué, don Jesús y su chofer ya no estaban tranquilos. Iban llenos de temor e impaciencia, interrogándose entre ellos:

- ¿A qué hora llegaremos a Tarma?

De pronto los dos pasajeros que iban junto a la mercadería, oyeron que el hombre que viajaba en el techo roncaba espantosamente. A no poder más, uno de los pasajeros le pasó la voz a don Jesús diciéndole que iban fastidiados con esos ronquidos. Pero don Jesús siguió adelante sin hacer caso. Por segunda vez escucharon el roncar del hombre, pero en tal forma que hacía competencia al motor del carro.

Entonces hicieron parar el camión y don Jesús subió al techo. Pues ….el hombre estaba convertido en esqueleto! Don Jesús se llevó un sustazo como nunca y no sé como volvió a la caseta temblando de miedo.

Faltaba poco para llegar a Tarma y se decidieron a continuar el viaje, de maneras, pero a una velocidad más lenta. De repente, cuando ya estaban en la entrada de la ciudad, sintieron que el motor iba variando, y pararon el carro. Inmediatamente bajó el hombre del techo y hablando entre narices le agradeció a don Jesús por el favor que le había hecho y luego se fue con dirección al panteón grande de Tarma.

Tras de él fue don Jesús para ver dónde iba a parar el hombre. Pues de verdad llegó a la puerta principal del Panteón y desapareció en ese punto. Don Jesús llegó a la puerta y vio que estaba bien cerrada con fuertes candados, de que se admiró mucho.

Sin embargo, recapacitando un poco, don Jesús sospechó la verdad. Hacía mucho tiempo que había muerto un hombre rico de esa ciudad. Pues las características del condenado que había venido en el carro correspondía a las de ese hombre rico que había muerto. Entonces se dirigió inmediatamente al puesto de la Guardia Civil a poner en conocimiento de la policía el raro suceso.

Al poco rato volvió con dos policías y el Alcalde de la ciudad, que venían con el propósito de descubrir la sepultura de ese hombre rico. Efectivamente, la sepultura fue abierta y vieron el esqueleto tal y conforme lo había visto don Jesús en el techo de su camión. Volvieron a tapar la sepultura para volverla a ver al día siguiente, y verdad, regresaron al otro día y vieron que la sepultura estaba abierta por completo.

Era que el rico se había salido condenado en alma y cuerpo por castigo de Dios. De manera que este hombre anda en pos de salvación, porque estando vivo hacía mucho daño a los pobres y era un avaro. Decían que su muerte fue espantosa, como lo sabían todas las gentes de la ciudad.

UN CONDENADO QUE VIAJA EN LOS CARROS

Pasaba el mes de junio en que todos los cerros de esta región mostraban sus sembríos de trigo y cebada con las cabezas rendidas como para caerse por el peso de las granzas que tenían. En dicha época, a eso de las 9 de la noche, viajaba un camión sin carga, con chofer y ayudante en la caseta y un solo pasajero atrás, en la plataforma. Este pasajero era un anciano que iba masticando su coca.

El camión iba de la Oroya a Jauja. Al pasar por el sitio denominado Huari, que queda a media hora de carro de la Oroya, se presentó un hombre arropado en una mugrienta frazada. Se paró en medio de la carretera y levantó el brazo izquierdo en señal de que quería detener el carro. En efecto, el carro se detuvo. Subió el hombre por un costado de la baranda y el carro siguió su marcha.

El hombre encontró al anciano y único pasajero, como ya dijimos, y se puso a conversar con él. El anciano le invitó su coca que el recién subido recibió todo lo más contento. Pero dice que el anciano sentía una conversación gangosa.

De esta manera llegaron hasta Curicaca. Bien sabido es que al pasar por la carretera se ve desde allí el panteón del pequeño pueblo. Pues aquí el hombre de la frazada, con una voz toda gangosa y “chasmada”, le dijo “¡Adiós!” al anciano y se precipitó del carro y se fue corriendo al panteón con sonido de cadenas y levantando llamas rojizas. Era un condenado.

El anciano sintió tal terror que no pudo gritar ni quejarse hasta llegar a Yanachacra, donde los de la caseta bajaron a cenar. Recién el viejecito se llenó de valor y les contó lo sucedido con el otro pasajero. El chofer, el ayudante y todas las personas curiosas que escuchaban el relato trajeron linternas y subieron al carro a ver si era cierto que no estaba el otro pasajero. Pues se cercioraron de los más bien. Sólo vieron la coca masticada por el condenado que estaba regada en montones en el carro, y dijeron en sus comentarios que siempre espíritus de esta naturaleza llevan hueca la garganta, y, por eso, éste dejó pasar la coca y hablaba todo ronco y gangoso.

Después de este suceso siguió su viaje el carro, mientras el anciano se quedó a pernoctar, asustado, en este último lugar.

Al otro día, justo a las 24 horas del primer caso, volvió a aparecer el condenado en el mismo sitio donde se había quedado la noche anterior. Ahora tenía una venda en la cara que le pasaba por debajo de la quijada y asegurada en la parte superior de la cabeza. Esta vez detuvo una camioneta, del mismo modo que lo hizo con el camión. La camioneta iba a Huancayo. El condenado se paró en medio de la carretera obstaculizando el paso del carro, que tuvo que parase a sabiendas que no había sitio para llevarlo. Con todo le dijeron que subiese y se acomodase hacia atrás. El condenado se subió al techo y desde allí paso la voz para que la camioneta siguiese su ruta.

Sin otra novedad llegaron hasta Huancayo. El ayudante subió al techo a bajar los bultos y se tropezó con una cadena mohosa que estaba atada a la canastilla y un montón de huesos humanos atados por la misma cadena. Entonces se dieron cuenta quien era el pasajero misterioso que había subido en Curicaca.

Así termina este cuento de condenados.

LAS CERAS DEL CONDENADO

Era allá por los tiempos pasados, cuando quizá ni aun existían nuestros abuelos, cuando tuvo lugar el hecho que voy a relatar.

Había una mujer pobre que vivía sola, hilando día y noche para ganarse el sustento. En una de esas noches que hilaba, a eso de las doce de la media noche, tocaron su puerta y ella salió presurosa a ver quién era y al abrir se topó con un hombre (que hablaba de una manera rara) que le dijo:

- Señora, hágame el favor de guardar estas ceritas- entregándole un paquete de ceras-; mañana a esta misma hora voy a volver a recogerlas.

- Muy bien, señor- respondió ella recibiendo las ceras y despidiendo al desconocido.

Pero grande fue su sorpresa cuando a la luz del candil, las ceras se trocaron en huesos. Más asustada de lo que se puede imaginar uno, tiró los huesos a un rincón y se pasó toda la noche muy preocupada, sin pegar una pestañada.

Al día siguiente, apenas amaneció, fue en busca del cura de la parroquia, a quien le conto lo contó lo sucedido. El cura le dijo que había hecho mal en abrir la puerta a esa hora y que ahora no había más remedio que esperar a que volviera el condenado para devolverle los huesos, pero cuando volviese no abriría la puerta sola, sino acompañada de seis niños, tres niños y tres niñas. La señora prometió que así procedería.

A la noche siguiente, cuando la mujer estaba en su casa acompañada de sus vecinas y los seis niños, tocaron a la puerta como en la noche anterior. Entonces ella, tomando a los niños, uno en la espalda, otro delante, uno a cada costado y otro en cada brazo, salió a contestar al condenado y le entregó los huesos con la mano izquierda.

El condenado hablando con la nariz, le dijo:

- ¡Ahjá! Sabías ¿no? Considera a esos niños porque si no te hubiera comido!

Y desapareció en el acto.

UN CONDENADO ENAMORADO

Cuéntese este suceso como ocurrido oca en pueblo de Muquiyauyo, hace varios años atrás. Era la época en que aparecen los primeros choclos, y, como es costumbre de todos los años, sus dueños van a dormir en la chacra, en chozas o en casas, para cuidar los maizales.

Fue entonces cuando una joven cuidaba su chacra y dormía solo en su choza, situada en la isla. Una vez a cierta hora de la noche, llegó a su choza un joven vestido de negro y comenzó a hablarle con mucha dulzura prometiéndole su cariño. La joven le aceptó y luego durmieron junto. Ya al amanecer el joven se salió, con cierto pretexto, y se fue dejando a la muchacha con la curiosidad de saber quién y cómo era su amante.

A la noche siguiente fue lo mismo. La joven fue a dormir a su choza y a la una de la mañana se presenta el joven. Otra vez pasaron la noche juntos. Pero esta vez la muchacha quería a todo trance conocerlo bien y saber quién era. Por eso se había llevado varias cintas para amarrarlas en el pie del joven y de esa manera reconocerle en el día.

Cuando amaneció, el joven se fue nuevamente y la dejó sola.

Por la tarde la muchacha llevó sus carneros a pastar al pie del cerro y arreando sus carneros entro de casualidad a una abra, donde vio un esqueleto. ¡Pero este esqueleto tenía amarrado en el pie las mismas cintas que ella había puesto al joven!

Al ver esto la muchacha se volvió loca. Y cuando llegó la noche se le presentó el joven y le pidió perdón por lo que había hecho con ella y le dijo que era un condenado.

Es así que la muchacha volvió en sí y se dio cuenta que el condenado la quería engañar.

EL AMANTE CONDENADO

Este desdichado suceso ocurrió en un pintoresco pueblo de la sierra. Los padres de una pareja de enamorados se oponían a que sus hijos contrajeran matrimonio, por cuyo motivo éstos resolvieron escaparse de sus casas.

Una vez establecidos en un pueblo muy lejano, ambos amantes empezaron a llevar una vida llena de goces. Pero esta vida de alegrías no podía continuar indefinitivamente, porque se les acabó el dinero que habían llevado consigo al fugar del hogar de sus padres, y estaban ya adeudados.

Un día dijo el mancebo a su conviviente:

- Voy a ir a mi casa a traer dinero para pagar nuestras deudas.

- Bueno, pero procura no demorarte mucho, porque te voy a extrañar bastante –le respondió su enamorada con voz triste.

El joven prepara algunas provisiones para el viaje y se despide de ella. Una vez lejos del pueblo, en lugar de continuar al suyo, toma otro camino y se dirige a la casa de una familia acaudalada, y aprovecha la ausencia de los dueños, les sustrae gran cantidad de dinero. Con tan rico botín emprende el regreso donde su amada a quien hace creer que tal dinero lo ha traído de casa de sus padres.

Otra vez pasan los días, semanas y meses, mientras ellos disfrutaban del dinero conseguido ilícitamente. Pero nuevamente se les acabó el dinero y el mancebo decide regresar por más dinero y le dice a su amante:

- Voy a casa de mis padres a traer más dinero. Ya no tenemos con que subsistir.

Se despide de su amante y se va.

En la casa de la familia robada esperaban con ansias la posible vuelta del ladrón, pues dicen: “El ladrón siempre vuelve a cometer su delito por segunda vez”, y están todos los días alertas para sorprender al ladrón si acaso quiere repetir su hazaña.

El mancebo llega a la casa de los ricos y después de cerciorarse de que nadie lo ve, entra cautelosamente.

Pero dentro de la casa el dueño estaba acechándolo y al verle saltar por la verja del jardín, se escondió detrás de la puerta del dormitorio, cerca del sitio en que guardaba el dinero, con un hacha en la mano.

Entra el ladrón al dormitorio, el dueño levanta el hacha y de un feroz hachazo le cortó la cabeza, cayó el mancebo decapitado y su victimario salió gritando a su familia:

- ¡Vengan, vengan! ¡He atrapado al ladrón!

- ¿Dónde está? ¿Dónde está´-corrieron los hijos alarmados.

- ¡En el dormitorio, con la cabeza cortada! –responde el padre.

Y todos se dirigen al lugar en que yacía el ladrón muerto, pero cuando entraron al dormitorio no encuentran ningún cadáver. Solo ven que hay sangre en el piso y que el hacha tiene el filo ensangrentado. Registraron la habitación y después la casa, sin hallar rastros del muerto. Parecía haberse esfumado misteriosamente.

Cuando el ladrón con la cabeza cercenada, se encontró solo, se levantó, se puso la cabeza en su sitio y poniéndose el sombrero salió sin ser visto por nadie y emprendió el regreso a casa de su conviviente. Llegó por la tarde, toca la puerta y sale su prometida diciéndole:

- ¿Por qué has demorado tanto?

Pero el interpelado no le contesta. Tenía el sombrero bajo y la cara escondida entre las solapas levantadas. Al verlo en esa actitud, la joven le quita el sombrero y se queda sorprendida al ver la cara de su novio. Parecía un monstruo: las orejas grandes, los ojos saltados pero relucientes, la boca deformada, con dos colmillos que le sobresalían.

¿Qué había sucedido? Se había convertido en un condenado.

El condenado echa a correr y detrás de él va su prometida para preguntarle que le había sucedido. El condenado sigue corriendo sin escuchar a su prometida que le ruega que se detenga. El condenado va siempre adelante seguido de su novia. Ya están lejos de la población. Entonces el condenado se vuelve contra su prometida y la persigue. Ella, viendo el peligro, emprende una veloz carrera y deja muy atrás a su perseguidor.

La fugitiva llega a la casa de una bruja y le cuenta lo que le había sucedido. La bruja le da un espejo y un peine. Con ellos la joven continúa su fuga, seguida de lejos por el condenado. Y cuando éste está por alcanzarla, tira el espejo, que al instante de caer en el suelo se convierte en una inmensa laguna que cierra el paso al condenado.

La joven se aleja bastante mientras el condenado pasa la laguna, pero saliendo de allí corre con gran velocidad para alcanzar a su prometida y cuando ya está por atraparla, tira el peine, que al caer en el suelo se transforma en una inmensa hoguera donde se quema el condenado.

De esta manera la joven pudo salvarse de las garras de su prometido condenado.

EL MARIDO CONDENADO

Se cuenta que en un pequeño pueblo vivía una familia modesta que se ocupaba en la venta de leche llevándola de un lugar a otro. Cierta vez estaban de regreso a la casa después de haber vendido sus litros de leche, cuando les cerró la noche en el camino, como el marido sentía hambre, la mujer le dio la sobra de la leche. Desgraciadamente, la leche estaba avinagrada y el hombre fue víctima de un cólico violento. Su mujer le acudió con lo que pudo, pero el hombre se murió sin remedio.

Abrumada por tan tremenda desgracia, la mujer se dirigió al pueblo más cercano avisar lo que ocurría y luego volvió al lugar del hecho. Con indecible sorpresa vio que su marido se había levantado y estaba vivo. (En realidad estaba convertido en condenado).

Comenzaron a regresar a su pueblo, pero el hombre no le llevaba por el camino de costumbre, sino por otro desconocido y por lugares extraños. Caminando así llegaron a una casita de piedra donde encontraron a una virgen. La mujer le preguntó “si verdad estaba yendo” por el verdadero camino. La Virgen le respondió que estaban dirigiéndose al Puy-puy.

- Tu marido es condenado –concluyó la Virgen cuando la mujer terminó de relatarle el caso que le había sucedido, luego le dio un ovillo diciéndole:

- Cuando te quiera agarrar, arrójale el ovillo.

Así sucedió en efecto. Al cerrar la noche, el condenado, que venía siguiéndola, quiso agarrarla, pero ella le arrojó el ovillo y el condenado quedó cerrado.

La mujer rogó entonces a la virgen que le permitiera permanecer a su lado, pero no quiso la Virgen, y la pobre mujer, junto con su burriquito, pasó la noche en ese lugar y al día siguiente se trasladó a su pueblo para reunirse con su familia y contarles lo que le había ocurrido.

EL CAPORAL DE “PACHAHUARA Y EL HACENDADO CONDENADO

- Esto sucedió hace muchos años, en la época en que reinaba la hambruna –así comenzó la abuelita el siguiente relato.

Era un hombre muy pobre que bajo la fuerza de la embriaguez se comprometió a pasar el cargo de Caporal de la “Pachahuara” (funcionario de Navidad). Muchos de sus vecinos que conocían sus alcances, lo trataban con burla y dudaban de que pudiese pasar la fiesta. Su familia constaba de su mujer y sus dos hijos, de los cuales el mayor tenía diez años y el menor ocho.

Pensando en el compromiso se fue yendo el año. El caso era serio. En su condición de hombre iba caer en el ridículo más grande si no hacía la fiesta –así se decía el pobre hombre.

A pesar de que ya faltaba poco tiempo para celebrarse la fiesta, no se amilanó el hombre y resolvió afrontar la situación. Después de un pequeño acuerdo con su esposa, marchó a la ciudad a comprar “productos de venta”, así como harina, azúcar, coca, frutas, etc. Para llevarlos a las haciendas y cambiarlos con carne, charqui, queso, etc. Y al día siguiente, equipado con un buen fiambre, salió con dos borricos y su hijo mayor que iba acompañarlo. Iban a la lejana hacienda de Puito Cocha.

Habían caminado todo el día y se encontraban al atardecer en la soledad de las punas, donde el viento entona un triste silbido entre la “uksha” (paja de puna), y al ocultarse el sol se hacía más intenso el frío. Los pucuysitos anunciaban las seis de la tarde, cuando llegaron a la estancia de un pastor, donde se quedaron a descansar porque estaban muy cansados. El padre preguntó al pastor de la estancia cuanto distaba para llegar a la hacienda de Puito Cocha. El pastor le contestó:

- Desde aquí dista todavía un día mas de viaje.

Pronto se hizo de noche y la oscuridad cayó sobre la puna. Sacaron su triste fiambre para aplacar el hambre, y luego el muchacho cayó rendido de sueño, mientras el padre tomó su taleguita de coca para masticar, pero rendido por el cansancio se quedó también dormido hasta las primeras horas de la mañana.

Se levantaron a continuar su viaje, y al despedirse del pastor de la estancia, éste le dijo:

- ¡Feliz viaje, paisanos! ¡Vayan derecho no más y llegarán temprano a la hacienda!

También esta vez caminaron durante todo el día, pero ahora atravesaron lagunas y campos nevados porque ahora estaban cerca de una cordillera llamada Cuncayuc. Cuando el sol declinaba hasta el ocaso distinguieron, muy lejos, unos puntos negros que se movían. Entonces el padre dijo:

- Es posible que estemos muy cerca de la hacienda porque esos son animales.

Con esto se alentaron bastante y, efectivamente, al llegar a una cumbre divisaron en el fondo de un valle una hacienda y un rebaño inmenso de animales. Pero el muchacho que era muy perspicaz notó algo raro en el rebaño y le dijo a su padre:

- Papá esos animales andan solos. ¿Por dónde debe estar sentado el pastor?

Los animales, como las olas del mar, se juntaban y se esparcían solos, sin que nadie los cuidara. Toda la hacienda parecía estar solitaria, no se escuchaba ni un grito de gente ni un ladrido de perro. Era ya las seis de la tarde y los viajeros llegaban. Ya de más cerca se convencieron que esta hacienda estaba desolada, sumida en profundo silencio, con las puertas cerradas, sin que nadie se asomara a recibir a los viajeros. Solo buitres se alistaban a dormir.

Llegando a las puertas llamaron y trataron de averiguar dónde estaban los dueños. Pues nadie les dio razón. Entonces de cualquier manera se acomodaron en un corredor para descansar y pasar la noche, mientras los ganados estaban en tropel a sus respectivos galopes por sí solos, sin que pastor alguno los condujera. Todo esto era extraño. El padre se llenó de miedo sin saber qué hacer. Pero como estaba acompañado de su hijo y de sus dos borricos, cobró más ánimo y se consoló de la soledad de la soledad que reinaba en la casa-hacienda. Después de haber bajado sus cargas, se rodeó de ellas, formando una muralla. Su hijo estaba rendido de cansancio por lo que se echó a dormir en seguida, dominándole un profundo sueño. Pero el padre no durmió. Un presentimiento le decía que algo le iba a suceder, por lo cual se mantuvo alerta.

A cierta hora de la noche se le presentó un hombre extraño, vestido de hábito, casi harapiento, hecho una miseria, con cadenas en las muñecas y en los tobillos. Esta aparición se dirigió al hombre con estas palabras:

- ¡Oh buen hombre, no me tengas miedo, soy el dueño de esta hacienda! Espero que me salves de este tormento. Hace ya mucho tiempo que llevo esta vida miserable. ¡He terminado con toda mi gente, ahora he comenzado con mis animales! El todopoderoso no quiere perdonar mis pecados, porque fui demasiado malo y muy cruel con todo ser humano. ¡Ahora las estoy pagando! Si me salvas, te haré dueño de mi hacienda con todos sus animales!

El viajero, que estaba sin palabras, casi muerto de miedo, con voz moribunda le contestó, aceptando la propuesta de aquel infeliz espíritu para salvarlo. Era, pues, el dueño de la hacienda que andaba condenado. Antes de retirarse le dejó un manojo de llaves que eran de la casa-hacienda, y. misteriosamente, desapareció en la noche con un triste “Hasta luego”.

Comprendiendo que se trataba de un espíritu maligno, el hombre se previno de una hacha y se quedó despierto masticando su coca hasta la hora fatal en que regresaría el condenado.

Llegó las doce de la noche y comienza a sentirse un ruido espantos en la casa. Parecía que el techo de la hacienda se estremecía todo entero. El ruido aumentaba por momentos como si por encima estuviese una fiera. El estruendo se hizo aún peor, convirtiéndose en terror y espanto. Sin embargo, el hombre se mantuvo sereno y fuerte. Por fin el condenado se dejó oír y en tono de amenaza anunció que venía.

- ¡Ya voy! ¡Por la cabeza!

¡Pum! Cayó la cabeza junto a los pies del hombre. Este cogió el hacha e hizo mil pedazos la cabeza del condenado.

- ¡Por los brazos! –se oyó decir en seguida, ¡pu! Cayeron los brazos del condenado y otra vez el hombre los destrozó con el hacha.

De este modo terminó de caer todo el cuerpo del condenado, que quedó hecho trizas por el hacha del hombre. Del montón informe de los restos se levantó una bandada de palomas blancas. Eran las almas de la gente que el condenado se había comido, finalmente liberados por el valor del hombre.

Mientras se realizaba toda esta escena, el muchacho dormía profundamente. El padre, bañado en sudor exclamó:

- ¡Al fin me he liberado del peligro!

Pensando que aún podría sobrevenirle otro lance, se sentó junto a su hijo a masticar un poco de coca y permaneció despierto esperando el nuevo día.

Al llegar la mañana tan anhelada, aquel pobre hombre se llenó de alegría. Despertó a su hijo y, tomando el manojo de llaves que le había dejado el condenado, empezó a registrar todas las habitaciones y las encontró colmadas de riquezas. Toda esa fortuna era ahora suya. Desde ese día era el hombre más rico de su pueblo.

Otro día retornaron a su triste hogar cabalgando en sus caballos ricamente enjaezados con guarniciones de plata. Su pobre esposa les estaba esperando preocupada de la suerte que hubiesen corrido durante el viaje. Grande fue su alegría al verlos llegar cargados de riquezas y mayor su sorpresa cuando su marido le contó lo que les había acontecido en la mansión del condenado. La historia causó admiración entre los vecinos y todos envidiaron la suerte del hombre pobre.

La fiesta del “Pachahuara” la pasó con toda pompa y fue mejor que ningún año. Después se fueron a vivir a la hacienda que había ganado por salvar al condenado.

EL PAN ES BUENO CONTRA LOS CONDENADOS

Este relato se refiere a los tiempos en que no se conocían carros. Por entonces se hacían largos viajes pie a tierra, ya a otras provincias, ya a los asientos minero. Los acollinos iban con negocios llevando harina, papas, maíz, habas, etc.

Es así como dos negociantes de Acolla iban una vez a la Oroya con sus mercaderías. Les hizo la noche en un campo solitario. Estaba oscuro y además llovía fuertemente. No pudiendo seguir su viaje se metieron en la cueva de un cerro cercano. Empezaron a masticar su coquita, y mientras conversaban pasó la lluvia.

Seguían todavía conversando cuando de repente sintieron un ruido muy raro y una voz que parecía ser el bramido de un toro. El ruido se acercaba semejante a un arrastre de cadenas. Los pobres viajeros, temblorosos y asustados, miraban a todas partes hasta que vieron de pronto, en un cerro cercano, a un hombre que bajaba hacia ellos.

El hombre se acercaba cada vez más, hasta que finalmente pudieron distinguir que era un esqueleto cargado de cadenas.

Entonces se dieron cuenta que era un condenado que venía contra ellos. Inmediatamente botaron la coca que tenían en la boca y se pusieron a comer el pan que llevaban en su equipaje.

Cuando el condenado vio el pan se alejó en el acto y no volvió más.

Cuentan, pues, que si no comían el pan, el condenado los hubiera comido a ellos mismos. Dicen que el condenado se retiró y no se atrevió a acercarse porque el pan es una cosa sagrada, pues representa la cara y el cuerpo de Nuestro Señor.

Así terminó la aventura del condenado y al día siguiente los viajeros prosiguieron su camino.

EL CONDENADO Y EL TORO

Cierto día un hombre de Marco se dirigió al pueblo de Miraflores a pasar unos momentos de alegría, porque allí se celebraba una fiesta. Llegó, pues, el mencionado señor en compañía de su esposa y se puso a espectar la fiesta y a libar numerosas copas de licor.

Ya al atardecer viendo que la hora era avanzada, su esposa le dijo:

- Vámonos. Ya es tarde. Tenemos mucho que andar.

Pero el hombre estaba completamente borracho, por lo que a su mujer le costó esfuerzo sacarlo de la fiesta y traerlo al camino.

Sin otro inconveniente iniciaron el regreso a Marco. Pero al pasar por el pueblo de Huancas vieron un toro en el campo. En medio de su borrachera, el hombre quiso dárselas de torero aquí y sacando su saco se fue a torear, desoyendo las voces que le daba su mujer para que no hiciese tales disparates.

El toro era bravo y embistió al improvisado torero y en un momento lo destripó, mientras su mujer pedía auxilio. El hombre murió allí mismo, y fue después conducido a su pueblo, donde lo enterraron.

A los dos días el muerto se condenó y andaba gritando y diciendo:

- ¡Yo me he condenado por haberte metido a las astas del toro estando viendo! ¡Por eso Dios me ha castigado!

Y todas las noches llegaba al pueblo de Huancas queriendo matar al toro, y fastidiaba a su dueño y al pueblo entero porque con sus voces los ecos de los cerros contestaban y las casas y árboles se estremecían, y el pueblo estaba atemorizado.

Un día se reunió un grupo de hombres resueltos a dar casa al condenado. A la media noche lo vieron venir, entonces se ocultaron para ver lo que hacía. El condenado se dirigió a la casa en que dormía el toro y comenzó a golpearlo con furia y a todos los peros que salieron a ladrarle. Hecho esto retrocedió y tomó otra vez el camino de su pueblo. Los emboscados lo siguieron y acercándose a cierta distancia, con todo el valor, le preguntaron qué quería, por qué andaba así. El condenado respondió.

- Yo soy fulano de tal y quiero que maten a ese toro para salvarme.

Así lo hicieron los hombres. Al día siguiente mataron al toro y desde ese momento ya no volvió más el condenado. Todo quedó tranquilo y no hubo más sustos.

EL CONDENADO CON FIAMBRE

Dos viajeros salían un día de su pueblo con dirección a la Montaña a comprar aguardiente y coca. Llevaban arreando varios burros y mulas, los animales que nunca faltan en estos viajes.

Lejos de la ciudad, en un camino solitario y triste y mientras la noche ya se venía, se pusieron a descansar y a comer un pequeño fiambre. Fue en esos momentos que se les presentó un condenado con todas las apariencias de un hombre normal, el cual les dijo:

- Paisanos ¿a dónde van?

- A la Montaña – le respondieron los arrieros sin darse cuenta que estaban que estaban tratando con un condenado

- Yo también tengo fiambre. Les voy a convidar.

Y se dirigió a su cueva. Allí fue cuando los arrieros se dieron cuenta que el hombre con quien trataban no era gente, sino un condenado, pues tenía hueca la parte de la garganta, amarrada pon una tela roja donde se depositaba toda la comida que ingería.

De modo que mientras el condenado entraba a su cueva a sacar su ración de fiambre, los arrieros cogieron precipitadamente sus cosas, las cargaron en las acémilas y cabalgando sus respectivos caballos, fueron con dirección a la Montaña a todo el andar de sus bestias.

Cuando ya se habían alejado bastante descubrieron que el condenado les seguía gritando:

- ¡Espérenme! ¡Espérenme! ¿Por qué se van si yo no les voy a hacer nada?

Y a cada grito que daba caían de por sí las piedras del cerro. Los viajeros no paraban en su veloz marcha. Seguían corriendo hasta llegar a la montaña, pero llenos de miedo y temerosos de que el condenado les llegase a alcanzar. Felizmente no fue así, pues el condenado no pudiendo correr más se había quedado en el camino y después se había vuelto a su cueva.

Con esta experiencia los arrieros volvieron al regreso bien armados, pero no les pasó nada. Llegaron sin novedad a sus casas, con sus compras de coca y aguardiente para la gente de su pueblo.

CURANDERO Y ADIVINO GRACIAS A LOS CONDENADOS

Había un hombre que tenía su estancia y todas las noches escuchaba conversar a los condenados muy cerca de su casa. Un día resolvió ir a conversa con los condenados y preguntarles por qué motivos se encontraban castigados allí.

A eso de las seis de la tarde se dirigió al lugar en que moraban los condenados. Llevaba n bastón de acero, una sortija del misma metal y un cuchillo también de acero. Llegó al sitio y vio una gran cantidad de hombres que estaban con los brazos en cruz. Eran los condenados que no podían hacerle nada en vista de las armas que llevaba.

El hombre sacó un lápiz y un papel y comenzó a preguntar a los condenados el lugar de dónde eran y por qué estaban castigados allí, y apuntaba todo lo que le decían. Uno de ellos le dijo:

- Yo estoy aquí por haberme robado la corona de la Virgen.

Otro le dijo:

- Yo estoy aquí por haberme robado la barreta de mi tío. Está escondida en el techo de mi casa.

Otros dos condenados le dijeron:

- Nosotros estamos aquí porque hemos hecho la brujería a nuestros parientes por haber peleado con ellos. Uno de los muñecos de esta brujería está escondido en el marco de la cocina y el otro está debajo del catre de mi tía fulana de tal.

Y de esta manera, los demás condenados fueron respondiendo y proporcionando noticias exactas sobre el motivo por qué estaban allí. Con todos estos datos en su poder, el hombre salió de allí y con la viveza que le caracterizaba se dirigió al pueblo mencionado por los condenados y se presentó a las gentes como un gran curandero y un experto adivino para hacer encontrar las cosas perdidas. Entonces se presentó una señora, quien le dijo:

- ¿puedes curar a mi hijo? Está cojo.

- Si, vamos a ver a tu hijo- le respondió el hombre.

Como éste sabía por los condenados toda la enfermedad del muchacho, le era fácil curarle. Por eso le dijo a la familia:

Traeme un cuye.

La mamá del muchacho trajo el cuye al instante. El hombre sobó al enfermo con el cuye y registrando después en las entrañas del animal les dijo con todo aplomo:

- ¡Esto es brujería! ¡El muñeco está escondido en la misma casa! Hay que sacarlo para que sane. Traigan un pico y una lampa y escarben en el marco de la cocina.

En efecto, sacaron sus herramientas y se pusieron a cavar en la puerta de la cocina. Después de mucho escarbar, el padre encontró un muñeco. Lo sacaron y en su lugar enterraron al cuye, con lo cual el muchacho sanó y el hombre cobró una buena paga.

Otras veces adivinaba y hacía encontrar cosas perdidas desde mucho tiempo. Señalaba con precisión donde se hallaban enterradas o escondidas dichas cosas.

De este modo el hombre se enriqueció en el pueblo, porque cada vez curaba, cobraba veinte o treinta libras, a veces animales y otros objetos diversos. Un día cobró un buey.

Pero todo esto era producto de su viveza, porque este hombre no era curandero ni adivino, y si sabía el nombre de las personas y el mal que padecían, era por la intervención de los condenados. Se hizo también conocido en otros pueblos. Fue cuando una señora de otro pueblo le hizo llamar para pedirle que adivinara por qué estaba enfermo su esposo. El hombre ya sabía que estaba enfermo por una brujería hecha por su cuñado que estaba condenado. Lo curó también con cuye y le cobró un terreno.

Por fin se hizo querer por todos sus compoblanos y por la gente de los pueblos circunvecinos.

LOS CONDENADOS Y LAS FAJAS DE COLORES

Cierta vez un muchacho se escapó de casa de sus padre para irse a tierras muy lejanas en busca de trabajo. Tomó un camino solitario para que no le viesen sus paisanos y anduvo todo el día, habiéndose encontrado en el trayecto con una anciano que lo orientó mejor todavía con respecto al camino que debería seguir.

Ya la tarde avanzaba y la noche estaba cerca, cuando al dar la vuelta vio a lo lejos un bulto que se movía. Pensó que alguien estuviese viniendo detrás de él y aceleró el paso, pero vio que el bulto se iba acercando más y más. Sintió entonces que un estremecimiento recorría su cuerpo mientras que de todas partes le brotaba un sudor frío y los cabellos se le paraban.

Comprendió entonces que quien le seguía era un condenado. Lleno de espanto emprendió veloz carrera para salvar su vida, en tanto que sobre el camino caía la obscuridad de la noche. A lo lejos divisó una pequeña luz y hacia ese sitio se dirigió corriendo.

Al llegar al sitio de donde salía la luz, se encontró con una pequeña choza habitada por una pastora anciana, a quien le contó lo que ocurría, y la anciana, viendo el peligro que corría el muchacho, lo tapo entre sus faldas y así esperaron al condenado. No tardó éste en llegar siguiendo a su presa. Se acercó a la choza y preguntó a la anciana:

- ¿no has visto pasar por aquí a un muchacho?

- No, No he visto ningún muchacho – le contestó la anciana.

El condenado pareció creerle y le dijo a la anciana que venía con un hambre devorador y que si tenía algo que comer que se lo diese al instante. La anciana se apresuró a complacerle y le dio parte de lo que tenía para comer, que no era otra cosa que mazamorra. El condenado cogió el plato de mazamorra y ante la sorpresa de la anciana lo hizo desaparecer dentro de su boca en un santiamén. “lo vació como si fuera en una cuchara”. Y es que como la cara del condenado carece de carnes, todo lo que come se le pasa por la garganta.

Cuando terminó de comer, la anciana le manifestó que tenía que ir al río a traer agua. El condenado le dio su consentimiento y ella salió llevando al niño oculto entre sus faldas. Cuando llegó al río sacó al muchacho y resolvió hacerlo escapar de manos del condenado dejándolo en la orilla del río y poniendo a su alrededor una faja de colores, el “aclay huatrruco”. Hecho esto se volvió.

Cansado de esperar, el condenado salió tras la anciana. Al llegar al río encontró al niño rodeado por la faja y no se atrevió a acercarse. Sólo después de dar varias vueltas a su alrededor, se retiró, porque los condenados huyen de las fajas de colores y de otros objetos, como son panes, criaturas, etc.

De esta manera el muchacho se salvó del condenado y volvió a casa de sus padres con esta terrible experiencia.

UN CONDENADO POR USURERO

Hace muchos años vivía en el distrito de Julcán un hombre, ya de edad madura, que pasaba por ser hombre rico en el pueblo porque contaba con una apreciable cantidad de dinero. Este hombre era prestamista, muy seguro y muy exigente. Sus préstamos llevaban el respaldo de inmuebles, terrenos y otras prendas de valor y era muy tirano en los pagos. Además cobraba intereses desmedidos. Así había labrado la fortuna que tenía y la aumentaba más aún.

Tuvo dos hijos a los cuales les hacía vivir en la mayor miseria, porque tenía miedo de gastar la plata a pesar de tener tanto.

Pasaron muchos años y un día el usurero murió repentinamente. Sus hijos lo enterraron modestamente. Pero desde ese momento ya no vivieron en paz. En sus corazones vivía el virus de la codicia y, como consecuencia, surgieron los pleitos entre ellos disputándose el derecho de heredar uno solo toda aquella fortuna.

Los juicios siguieron, pero al cabo de un año los litigantes comprobaron que la fortuna era escasa para seguir el juicio, y aconsejados por el padre misionero, acordaron hacer las pases. Se reconciliaron sinceramente, y para hacer más solemne la reconciliación decidieron abrazarse ante la tumba del finado padre. Y así lo hicieron en efecto.

Cuando estaban ante la tumba del padre, pensaron que éste debía reposar en una sepultura más digan de él, por lo que, de común acuerdo, resolvieron trasladar sus restos a una tumba mejor.

Y cuando estuvo lista la nueva sepultura, fueron a escavar la tumba y sacaron el ataúd, pero ¡cuál no sería la sorpresa de ambos al comprobar que el ataúd estaba vacío! ¡El muerto se había salido en cuerpo y alma! ¿Estaría andando condenado?

Al cabo de unos días se supo que la cabeza del difunto había sido vista en el río por donde corría gritando, diciendo que sus hijos debían devolver las prendas de valor a las víctimas de su codicia.

UN CONDENADO POR DORMIR CON SU COMADRE

Eran dos amigas que se querían mucho, una se llamaba María y la otra Rosa. Todos pensaban que eran hermanas por lo mucho que se estimaban. Vivían las dos en un solo cuarto y dormían en la misma cama.

Pasaban felices y contentas hasta que llegó un día en que una de ellas llegó a casarse, y ésta era María. Después del matrimonio Rosa continuó siendo la amiga inseparable de María y siguieron durmiendo juntas. El esposo de María dormía al centro de la cama y ellas a los costados.

Pasó un tiempo y María llegó a tener un hijo de su esposo y como éste comprendía que su señora no tenía más amigas que Rosa quiso que ella fuese la madrina de su hijo, cosa que María aceptó gustosa. Y así fue. La criatura fue bautizada, y Rosa y María no sólo eran amigas, sino comadres.

Pero ocurrió que el esposo de María llegó a morir y ella se quedó viuda. El día del entierro, a media noche, se presentó un condenado gritando, mientras ella llena de espanto, no sabía qué hacer, hasta que el condenado desapareció. Al día siguiente, a las doce de la noche se presento nuevamente el condenado con gritos que estremecían la casa.

No pudiendo soportar tanto susto, María decidió confesarse con un sacerdote. Fue a la iglesia y le contó a su confesor todo lo que había ocurrido con su amiga y con su esposo, cómo su amiga era su comadre. El padre comprendió todo y le dijo que su esposo se había condenado porque había pretendido con su comadre.

- Tú culpas allí- le dijo el sacerdote-. Bueno, hijita, ahora le vas a esperar con siete niños y siete hombres, pero con la puerta abierta.

Esa noche María espero a su esposo condenado con los acompañantes que el cura le recomendó. A media noche se presentó el condenado y como su esposa estaba rodeada de los siete niños y los siete hombres, y éstos estaban despiertos, no pudo entrar al cuarto, sino que desde afuera le dijo a su mujer:

- ¡María! ¡María! ¡malo había sido vivir con nuestra comadre! ¡Por eso estoy condenado! ¡Para salvarme quiero que me alcances tu dedo!

Pero María no llego a alcanzarle su dedo. Al día siguiente fue a contarle al padre lo que había ocurrido en la noche, y el sacerdote le dijo:

- El peligro en que estas es grande. Voy a hacer un último esfuerzo para salvarte. Vas a ponerte el vestido de la Virgen del Rosario, con todo lo mínimo y le vas a esperar en la puerta de la iglesia con los siete niños y los siete hombres.

María hizo lo que le aconsejo el padre. A las doce de la noche se presentó el condenado. Pero en ese momento los siete niños y los siete hombres se habían quedado profundamente dormidos. Entonces el condenado le quitó a su mujer todo el vestido de la Virgen, que dejó en ese mismo lugar, y se la llevó sin que ella no pudiese hacer nada. Cuando sus guardianes despertaron, sólo vieron el vestido y las alhajas de la Virgen amontonados en el suelo, pero no vieron a María.

Es así como el condenado pudo salvarse llevándose a la culpable.

UNA CONDENADA POR ABORTAR

Había una muchacha soltera que resultó en cinta. Temerosa de sus padres y con el objeto de ocultar su embarazo, tomó agua de ruda hervida para abortar. Desgraciadamente la muchacha murió.

Pasó un tiempo. Un vecino de la difunta, llamado Cosme Sánchez, fue cierta vez a Casapalca en busca de trabajo, y dice que cuando estaba pasando por el pie de la cordillera de Ticllio, vio que en la cumbre se movían personas vestidas de color blanco, y una de ellas gritó desde arriba diciendo:

- ¡Taita Cosme, familiayata huillanqui pilguá huajtamanmi trrulalá sucmanca rudayacuta! ¡Chaymi uchá cáñaj! ¡Huillaycullanqui! (¡Taita Cosme, avísale a mi familia que detrás del troje he guardado una olla con agua de ruda! ¡Eso ha sido mi pecado! ¡Le vas a avisar por favor!)

Pero dice que la condenada no podía bajar porque estaba atada con una cadena grande.

Cosme Sánchez cumplió con entregar este encargo a la familia de la condenada. Y, efectivamente escondida detrás de la “troja”, se encontró una olla con agua de ruda, que los familiares de la condenada derramaron para que ella pudiera salvarse.

Y todo esto fue cierto.

UNA CONDENADA POR BRUJA

Dicen que cierta vez en el pueblo de Marco dos esposos, de los cuales la mujer tenía afición a la brujería; hacía males a las personas que le ofendían. El marido sabía perfectamente qué clase de trabajos hacía su mujer, pero no le decía nada temeroso de que también a él le pudiera hacerle algún mal.

Al fin y al cabo esta mujer llega a enfermar y padecía mucho tiempo sin poder sanar ni morir. La gente creía que estaba padeciendo en morir por los pecados que había cometido brujeando a mucha personas y volviéndolas inválidas. Por fin muere, después de tanto padecer.

Al poco tiempo de su fallecimiento, las personas que acompañaban al viudo escuchaban ciertos ruidos en los cuartos de la casa. También los escuchaban los hijos y el viudo, con el susto consiguiente. Después de algunos días ven en la casa a una persona parecida a la finada. Transcurren unos días más y ya no solo se sienten que anda, sino que llama y fastidia al cuarto donde están durmiendo. Los sustos son más continuos y todos tienen más miedo. Para que nada pase con el viudo le hacen acompañar con sus hijos, que duermen a los costados para que le salven de algún mal que pueda causarle ese espíritu maligno.

Por toda precaución, el viudo decide ir al cementerio para ver la sepultura de su esposa. Va acompañado de varías personas. Y todos ven que la sepultura estaba hundida y el ataúd vacío. Los acompañantes dicen entonces:

Seguramente la finada se está condenándose por haber sido bruja.

Y le proponen al viudo:

- En su cajón lo echaremos espinas para que se salve.

Así lo hacen y vuelven a la casa del viudo. Al anochecer escuchan una voz que decía llena de cólera:

¡Por qué han echado espinas en mi ataúd! ¡Ahora me lo pagarán!

Dicho esto no se escuchó más nada.

A los dos días de este suceso el viudo salió hacia un lugar despoblado acompañado sólo de su perrito. Allí se le presentó su esposa quien lo empujó sobre las espinas y lo dejó casi muerto. Su salvación fue el perrito. Si no, lo hubiese hecho todavía morir.

Nada más se vio ni se escucho de la bruja condenada.

UN CONDENADO POR TENER OTRA MUJER

Don León Beltrán, natural de Masma estaba con dolor de muelas y con ese motivo se la hizo arrancar con un hilo. Pero le sobrevino una hemorragia dental que se lo llevó al otro mundo.

Después del entierro, a los tres días se condenó.

Cuando los chicos estaban jugando por la noche en la calle, entre ellos mi abuela, que entonces era todavía chica, sintieron un grito horroroso y doliente: “¡Uájauuu! ¡Ujáuuu!”. Los chicos se asustaron y uno de ellos dijo:

- ¿Cómo dicen que ha muerto mi tío León Beltrán? Ahí está gritando en su casa.

Entonces la mayor de las chicas exclamó:

- ¡El tío viene! ¡Está condenado! ¡Te lo va a comer! ¡Su muela está colgada, mira!

- ¡Qué me va a hacer, pues!- Contestó la otra. Pero cuando el condenado gritó nuevamente, corrió a su casa a lado de su papá, a quien le conto lo que había visto.

Al cuarto día este señor le dijo a la viuda que hiciese preguntar por qué el finado León Beltrán estaba condenándose. Fue así que un día fueron al panteón a hacer preguntar con una alma- tapuj el motivo porque se condenaba y el condenado respondió diciendo que Dios lo había castigado porque se había traído una mujer del Cerro de Pasco, la cual estaba en Concepción.

UN CONDENADO POR IR A COMER BOLLOS

En un pueblo cercano a Ticllo vivían algunos obreros que trabajaban por cuenta de la Compañía Copper Corporation. Estos pocos obreros, después de cumplir su trabajo, iban a descansar a este pueblecito de Ticllo. Como casi nadie vivía en ese lugar, sino unos cuantos obreros, una pareja de recién casados, nada más que unos cinco meses atrás, se decidió a vivir allí.

Hacía un mes que vivían en el pueblecito y se acercaba el 2 de noviembre, día de Todos los Santos. El esposo extrañaba mucho los ricos bollos que hacían en su tierra. Mucho tiempo hacía que no los probaba. Entonces se decidió a viajar a su pueblo después de convencer a su señora, dejándole muchos encargos y asegurándole que pronto volvería.

Partió el 1º. de noviembre por la mañana y llegó en la noche a su pueblo. Entró a su casa mientras dormía su familia y se fue directamente a la cocina. Saboreó en ella los ricos bollos, pero haciendo ruido en la oscuridad, tumbando los platos, tazas, cucharas, etc. Al ruido despertó su papá y fue corriendo a la cocina armado de un palo para matar al intruso, que él creía que fue su perro que robaba, y en el momento en que el joven estaba saliendo agachado por la puerta, el padre le asestó un garrotazo en la cabeza que lo dejó muerto.

El viejo se llenó de alegría y con fuertes gritos le avisó a su señora que había matado a un perro ladrón. Par ver en qué parte le había llegado el golpe, trajo una cera encendida, a cuya luz, al llegar junto al muerto, se dio cuenta bien y vio que era su propio hijo que ya descansaba.

El padre llora amargamente. La mamá, lo mismo. Ya no podían hacer nada porque estab muerto.

- ¡Habrá que enterrarlo!- decían entre ellos- Esperaremos la llegada de nuestra nuera.

Velaban al muerto todas las noches esperando la llegada de la nuera. Pasaron tres, cinco, seis días, y la nuera no llegaba.

También ella, allá en el pueblecito de Ticllo, lloraba por el esposo que no volvía.

- ¿Qué le habrá pasado? ¿Por qué no volverá?- decía en el pequeño pueblecito, y lloraba.

Mientras tanto el papá y la mamá, al ver que no llegaba la nuera, enterraron al muerto. Lo enterraron tranquilo, pero a las 12 de la noche dicen que se levantó de la sepultura y se puso en viaje hacía donde estaba su esposa. Pero ya no era el mismo, sino su ánimo, era un condenado. Llegó por la noche al lado de su esposa, haciendo llegar un boyo bien caliente.

- Yo no quería vivir acá- le dice a su esposa-; vámonos a otra parte.

Logra convencer a su señora y se ponen en marcha con dirección a una cordillera de nieves perpetuas que existe por Ticllo. Marchaban silenciosamente por una pampa. El condenado no se hacía ver la cara e iba agachado. A lo lejos, al pie de la cordillera, se veía la chocita de una pastora. Llegaron hasta ese sito, cerca a la choza. La pastora que conocía y era diestra en reconocer condenados, se dio ahí mismo cuenta que ese hombre era condenado. Inmediatamente llamó a la señora, pero el condenado se opuso a que su mujer acudiese al llamado de la pastora, pero al fin tuvo que ceder a los ruegos de su esposa. Entonces la pastora le dice a la mujer:

- ¡Estás andando con un condenado! ¡Sepárate de él! ¡Toma jabón y sal! ¡la sal le avientas y veras que ya no te seguirá!

La mujer lloraba al escuchar tales palabras, pero se convenció que tenía que abandonar a su esposo. Se despidió de la pastora, ya al lado de su esposo le dice:

- ¡Eres un condenado!

- ¡Sííí- Responde éste con dolor inmenso-, soy condenado porque mi papá me ha matado creyendo que era un perro!

Y le cuenta la desgracia tal y como había sucedido. Pero al terminar se enfurece y le dice a la mujer:

- ¡Ahora tienes que morir a mis manos!

Y quiso agarrarla, pero ella le aventó la sal y saltó corriendo. El condenado la persiguió queriendo agarrarla de nuevo, pero los perros de la pastora le atajaron y se quedó en el mismo sitio. Mientras tanto la señora escapó. Caminaba y caminaba por cerros escabrosos y dicen que llegó al lugar denominado Casaracra. De allí pasó a La Oroya donde tomó un carro, rumbo a su pueblo.

Y al llegar a su pueblo supo que su esposo había muerto en la forma que le relató el condenado.

UN CONDENADO POR ROBAR FIERROS

Cierta vez hubo en el pueblo un hombre apellidado Carbajal que se había robado la campana de Pomate y otras herramientas de fierro que estaban depositadas en la iglesia de ese pueblo. Y aunque el rumor popular le indicaba a él como al autor del robo, no pudo probársele nada en forma concluyente. También se rumoreaba que había venido el robo en el pueblecito de Masma Chicche. Al cabo de un tiempo, una muerte repentina dio fin a su existencia y el mismo Carbajal se encargó de confesar su delito. Veamos cómo:

Al día siguiente de su fallecimiento fue conducido al panteón del pueblo y sepultado en una humilde fosa, después de lo cual todos los que habían acompañado sus restos regresaron juntos a la casa del duelo, donde, según la costumbre de estos casos, tenía que amnecer chacchando coca y tomando agua ardiente.

Ya cerca de la madrugada se sintió de repente un grito fuerte y prolongado, lo que se llama una “huapiada”, que resonó en el silencio de la noche provocando miedo y espanto en el corazón de cuantos estaban allí reunidos. Todos pensaron inmediatamente en el difunto Carbajal. Todos dieron por seguro que era él quien venía gritando porque todos sabían que él era el autor del robo y no había duda de que Dios no lo recibiría, y que por eso estaba viniendo a buscar venganza. Atrancaron fuertemente la puerta del cuarto en que estaban reunidos y aguardaron en silencio.

Efectivamente, Carbajal llegó y empujando la puerta de calle entró al patio llamando a su esposa y diciendo:

- ¡María! ¡María! ¡Vengo aquí porque Dios me ha votado del cielo y me ha condenado por haber robado la campana de Pomate! ¡La campana esta en Masma Chicche! ¡Vayan allá y devuelvan la plata y traigan la campana para devolvérsela al pueblo!

Diciendo esto se salió mientras los perros de la casa y del vecindario aullaban incesantemente. Los acompañantes del duelo no se atrevieron a salir y sólo se limitaron a aguaitar por un hueco de la puerta por donde vieron que Carbajal había salido de la sepultura en cuerpo y alma, calato, con rabo y con cachos y estaba con los pelos levantados.

Esta es la suerte de todos aquellos que roban y se niegan después a confesar sus hechos. Este era el caso de Carbajal. Después de haber fierros y una campana, había negado su robo cuando le preguntaron antes de su muerte. Por eso Dios lo castigó; porque debe saberse que es malo robar fierros; quienes lo hacen se condenan, ni más ni menos igual que aquellos que mueren de mala muerte, sin confesarse: todos son condenados y alojados en el infierno por Dios.

Pero, volviendo al caso de Carbajal, los acompañantes se quedaron asustados con lo que le oyeron decir. Al poco rato oyeron otra “huapiada” pero ya más lejos, pues el condenado estaba de regreso al panteón. Llenos de pesadumbre se pusieron entonces a rezar alrededor de un “cura”, mejor dicho de un “rezapácuj”, que es un hombre cualquiera que se gana la vida rezando y se sabe de memoria muchos rezos en latín y castellano. Pidieron también a Dios que no regresara más este muerto que estaba condenado.

EL CONDENADO POR INCESTUOSO Y EL GATO

En una puna llamada de Pomabamba, que está a cuatro horas de camino a pie de Morococha, ocurrió el siguiente caso.

Un joven llamero de unos 23 años más o menos, volvía de Morococha después de haber llevado metal con sus llamas. La tarde era tempestuosa, ya que esto ocurria en el mes de febrero, y caía una fuerte granizada con rayos y truenos. Entonces uno de los rayos fulminó al llamero, que quedó tendido en medio de la puna.

Por allí cerca había una estancia habitada por mujeres solas, dos señoras, una muchacha, hija de una de ellas, y una criatura. La otra señora era una comadre que estaba de visita. Todas ellas vieron la desgracia del llamero. Condolidas de su muerte recogieron su cadáver y lo llevaron a su choza para velarlo.

Lo estiraron en medio de la choza sobre el suelo, con la cabeza hacía el fondo y los pies para la puerta. Lo envolvieron con una simple frazada y le pusieron a ambos lados de la cabeza dos mecheros de sebo que daban una luz opaca y se apagaban al menor soplo del viento de la altura. Chacchando su coca se disponían a amanecer las mujeres solas. Pero a eso de las diez de la noche oyen que a la choza se acercaba los pasos de un hombre que viene silbando. Al oí tales silbidos, la señora le dice a su hija:

- Papainicchi ña cutirramun. Ma ricamuy (creo que ya regresó tu papá. A ver mira).

La muchacha salió de la choza, miro en la oscuridad de la noche, en que solo se veían las estrellas luciendo después de la tempestad, y grito fuerte:

- ¡Papaiií! ¡Papaiií! (¡Papá! ¡Papá!).

No vio nada y se volvió a entra a la choza.

Habría pasado media hora cuando vuelven a oír, ya no silbidos, sino música de una orquesta que suena a lo lejos acompañada de huapeadas. La música se acerca, cuando se halla junto a la choza se escucha estas voces:

- ¿Maipin maman huarmichacuy? (¿Dónde está el que tiene por mujer a su madre?).

A esta voz le contesta otra voz delgada desde tras la choza.

- ¡Caipim caniy! (¡Aquí está!).

Y de pronto las mujeres ven acercarse a la puerta la figura de un gato cimarrón, de esos que habitan en las quebradas, de color gris con manchas blancas y de mirada fija. Entró a la choza, dio una vuelta al cadáver y luego se puso a “lamberle” (lamerle) la planta de los pies. Caminó sobre el muerto, llegó a su cabeza y le “lambio” la frente. Después de lo cual se salió.

Entonces, casi al instante, ante el asombro de las mujeres, el muerto levantó su medio cuerpo, se sentó, y después de desatarse el mantel con que le habían amarrado la quijada, les dijo a las mujeres:

- ¡Trrunca usulpaya! Taita Dios ninchic jarjayaman, imapajme mamayquita huatrrachilayque, nilacu. Chujlacajpa huajtalanta liculcalí ñuja ayhuacunapaj (¡Un millón de gracias! Dios me ha votado diciéndome: “Para qué has tenido un hijo en tu madre”. Váyanse detrás de la choza para irme).

Las muertes, más muertas que vivas de miedo, obedecieron en el acto y se fueron detrás de la choza. Cuando volvieron no encontraron a su huésped en la choza. Afuera no pudieron ver nada por la oscuridad. Sólo seguía oyéndose la música melancólica del arpa, violín y clarinete y las huapeadas.

Cuando amaneció el nuevo día, fue la hija muy de mañana por el sitio donde en la noche se había escuchado la orquesta. Allí encontró amontonada la ropa del hombre, atada con su pelo.

Y dicen que en luna nueva (huañu pula), al rato en que el sol se ocultaba, veían al hombre, desnudo, resbalar constantemente en la cubre de la montaña llamada Puy-puy, en un trajín de querer subir a la punta de la montaña y resbalarse sostenido por cadenas brillantes.

DOS HERMANOS CONDENADOS POR INCESTUOSOS

Cierta vez había en un pueblo dos hermanos que se querían mucho. El se llamaba Severino y ella Manuela. Tanto se querían que decidieron casarse, pero no en su mismo pueblo, sino en otro donde no fuesen conocidos.

Llegaron a un pueblo como esposos y allí se quedaron a vivir. Pero después de un tiempo Severino se enamoró de una muchacha con quien resolvió casarse. Lo supo su hermana, o sea su esposa, y le dijo:

- Veo que ya no me quieres.

Severino no le hizo caso y sin tomar en cuenta las protestas de su hermana, se fue a la casa de su novia a preparar su matrimonio.

Hondamente despechada, Manuela esperó que se realizara el casamiento, y cuando se celebraban las bodas mandó a su criada para que asistiera a la fiesta y viese el lugar el lugar donde dormía su hermano y su flamante consorte. La muchacha volvió después de haber visto todo lo que su ama le había ordenado.

La noche de las bodas, después que su criada le hubo avisado todo, Manuela salió gritando “¡Severino! ¡Severino!”, hasta llegar a la casa donde ellos dormían. Tenía siete llaves para abrir las puertas. Llegó a la habitación en que dormían y después de matarlos les sacó el corazón a los dos. Los puso en un palto con una cabeza de lechuga y los llevó a la iglesia para comérselos poco a poco.

A partir de ese día, todos los días aparecía gritando en la iglesia, produciendo un gran espanto en el pueblo, porque cuando ella gritaba, gritaban también los ceros. La gente que acudía a la iglesia escuchaba los gritos pero no veía nada, porque Manuela estaba condenada.

Así fue sucediendo hasta el último día en que debía terminar de comerse el corazón. El pueblo se había aglomerado en la iglesia. De repente Manuela Salió corriendo vestida de blanco. Muchos se desmayaron al verla, pero luego recobraron el sentido. Entonces ella se comió el corazón y la lechuga y después dijo:

- ¡Yo soy la culpable, pero no quiero que después hablen de mí!

Y diciendo esto se hizo polvo y desapareció, y en el momento de desaparecer los cerros remedaron la voz de Manuel y produjeron ruidos extraños.

Así termino la vida de la condenada y de su hermano, que se condenaron porque se habían casado entre hermanos.

DOS HERMANOS CONDENADOS Y QUEMADOS POR INCESTUOSOS

Había una muchacha que convivía con su hermano y que una noche se escaparon de la casa de sus padres temerosos de que sus relaciones fueran descubiertas. En el camino la muchacha se acordó que había dejado en casa el vestido del bebé. El joven regresó por el vestido mientras ella continuaba avanzando.

El joven demoraba en regresar y ella se sentía cansada de tanto caminar, por lo que entró a una cueva a descansar. En ese momento se presento el joven con la cara envuelta y hablando por la nariz. La muchacha le preguntó por qué venía así y el joven le respondió:

- Nuestro padre me mató cuando entré a la casa y ahora, Dios me ha botado y desterrado a las cordilleras y tú tienes que acompañarme. ¡Vamos, levántate!

La joven se levantó y ambos siguieron andando. Ella rogaba a Dios y a la Virgen para que la salvaran, y , efectivamente, la Virgen se le aparece y le dice: “Ven”.

La muchacha se le acerca y le cuenta su tragedia. La virgen se compadece y le dice:

- Yo te he de salvar. Toma este peine y este jabón. Cuando el condenado está por alcanzarte botarás primero el jabón y luego el peine. Después vas a llegar a una ciudad, buscarás al sacerdote y le pedirás confesión. Él verá la forma de salvarte.

La muchacha le agradeció mucho y se dirigió donde el joven, quien le preguntó lleno de ansiedad:

- ¿Qué te ha conversado esa bruja?

La muchacha le ocultó lo que le había dicho la Virgen, y adelantándose al condenado emprendió veloz carrera. El condenado corrió de tras de ella y cuando estaba por alcanzarla, la muchacha botó el jabón. Entonces el camino se llenó de barro y el condenado resbalaba y no podía avanzar. Por fin logra pasar y estaba nuevamente por alcanzar a la muchacha, cuando ésta tira el peine y el camino se le presenta al condenado lleno de espinas. No pudiendo pasar adelante le gritaba a la muchacha:

- ¡Espérame! ¡Espérame!

Pero ella seguía corriendo y pronto llegó a la ciudad, donde se presentó al sacerdote y le contó todo lo que había sucedido. El sacerdote hizo repicar las campanas, se juntó todo el pueblo par esperar al condenado, todos bien preparados. Prendieron una gran fogata par que en cuanto llegara lo quemasen. Así fue. Llegó el condenado, entre todos lo agarraron y lo mancornaron. Lo mismo hicieron con la muchacha, y luego los quemaron a los dos. Cuando terminaron de quemarse, salieron del fuego dos palomas que se volaron al cielo.

ORIGEN DE LOS CONDENADOS DE SALA GRANDE

Sala Grade es un barranco cerrado, en forma de bóveda, que se abre al pie del camino a Miraflores, hacia la parte sur del barrio de Yauyos, a unos quinientos metros de la estación del ferrocarril.

Dicen que antes era este lugar morada de condenados, duendes y fantasmas, que andaban por todos aquellos lugares inmediatos, que nunca había pisado los pies de un sacerdote.

Cuenta, pues, que mujeres malcomulgadas, especialmente esas rabonitas que se la daban de Vírgenes, llegaban a tener sus hijos; pero antes de los nueve meses tomaban algún remedio para librarse del compromiso, y ¡zas!, arrojaban a la infeliz criatura. Ahora bien, esas cosas no se permitía de ninguna manera enterrar en el panteón, por lo que se las llevaban a lugares alejados para ocultar a esos infelices, que se llamaban “shullos”, ya que no han nacido al natural ni han recibido el bautismo.

Muchos de estos abortados fueron a parar a Sala Grande, donde más tarde se volvieron diablitos, luego diablos y condenados que vagaban por las noches, especialmente en luna nueva, tocando arpa y bailando al son que se daban estos condenados.

Cuentan que un día, muy de madrugada, se levantaron los vecinos que vivían cerca de Sala Grande, a averiguar de qué provenía la bulla de las noches y esa musca que sonaba a algo sobrenatural. Llegaron al camino más próximo a Sala Grande y pudieron ver que en el suelo habían quedado rastros de gallina, de patos y gansos.

Llenos de asombro y con la celeridad del caso, corrieron a dar parte de su descubrimiento al señor cura de la Parroquia, quien oyendo sus quejas se dirigió al día siguiente a celebrar una pequeña misa en el barranco de Sala Grande.

Desde ese “presagio” (la informante ha querido decir “trisagio”) del cura en Sala Grande, ni más se oyó de condenado en las noches.

EL CONDENADO DE SALA GRANDE

Mi abuelo tiene su chacra en las proximidades del barranco de Sala Grande. Una vez, era el tiempo de la cosecha, había ido a cortar su trigo a las doce y cuarto de la noche.

Cuando estaba segando el trigo, oyó grandes gritos que salían del barranco. Después de un momento vio que salía de Sala Grande un hombre que botaba candela por la boca y tenía amarrado por la cintura y los hombros una cadena inmensa. Cuando gritaba, las piedras rodaban y los trigales se movían.

Mi abuelo se escondió entre el trigal, pero parecía que el condenado sabía que estaba escondido allí porque se dirigía hacia él. Entonces mi abuelo emprendió la carrera huyendo hacía más arriba y por el barranco que existe por ahí, haciendo cruces con la hoz de acero que llevaba.

Cuenta mi abuelo que cuando hacía la señal de la cruz, el condenado se alejaba dirigiéndose hacia Shushunya, por el camino de Querohuasi, hasta desaparecer en la altura.

LOS CONDENADOS DE SALA GRANDE

Antiguamente se acostumbraba en Jauja a dormir temprano y cerrar las puertas de las casas a las seis en punto de la tarde, porque a partir de esa hora salían grandes cuadrillas de condenados de Sala Grande, formadas por hombres y mujeres ricamente vestidos, con adornos de perlas y brillantes y calzados de plata con chapas de oro. Bajaban al valle con arpas y violines y llegaban a la ciudad bailando, y a cualquier persona que se encontraban en las calles, que por algún motivo se había demorado en llegar a su casa, lo “engañaban” y se lo llevaban a Sala Grande. Por eso nadie podía salir de su casa a partir de las seis. Todos tenían que cerrar y atrancar sus puertas y ventanas y acostarse temprano. Cuando los condenados pasaban bailando por las calles, las puertas y ventanas mal cerradas se habrían de par en par y mucha persona morían de susto. Después de recorrer toda la población, los condenados volvían a Sala Grande hasta el día siguiente.

Por ese tiempo llegó a morir en la ciudad una señora viuda y rica, dejando sola en el mundo a una niña de quince años, sin más amparo que el cuidado de sus muchas sirvientas, pero de ningún pariente.

Dueña d una gran fortuna, la niña imponía en la casa sus caprichos y vivía engreída por su numerosa servidumbre. Y con la indiscreción propia de su edad, había contraído la mala costumbre de asomarse todas las noches a su ventana para ver las cuadrillas de condenados que bajaban bailando de Sala Grande.

Al principio nada notable ocurrió. Pero una noche se acercó a su ventana un joven gallardo, elegante y de buena presencia, quien le pidió permiso para sacarla a bailar. La niña se negó a tal solicitación. Pero el joven insistió tanto y con tan finas maneras que ella al fin aceptó, aunque difiriendo el baile par el día siguiente. Entonces el joven le dijo:

- Mañana regresaré a esta misma hora (las doce de la noche). Pero no deje de esperarme que yo vendré a la hora exacta en busca de Ud. Y de estas ceras que quiero que me las tenga en su poder y diciendo esto le alargó dos ceras y se despidió muy cortésmente.

Gratamente impresionada por la agradable aventura que acababa de sucederle, la niña guardó las ceras debajo de su cama y no dijo a sus servidoras ni una palabra de su encuentro con el joven.

Al despertar a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue mirar debajo de su cama en busca de las dos ceras que el joven le diera a guardar. ¡Pero cuál no sería su sorpresa, su espanto y su horror al ver las ceras convertidas en dos quijadas de burro!

La niña empezó a gritar desesperadamente. A sus gritos acudieron sus servidoras que hallaron a su ama presa de una horrible crisis de nervios. Todo era lágrimas, gritos y pataletas. Acudieron los vecinos y la alarma cundió por todo el barrio. Cuando al final se calmó, le fue contando todo lo que le había sucedido en la noche con el joven elegante y pulido, el encargo que le había dado de guardar las dos ceras, ahora convertidas en quijada de burro, y la advertencia, mucho más terrible, de que tenía que esperarlo en la noche a las doce.

Todos tuvieron la impresión de que allí andaba metido el diablo y aconsejaron a la niña que se fuera inmediatamente a la iglesia a ver al párroco, el único que podía arreglar un asunto tan peliagudo. Sumisa y obediente, la niña acató este consejo y fuese en busca del sacerdote, a quien contó todo, sin ocultarle nada. El santo varón se mostro enojado al escuchar la forma cómo la niña había provocado la tentación del maligno. Después de amonestarla severamente, le dijo que tenía que confesarse y comulgar ese mismo día, con toda solemnidad, y que una vez que hubiese cumplido con los sacramentos, se pusiese un crucifijo en el pecho junto con varios rosarios, estampas y medallas de santos. Armada con estos pertrechos sagrados aguardaría la vuelta del joven a la hora indicada. La niña se resistió a cumplir con esta última indicación, porque se moría de miedo, pero el sacerdote le hizo ver la necesidad de hacerlo para devolverle las dos quijadas de burro que tenía en su poder, porque eran dos cosas diabólicas. Mientras no las devolviese a su dueño, su vida corría grave peligro. Le dijo también que esa noche se hiciese acompañar por varias señoras, en cuya compañía debía dormir, y que en el momento en que se acercase el condenado debía colocarse entre dos criaturas a quienes pellizcaría con todas sus fuerzas para que llorasen.

La niña cumplió al pie de la letra con estas instrucciones. Se recargó el pecho de medallas, rosario y estampas. Suplicó a varias señoras de la localidad para que las acompañasen a dormir esa noche y se llevó dos criaturas para hacerlas llorar.

A la hora indicada el joven se hizo presente en la calle. Pero cuando se acercaba a la ventana oyó el llanto que hacían los niños. Luego vio asomarse a la niña hecha un verdadero muestrario de rosarios, medallas y estampas. Entonces se detuvo desconcertado, sin saber qué hacer, momento que aprovechó la niña para devolverles sus quijadas de burro y suplicarle que se alejase. Pero el joven le respondió en tono airado:

- Yo no vengo por esas quijadas. ¡Yo vengo por ti! ¡Necesito llevarte! ¡Sal de allí y quítate ese crucifijo, esas medallas, rosarios y estampas!

Más muerta que viva, la niña apenas podía responder “¡No! ¡No!” a los requerimientos del condenado.

Cansado de insistir y ante la negativa rotunda de la niña, el condenado exclamó:

- ¡Te has librado! Si no tuvieses puesto ese crucifijo y esas medallas, rosarios y estampas, te habría llevado en este mismo momento. ¡Pero sabe que si otra vez te encuentro en tu ventana te llevaré sin remedio!

Dicho esto desapareció. La muchacha ya no tenía ánimos ni para hablar y sin poder tenerse en pie, cayó desmayada. Sus sirvientes y las personas que la acompañaban la levantaron y la llevaron a su cama.

Desde aquel día la niña quedó arrepentida y nunca más volvió a salir a su ventana.

Al sabe reste suceso, el Obispo ordenó que vinieran padres franciscanos a Jauja para que hiciesen rezar el Santo Trisagio a la población entera. La gente comenzó entonces a rogar a Dios par que desapareciesen los condenados, sustos y engaños. Y así, conforme iban rezando con devoción, iban desapareciendo aquellos seres diabólicos, hasta que desaparecieron por completo.

Pronto la gente se fue olvidando de estos sustos y se acostumbró después a salir de noche sin miedo ni temor. Pero las persona religiosas no dejan por eso de rezar hasta hoy el Santo Trisagio los jueves de cada semana.

EL CONDENADO Y SU NOVIA

Había una vez un joven de veinticuatro años que tenía su enamorada llamada Godilia, de quien el padre del joven había llegado a descubrir ciertos enredos con otro hombre y por esta causa tenía mortificados a ambos amantes. Para evitarse esta molestia resolvieron irse perdidos a tierras lejanas.

Hecho el convenio se fueron a una cueva con el fin de que nadie los viera. Dejando allí a su enamorada, el joven volvió en la noche a casa de sus padres, diciendo:

- Voy a traer víveres para nuestro viaje.

Entró a su casa evitando hacer el menor ruido posible para que no le sintiesen sus padres. Cogió un “quintal” vacío en el cual empezó a llenar un poco de habas, alverjas, etc., pero con tan mala suerte que su papá sintió el ruido que hacía y entró armado de un palo, y al ver a un hombre junto a la troja de trigo, le tiró un garrotazo en la cabeza, en la creencia de que era un ladrón, y lo mató.

Cuando trajo luz, reconoció en el muerto a su hijo. Sus pesares fueron entonces tarde. Ya no había salvación.

El joven volvió a la cueva donde había dejado a su enamorada. Pero ya no era él; era su “condenado”. Llegado a la cueva, le dice:

- Aquí te traigo un “mate” de patache. Más no pude traer.

Como Godilia se encontraba con hambre se lo comió con gusto. Pero de pronto nota que su novio ya no era como antes. Estaba silencioso, agachado y no se dejaba ver la cara. Al cabo se levantó diciéndole:

- ¡Ya! Vamos a seguir nuestro camino. Tú tienes que seguirme por donde yo vaya.

Y después de hacerle jurar que le seguiría siempre, sin separarse jamás de él, rompió a andar yendo siempre adelante por más que Godilia le pidiese ir juntos. Iban por unos caminos peligrosos. La muchacha se cansó de tanto andar, y sintiendo hambre, le propuso en cierto momento:

- Vamos a descansar.

Pero él no quiso, y siguió adelante; hasta que por fin llegaron a una choza habitada por una viejecita, a donde entró la muchacha a pedir algo que comer. La anciana le convidó un pedazo de pan con el cual quedó enteramente satisfecha. Entre tanto el joven, que no había querido entrar, daba vueltas a la choza gritándole a la muchacha:

- ¡Apúrate! ¡Apúrate!

La viejecita lo vio y se dio cuenta en el acto que no era un hombre normal, sino un condenado. Llena de asombro le preguntó a la muchacha cómo había venido con ese espíritu maligno. Entonces ella le contó su historia que al escucharla la anciana no quiso retenerla por más tiempo y casi por la fuerza la botó. Pero antes, para que la muchacha se salvase del condenado, le dio una faja y unas tijeras, con estas instrucciones para usarlas:

- Seguramente te va a llevar ahora a aquella laguna y va a querer que tú entres primero al agua, pero tú le vas a decir que él vaya adelante y que tú le seguirás amarrada a la cintura con esta faja. Cuando el agua le llegue a él al pecho, a ti te llegará a la cintura, en ese momento corta la faja con esta tijera y luego te vuelves a toda carrera, sin mirarlo.

Efectivamente, cuando llegaron a la laguna, Godilia le dijo al condenado:

- Tú anda adelante; yo te amarrare de la cintura con esta faja y te seguiré.

El condenado obedeció. Tomó el extremo libre de la faja y penetró a la laguna llevando del tiro a su enamorada que le seguía sumisamente, al parecer. Pero ni bien vio la muchacha que el agua le llegaba a la cintura, cortó la faja con las tijeras y se volvió corriendo sin mirar atrás. El condenado, al verse solo, en el agua, empezó a huapear, gritando:

- ¡Huáaa-jo! ¡Huáaa-jo! ¡Ahora sí me has dejado solo!

Y le rogaba para que volviese y cumpliera su juramento de no separase más de él, pero Godilia, sin hacerle caso, continuó su carrera hasta llegar de nuevo a la choza de la viejecita, a quien agradeció por los consejo que le había dado sin los cuales el condenado se la habría comido.

La viejecita le mandó entonces que regresara cuanto antes a su casa dándole par el camino un peine y un espejo, con las siguientes explicaciones sobre el modo de usarlos:

- Con estos te salvaras de todo peligro que se te presente. Si te encuentras con hombres o con animales peligrosos, arroja al suelo ya sea el peine o el espejo, y te convertirás en laguna si arrojas el espejo, y si arrojas el peine te convertirás en espinas.

Así lo prometió Godilia y partió de regreso a su casa y gracias a las dos cosas que le concedió la viejecita, pudo librarse de muchos peligros en el largo camino y llegó felizmente a casa de sus padres, en donde llegó a saber que su enamorado había muerto y su cadáver estaba sepultado en el panteón. Recién se convenció entonces que había caminado, no con un hombre, sino con el espíritu maligno de su amado, que había perecido por “mala muerte”.

Contó en seguida las peripecias de su viaje con el condenado y cómo había vuelto desde una laguna por la intervención de una anciana, a quien debía su salvación. Todos quedaron maravillados de su relato, su familia y todo el pueblo; y se supone que la anciana no era otra sino una santa, y se comprueba esta suposición por el pedazo de pan que le invitó, con el cual se quedó tan satisfecha como si hubiese comido seis platos de puchero.

EL CONDENADO QUE SE LLEVÓ A SU NOVIA

En un lugar lejano de la Sierra vivían un joven llamado Francisco y una muchacha llamada Paulina. Ambos tenían relaciones amorosas y, después de un tiempo, resolvieron unirse en matrimonio. Pero como los padres de Francisco no querían que éste se casara con Paulina, el joven le dijo a su novia:

- Vámonos mejor a otro lugar y allí nos casaremos.

En efecto, la saco de casa de sus padres y la llevó a una cueva. Lejos del pueblo. Allí le dijo:

- Paulina, Paulina, hemos venido sin nada. Mejor “lo iré” a sacar mis cosas a mi casa y tú no te muevas de aquí, aunque pase lo que pase, hasta que yo vuelva.

Luego partió con dirección a su pueblo. Esperó que fuese de noche para entra a sus casa sin ser visto de nadie. Llegada la noche y calculando que estuviesen durmiendo, entró en el pueblo. Protegido por la oscuridad penetraba sigilosamente a casa de sus padres, cuando “fue sentido” por su padre, que creyendo habérselas con un ladrón, se acercó a Francisco y le tiró un golpe en la cabeza con su bastón. El muchacho cayó sin vida.

Cuando el padre vio que había matado a su hijo Pancho, se puso a llorar amargamente, pero no podía hacer nada para resucitarlo. En la casa todo se convirtió en lágrimas. Toda la familia maldecía la ligereza del padre, y en medio de llantos hicieron el velorio de Pancho.

También para Paulina esa noche fue una noche triste. La pasó sola en la cueva, llorando sin cesar. Su imaginación le hizo oír las voces de Pancho en la obscuridad. Por fin, cansada de tanto llorar, se quedó dormida.

Al día siguiente, a eso de las seis de la tarde, cuando ya estaba medio obscuro sintió los gritos de Pancho que se acercaba dando unos “huapidos” que hacían temblar los cerros. Al sentir la voz del amado, se alegró Paulina, y cuando instantes después aquel llegó a la cueva, le preguntó:

- ¿Qué has hecho hasta ahora Panchito?- y sin darse cuenta que estaba hablando con un condenado, se echó a llorar.

El condenado le contestó con una voz rara y gangosa, como si pronunciase por la nariz, pero bien fuerte, diciéndole que su papá lo había golpeado en la cabeza. Luego se acercó a Paulina con una alforja en la mano, de la que sacó maíz y un “mate” con comida que había sobrado de su entierro, y le entregó a la muchacha diciéndole:

- No he podido sacar mis cosas porque mi papá estaba allí; sólo he traído esta comida para que comas y este maíz para que me hagas mazamorra, que estoy antojado.

Al escuchar esto exclamó la muchacha:

- ¡Cómo quieres que haga mazamorra aquí si no tengo ni olla en qué cocinar!

En ese preciso momento pasaban por el pie de la cueva dos arrieros que llevaban ollas de venta. El condenado le dijo entonces:

- Anda, préstate de aquellos hombres.

- ¡Listo! Ahorita voy- contestó la muchacha.

Pero el condenado, al ver que la muchacha iba a ir al encuentro de los arrieros, quiso atajarla diciéndole:

- ¡Espérate, te voy a amarrar con mi cordón!

Efectivamente, el condenado estaba con hábito y su cordón respectivo. Mas la muchacha que no reparaba en nada de esto le respondió con cólera.

- ¡No! ¿Para qué me vas a amarrar? ¡Ahorita vuelvo!

Y bajó corriendo a donde los arrieros. Entonces éstos, que habían logrado distinguir al condenado, le dijeron:

- Oye, muchacha, ¿estás loca o qué te pasa? ¿Por qué estás con un condenado?

Paulina se asustó mucho, pero no quiso creer y respondió moviendo la cabeza:

- ¿Condenado? ¡Líbrame, señor, de mis pecados!

- Si no estás convencida- le dijeron los arrieros- anda a su lado y prepara la mazamorra que te pide; cuando come ten cuidado de observar: toda la mazamorra va a bajar de su garganta por su pecho.

Como en ese momento el condenado empezó a llamarla con impaciencia, terminaron diciéndole:- mejor anda vete pronto, no nos vaya a comer a todos.

Y la muchacha volvió a la cueva a toda prisa. Preparó la mazamorra y se la dio al condenado. Vio entonces cómo comía: toda la mazamorra se le caía al suelo por la garganta. Asustada de veras, le dijo en cuanto terminó de comer:

- Voy a devolverles su olla a los arrieros.

Pero el condenado se opuso diciendo con voz terrible:

- ¡No! ¡Te amarraré con mi cordón; no te vayas a ir!

- ¡No!, ahorita vuelvo- replico Paulina y salió corriendo.

Al llegar donde los arrieros les dio las gracias, y uno de éstos le dijo:

- Oye, muchacha, ahora vas a ver si es condenado o no tu novio, voy a tocar mi ”cacho”: si es condenado se va a ir huapeando; si no, no.

En efecto, el arriero hizo sonar su cacho y al momento el condenado salió huapeando:

- ¡Huáp-jaaá! ¡Huáp-jaaá!

Paulina vio con espanto que el condenado se iba por el aire, sin tocar tierra, hasta una laguna próxima. Se quedó ella en el campamento de los arrieros. Pero como el condenado estaba cerca no les dejó dormir en la noche. Se acercó al campamento lanzando gritos espantosos que asustaron a los rucios que llevaban los arrieros, los que escaparon rompiendo sus cinchas y se dispersaron por las quebradas. Los arrieros se escondieron detrás de una piedra pero la muchacha no pudo esconderse y mientras corría tratando de escapar chocó con el condenado. Este le dio un abrazo tan fuerte que al soltarla la dejó “esqueleto y puro hueso”. Luego se fue.

Al amanecer los arrieros vieron los huesos de la muchacha, de lo cual les entró tanto miedo que se fueron sin buscar sus rucios.

Así el condenado se cobró de la muchacha.

EL NOVIO CODENADO SE VA CON SUS MULOS

Había una vez una pareja de enamorados que bajo palabra de honor y de común acuerdo se comprometieron a vivir juntos, sin jamás separarse.

Como los padres de la muchacha no querían que contrajese matrimonio, huyeron de casa de sus padres y se fueron a vivir a una cueva. Después de muchos días se les agotaron las provisiones. Entonces el novio salió a buscar alimentos. Desgraciadamente, al pasar por una quebrada, un rayo lo mató, y como era la época de las lluvias torrenciales, una avenida arrastró su cuerpo hasta el río Mantaro, donde se perdió para siempre.

Mientras tal desgracia le ocurría al infortunado novio, en la cueva la novia perdía la paciencia esperando a su compañero. Por fin después de muchos días, llegó con muchas cargas y varios mulos. Descargó primero los mulos y luego entró donde su amada pidiéndole que comer. Ella, muy obediente y complacida, le sirvió la famosa patasca. El hombre comía sin descansar, y a algunas preguntas que le hacía su compañera contestaba con voz ronca, que parecía que hablaba por la nariz. Además no quiso que encendiera la luz, pero como había bastante brasa en el fogón, a u resplandor pudo ver la muchacha que los paltos de patasca que se había servido el hombre se hallaban derramados en el suelo.

Se dio cuenta entonces que su novio ya no era de esta vida.

Efectivamente, como el hombre había muerto de mala muerte, Dios le cerró las puertas del cielo y lo condenó y lo arrojó a buscar su salvación.

Comprendiendo lo grave de la situación, la muchacha pensó en huir y con este propósito le dijo a su compañero:

- Voy a traer agua del puquio.

El condenado no aceptó. Entonces ella volvió a decir:

- Voy a hacer las aguas aquí afuera no más.

Tampoco aceptó el condenado. Entonces, aguzando su ingenio, la muchacha tramó la siguiente treta:

- Si crees que te engaño- le dijo al condenado- agarra la punta de mi faja y yo agarraré la otra desde afuera par que veas que no me voy.

El condenado accedió. La muchacha salió a la “puerta” de la cueva sosteniendo con una mano la punta de la faja, y una vez afuera la amarró en el tallo flexible de una planta que crecía a la entrada de la cueva, y hecho esto empezó a correr pies para qué te quiero.

Como la demora se prolongaba demasiado, el condenado se impacientó y salió…para ver que su amada había huido de su lado. Fue tras ella siguiendo sus huellas, lanzando unos huapidos de dolor que estremecían los cerros. Por fin llegó a distinguir a su novia que corría hacía a la población. Trató de alcanzarla, pero ella llegó primero y entró a la iglesia implorando a las imágenes de los santos para que la salvaran.

El condenado llegó a la iglesia y desde la puerta le dijo que diese gracias que había llegado a la Casa a donde él no podía entrar. Diciendo así regresó a la cueva, cargó sus mulos y se fue cuesta arriba, y jamás se le volvió a ver.

La muchacha regresó a su casa arrepentida y en adelante no quiso prometer matrimonio a nadie sin contar antes con la buena voluntad de sus padres.

EL CONDENADO QUE SE ROBA UN MULO

Un Buendía don Pancho, un veterano en largas caminatas, salía de Muquiyauyo con rumbo a la Montaña con su buen mulo que hacía como 30 años que le servía, y un par de borricos provistos de barriles vacíos para traer aguardiente puro de Chanchamayo para la fiesta de “Corcobados” que ya se avecinaba.

Muy de mañana salió de su casa llevando a su perro “Cutucho”, que nunca le dejaba y que siempre estaba alerta para acompañarlo. Su mujer y sus hijas lo despidieron encargándole que en las noches le “ucllase” a Cutucho, porque era la estación de invierno.

Don Pancho caminó todo el día y ya pronto anochecía sin que hallase hospedaje donde pasar la noche. Pero como hombre acostumbrado a las peripecias de los viajes y las inclemencias del tiempo, cuando la noche se hizo más lóbrega se detuvo en un lugar solitario, descargó a sus burros y se echó a dormir sobre la espesa alfombra del ichu. Cuidó que su mulo pasara la noche a su lado, porque él solía decirle: “Papacho, tú eres el mejor compañero de mi vida quien comparte mis alegrías y mis tristezas”. Se encargó también del encargo de su esposa de abrigar a Cutucho, pero dado el lugar en que estaban era necesario que el perro se desvelase a fin de cuidar a los burros, que por ahí cerca estaban atados a una peña.

Durante la noche comenzó a nevar copiosamente, pero don Pancho no lo sintió porque el cansancio le hacía dormir profundamente, en tanto que Cutucho velaba solo.

De pronto el perrito a aullar desesperadamente, como si viese un fantasma. Era un condenado que se acercaba lanzando grandes voces de modo que hacía temblar el suelo y derribaba las pircas de piedra. El condenado llegaba ya y el pobre perrito no podía ladrar más y huyo despavorido, mientras su dueño seguía durmiendo.

Entonces el condenado se acercó, desató al mulo y escapó a la carrera llevándoselo allá a las lejanas cordilleras.

Don Pancho despertó cuando ya había amanecido y lo primero que echó de menos fue su mulo, que no estaba a su lado, lo mismo que su perro Cutucho, pero lo que más le importaba era su mulo. Salió en su búsqueda y ¡que felicidad!, esa noche había nevado bien, y ante su vista aparecieron los rastros de su mulo estampados en la nieve, de modo que no hizo otra cosa que seguir las huellas. Iba penosamente, lanzando suspiros de vez en cuando, pensando que acaso encontraría muerto a su mulo.

Caminó durante varias horas tras las huellas, que se dirigían a las cordilleras silenciosas. Fatigado llegó a la cumbre de un cerro y, allá abajo, vio a su mulo bien amarrado y encerrado en un corral de piedras. Con el mayor silencio entró al corral y se acercó al mulo, pero vio que allí cerca, en su cueva, estaba el condenado roncando. Llevaba un vestido todo harapiento, tenía la cara partida por el frío y las rodillas acabadas. Pero otro detalle que lo llenó aún más de terror fue ver por allí cerca un montón de huesos, señal de que el condenado se alimentaba de carne.

Sigilosamente salió del corral después de haber desatado muchos lazos con que había sido atado el mulo. Se montó y a galope se vino con la mayor velocidad que pudo. Llegó al sitio en que había esa noche, cargó a los burros y emprendió la retirada. Pero casi en seguida oyó a lo lejos los gritos del condenado: ¡Huájay! ¡Huájay! Y una voz retumbante que decía:

- ¡Bota esa cruz! ¡Bota esa cruz!

¿Qué significaban esas palabras? Era que don Pancho, como buen católico, llevaba pendiente de su pecho un gran crucifijo.

Para alivio suyo, en ese momento aparecieron otros viajeros que subían, quienes al enterarse del suceso que acababa de ocurrir, empezaron a chupar hasta embriagarse. Ya fortalecidos por el aguardiente, valientes y embravecidos, como son los borrachos, comenzaron a desafiar al condenado, mostrándole sus cuchillos, y con voces amenazadoras le decían:

- ¡Carajo, ven a luchar! ¡Cobarde, hoy has de ver si te escapas! ¡Desgraciado, hoy te sacamos las tripas afuera!

Y junto con otros improperios, lanzaban su gritó de guerra: “¡Huap, huap, huaaá!”. Así, huapeando y amenazando, hicieron correr al condenado que huyó allá lejos a la cordillera.

Don Pancho continuó su viaje y volvió a su casa, donde contó a su mujer e hijas que la cruz que tenía le había salvado de una muerte segura a manos del condenado y que Cutucho había muerto de susto en el camino.

EL CONDENADO QUE MATÓ A SU ESPOSA

Este breve relato me lo contó una mujer viuda, vecina de la cercan villa de Huertas, y se refiere al caso de un hombre que después de fallecido anduvo su espíritu en estado maligno, convirtiéndose a la postre en condenado.

En los comienzos de la década pasada había dejado de existir en el lugar ya mencionado un humilde labrador llamado Erasmo. Su esposa se llamaba Filomena.

Había transcurrido un lapso de tiempo desde la muerte de Erasmo, cuando uno de los parientes de éste manifestó que mientras se dirigía a vigilar su sembrado, a altas horas de la noche, habíase encontrado con un condenado que lo persiguió. Y dijo que estaba seguro de haber reconocido a Erasmo, que iba arrastrando una cadena atada a uno de sus pies y botando por la boca un resuello candente.

Esto se lo contaron a la viuda. Su finado esposo se hallaba en estado maligno. Entonces ella recordó que, cuando vivió, su esposo había robado una cadena. Y como ellos creen que la persona que roba algún artefacto de metal es castigada por Dios después de su muerte, transformándola en espíritu maligno, ya no dudaron que Erasmo estaba efectivamente condenado.

Por eso los vecinos le suplicaron a la viuda devolviese esa cadena a su respectivo dueño, que ella, por estar al tanto del robo, debía saber quién era. Pero Filomena no hizo caso de tan buen consejo, que de haberlo hecho, Erasmo dejaba de ser condenado, porque es bien sabido entre los indígenas que el alma difunta del que ha robado sigue penando y andando errante hasta que los deudos devuelvan a su dueño la prenda robada. Por tanto Erasmo siguió andando condenado.

Por ese motivo le sobrevino la desgracia a la misma Filomena. Una madrugada, a las dos luces, fue a recoger agua al sitio en que se coge, que está como a dos cuadras de su casa. En ese momento se encontró con el condenado, en quien, como ella después confesó, reconoció a su esposo Erasmo. El condenado la maltrató cruelmente y la dejo hecha un monstruo con los golpes que le propinó.

De las andanzas posteriores del condenado Erasmo, no obtuve más datos porque supe que la pobre Filomena había dejado este mundo a consecuencia de los maltratos que le infligió su esposo en su estado diabólico.

EL CONDENADO QUE QUISO LLEVARSE A SU MUJER

Hace mucho tiempo que en un pueblo de la Sierra un labrador contrajo matrimonio con una mujer del mismo lugar. Algunos días después de su enlace, el labrador se fue a trabajar a los asientos mineros para procurarse allí algunos centavos más para su familia. Su señora se quedó en casa al cuidado de sus animales, pues habían adquirido una buena cantidad de ellos, especialmente a un gran número de ovinos. Como el pueblo en que vivía carecía de pastos suficientes, llevó su ganado a una aldea muy distante donde tenía familiares.

Hacía tiempo que el esposo no mandaba cartas para su familia y nada se sabía de él. Era que había muerto repentinamente.

Una noche la señora “sintió” que sus perros ladraban a un hombre que se acercaba a la casa. Aunque estaba obscuro, la señora reconoció inmediatamente a su esposo. Le hizo pasar adelante y le dio asiento en la cocina.

- ¿Por qué no has mandado cartas ni encargos? ¡Yo pensaba más que te habías muerto! -le dijo la señora después de las primeras palabra del encuentro.

- Si, me he muerto. Hace tiempo –respondió su esposo con una voz extraña.

La señora empezó a sentir miedo. No obstante, para disimular la impresión del momento le preguntó:

- ¿Podrías tomar caldito?

- No, -respondió el condenado- porque mis dientes de han caído de tanto comer carne.

- Mazamorra, entonces –insistió nuevamente la señora.

- Eso sí tal vez –respondió el otro- a ver dame un poco y no enciendas la candela.

La señora se sobresaltó más al oír esta última indicación. ¿Por qué no quería su marido que encendiese el fuego? Entonces le preguntó:

- ¿Por qué no quieres que prenda la candela?

- Porque mis ojos temen la luz y estoy acostumbrado a estar en la oscuridad –respondió el condenado.

La señora se calló, pero temblando de miedo y pensando entre sí sobre la manera de salir de la choza. Le sirvió un plato de mazamorra y pronto “sintió” el ruido que producía la garganta del condenado al comer. Sin poder ya contenerse, sopló disimuladamente la candela y apenas alumbró un poco, vio que la mazamorra que comía estaba saliéndose por su cuello.

Ahora sí la señora se dio perfecta cuenta de que su marido era un condenado. Resolvió entonces derramar el agua que contenían sus baldes para tener el pretexto de ir al manantial a traer agua y escaparse en seguida. En efecto, derramó disimuladamente el agua de los baldes sin que lo notase el condenado. Luego le dijo:

- Voy a ir por agua para preparar la comida de mis perros.

- No vayas –le respondió el condenado- por esta noche tus perros podrían amanecer aunque sea sin comer. No se morirán.

Pero la señora insistió en salir diciendo:

- Mis perros no pueden amanecer sin comer. Los prefiero más que a mi estómago.

Entonces el condenado le dijo:

- Mejor sería que te acompañes con mi cordón para que no tengas miedo.

- Bueno –aceptó la señora y se fue con el cordón.

Al llegar al puquio el cordón comienza a hablar y le avisa:

- Este condenado ha venido a comerte. Escápate. A mí amárrame en la ujsha para no volver más al lado de ese condenado.

Pues entonces la señora amarró bien fuerte el cordón en la ujsha (paja de la puna), sacó sus romas y se fue a toda carrera donde un padre que se encontraba a muchas leguas de allí.

Al poco rato que había llegado a la casa del fraile, “sintió” rugir al condenado. El padre se puso a rezar toda la noche para salvar a esa señora. Al amanecer cantó el gallo y el ondenado se fue diciendo:

- ¡Te has salvado! ¡Me voy!

Al poco tiempo de este suceso la señora murió en su casa.

UN ARRIERO CUMPLE EL ENCARGO DE UN CONDENADO

Hace mucho tiempo hubo en Matahuasi un viejo arriero a quien las gentes le llamaban cariñosamente “Taita Simón” y que desde su mocedad se había dedicado al arrieraje. En sus muchas andanzas y largos recorridos, tuvo encuentros con los condenados y otros espíritus malignos, sin que nada malo le resultase de tales encuentros, porque, dicho sea de paso, él era muy valiente y no tenía miedo ni a la muerte. El presente relato se refiere a uno de esos encuentros que tuvo con un condenado.

Un día le avisaron de que en la estancia lejana en que tenía sus animales, había parido su vaca. Inmediatamente se puso en camino con el propósito de llevarse al ternerito a su casa para criarlo hasta que fuese grande. Llegó a la estancia después de haber caminado todo el día. Al día siguiente emprendió el camino de regreso, llevando a la vaca, al ternerito y una mula.

Después de haber caminado bastante, y a eso del medio día, el ternero se detuvo espantado y no quiso caminar. Parecía que alguien lo estuviese atajando, y en vez de seguir adelante, partió a correr hacia abajo. El taita Simón corrió en su alcance y lo hizo volver, pero el ternerito no quería pasar adelante y se escapaba una y otra vez. Mientras tanto ya atardecía. Por fin, tras muchos esfuerzos, el ternero pasó adelante, pero siempre espantado, a la vez que la mula se paraba de trecho en trecho y movía las orejas.

Al poco de haber caminado cerró la noche. El viejo arriero continuó su camino en la oscuridad. Se desató el viento y la paja de la puna comenzó a silbar. En ese momento se sintió a lo lejos un grito agudo y prolongado mientras del cerro caían las piedras rodando. Entonces el taita Simón hizo parar a la vaca, el ternero y la mula, y sacó de su alforja una faja de colores, varios panes y un crucifijo que siempre llevaba condigo. Nuevamente se escuchó el grito, pero esta vez más potentes y más cercano. Las piedras del cerro rodaban y el eco retumbaba. De pronto taita Simón vio un gran bulto negro que avanzaba por el frente hasta llegar a un camino que por ahí pasaba, en cuyo borde se paró.

El arriero comprendió que estaba delante a un condenado. Sin perder la serenidad, se enfrentó a el con todo valor y le preguntó que hacía allí y por qué quería hacerle asustar. A lo que el condenado respondió diciendo que Dios lo había castigado porque había escondido una barreta en el suelo y que su nombre era Pascual Ninahuanca. Le rogó que fuese a su casa y desenterrar esa barreta para que pudiese salvarse.

Taita Simón le prometió ir y hacer lo que le indicaba, con lo cual el condenado quedó satisfecho y se alejó dando los mismos gritos, al tiempo que era azotado con unas cadenas manejadas por manos invisibles. Poco apoco sus gritos se fueron haciendo mas lejanos hasta que dejaron de escucharse.

El arriero continuó su camino y llegó a su casa al amanecer. Fue a la casa del condenado y desenterró la barreta y la devolvió a su dueño, para que pudiera salvarse el condenado.

LOS ENCARGOS DE UN CONDENADO

En la creencia del vulgo los condenados son almas pecadoras que juzgadas por Dios, ha sido sentenciadas a vivir en las cordilleras. Son espíritus que salen a la hora del crepúsculo o a ciertas horas de la noche y andan por los alrededores de la cordillera infundiendo susto a los caminantes.

Así, cierta vez, a la hora del crepúsculo, un viajero atravesaba la cordillera de Morococha, en compañía de su esposa. De repente sintieron arriba un ruido extraño seguido por el desprendimiento de pedazos de nieve que cayeron rodando de la altura. Miraron hacia donde se producía el ruido y vieron con asombro que en medio de la nieve se hallaba un hombre cargado de cadenas, dando grandes alaridos.

El viajero que conocía perfectamente todos los achaques relativos a los condenados, le dijo entonces a su esposa:

- Aquel hombre es un condenado –y se atrevió en seguida a hablarle, preguntándole quién era y por qué había sido castigado, a lo que el condenado respondió:

- Me llamo Pedro Tejada y estoy aquí encadenado porque mi hijo no está casado. Además en vida oculté mis ahorros, consistente en moneda de plata, dentro de un porongo que se halla escondido en el subterráneo que está junto al poyo de mi cocina.

Luego le encargó al viajero que le hiciese el bien de decir a su viuda que haga contraer matrimonio a su hijo y que extraiga el tesoro oculto para obtener su salvación y para que lleguen a su término sus tormentos en la cordillera. También le dijo:

- Mis zapatos se han acabado y ahora me hallo descalzo. Dile a mi mujer que me mande un par de zapatos nuevos.

El viajero le ofreció cumplir con sus encargos, y al llegar a su pueblo cumplió religiosamente los deseos del condenado. Y la viuda inmediatamente hizo contraer matrimonio a su hijo y extrajo el dinero escondido y, cumpliendo con el último encargo del condenado, compró un par de zapatos nuevos y los envió en el ataúd de un difunto que se enterraba.

Después de esto no se supo más del condenado ni se le vio por ninguna parte, presumiéndose que obtuvo el poder de Dios y se fue al cielo.

OTRO CONDENADO QUE MANDA ENCARGOS

Cierta vez habían salido de Jauja tres arrieros con dirección a las montañas de Monobamba, con el propósito de traer coca y aguardiente para un trabajo que estaban realizando por contrata un grupo de hombres.

Habían caminado ya todo el día y al cerrarles la noche estaban atravesando los senderos solitarios de a puna, cuando a eso de las nueve de la noche vieron, a la luz de la luna, como a una cuadra de distancia, a un hombre sentado al pie de un cerro que gemía tristemente. Los arrieros comprendieron que tenían que vérselas con un condenado. El susto les invadió el cuerpo y les aflojó el estómago. Intentaron pasar sin hacerse sentir, pero uno de ellos que tenía un corazón muy fuerte, más que los otros, resolvió interrogar al condenado. Se paró y preguntó en quechua:

- ¡Paisano! ¿piimi caycanchu? (¡Paisano! ¿Quién eres?

A lo que el condenado respodió:

- ¡Peña-mi caycá! (Yo soy Peña)

- ¿Imapitan caycanqui? (Y ¿por qué estas condenado?) –continuó preguntando el arriero.

- Suc aguajata sugaculusapitam! (¡Por haberme robado una aguja!) –contestó el condenado.

Entonces los otros arrieros le gritaron:

- ¡Ven aquí!

Pero el condenado no quiso acercarse y desde el sitio en que estaba les encargó a los arrieros rogándoles que cuando volvieran a Jauja, avisaran a sus hijos para que devolviesen la aguja a la persona a quien habían robado, a fin de que pudiera salvarse.

Los arrieros prometieron hacerlo y siguieron su viaje hasta Monobamba, donde compraron lo necesario y retornaron a Jauja. Allí dieron aviso a los hijos del condenado de su encuentro con éste y de las cosas que les había encargado. Los hijos se apresuraron a cumplir el encargo de su padre.

De ese modo se salvó el condenado. Y en otro viaje que hicieron los mismos arrieros, oyeron que el condenado les gritó diciendo:

- ¡Muchas gracias! –pero ya no lo vieron.

LA CONDENADA QUE OBRA UNA PROMESA

Esta dolorosa historia se realizó en esta hermosa ciudad de Jauja.

Dos enamorados vivían el amor. Realizaban sus entrevistas con plena autorización de sus padres. Una tarde ambos juraron solemnemente amarse y no separarse jamás hasta la muerte.

Pero esos amoríos se acabaron porque la prometida fue presa de una enfermedad que la llevó a la tumba.

Tan infortunado suceso sumió al infeliz amante en la más honda pena, y para olvidar el recuerdo de su amada decidió abandonar su tierra, en donde había visto la luz. Después de haber asistido lo funerales de su prometida, alista sus ropas y despidiéndose de sus familiares y amistades, emprende su largo viaje a pie.

Aún no había dejado mucho camino atrás, cuando de repente siente a sus espaldas un grito desgarrador en que reconoce la voz de su amada, quien le da alcance y enfrentándose con él, le dice:

- ¡Tú me has jurado no abandonarme hasta la muerte!

Y concluyendo de decir estas palabras cae en tierra y muere de nuevo.

Un sentimiento de dolor y espanto oprime al joven al contemplar la figura pálida de su prometida, al escuchar sus palabras y al verla morir de nuevo.

Recurriendo a su denuedo, cava un hoyo profundo y entierra allí a la mujer querida, cubre su tumba con piedras y espinas y reanuda su marcha más tranquilo y resignado, creyendo que su difunta prometida ya no iba a fastidiarle más.

Había caminado por el espacio de una hora más o menos, cuando por segunda vez se le presenta su prometida y pronunciando las mismas palabras del juramento, cae a sus pies y muere de nuevo. Otra vez el joven entierra el cadáver y huye con la punzante y fúnebre obsesión de ver nuevamente la pálida figura de su prometida. Por eso ahora marcha a toda prisa deseoso de alcanzar cuanto antes la ciudad próxima.

Lo primero que hace al llegar a la ciudad es entrevistarse con el párroco en busca de consejos para librarse de la persecución de su amada. Después de escuchar toda la historia del joven el cura le dice:

- Tu prometida se ha convertido en condenada y te seguirá sin descanso a donde vayas. El único medio para que te libres de ella es que le devuelvas tu juramento, pero debes decírselo antes de que ella caiga a tus pies. Seguramente va a venir a buscarte aquí y te dará una oportunidad.

Efectivamente, cuando el religioso miró hacia la puerta de la calle, vio a la condenada que quería entrar. Entonces le dijo al joven:

- Anda y cumple mi consejo.

El joven salió al encuentro de su prometida, quién repite sus palabras consabidas:

- Tú me dijiste que no me ibas a abandonar hasta la muerte!

Pero antes de que caiga a sus plantas, le dice el joven, dándole la mano:

- ¡Pues te devuelvo mi palabra de honor!

La condenada cogió su mano y cayó muerta por tercera vez, pero esta vez para siempre. El joven la enterró y siguió su camino

Convencido de que su prometida ya no la seguía fastidiando más, el joven buscó una nueva enamorada para casarse meses más tarde.

EL CONDENADO QUE CUMPLE Y HACE CUMPLIR SU PROMESA

Dos jóvenes, en la flor de la adolescencia, estaban mutuamente enamorados, tan intensa y apasionadamente que no bastaba promesas ni juramentos para satisfacer sus ansias de vivir confundidos en un solo ser. Desgraciadamente el joven temía entrar a pedir la mano de la joven porque estaba seguro de ser mal recibido y quizá cruelmente maltratado, pues sabía que el padre había dicho por repetidas veces:

- Mi hija es la única en este pueblo que se halla conservada y, por lo tanto, no permitiré en ningún momento que arrastren su nombre y al primero que venga a pedirme para esposa. ¡Lo mato! Porque quiero que ella sea ejemplo de este lugar corrompido, donde los hombres ni bien tienen quince años están con que “me casaré”. Con esto no digo que ella no se ha de casar. ¡Se casará a los veinte años! Y quien venga entonces será su esposo y yo procederé en la mejor forma posible. Los ayudaré en algo y con algo. Pero, por el momento, “no” Ella tiene sus 16 años: quienquiera que sea, que espere. Nada de plazos. Son tretas para burlarse.

Consecuentemente con esta declaración, el padre hizo tratos con un hacendado que tenía un hijo, con quien, entre palabra y palabra, se comprometió a darle su hija, y así, como padres que eran, acordaron casar a sus hijos dentro de cuatro años, pero sin hacerles saber nada al respecto, sino hasta que llegue la hora todavía.

Sabedor de estas circunstancias, el joven le hizo jurar a ella que sólo se casaría con él. Ella juró devotamente y le dio su palabra de seguirle a donde él quisiera llevarla.

Un día, aprovechando de que tanto los padres del joven como los de la joven se hallaban ausentes, asistiendo al velorio de un vecino, ambos enamorados se reúnen a solas y resuelven fugarse del hogar. A eso de las ocho de la noche tienen listas sus cosas. María que así se llamaba la joven, le dice a su enamorado:

- Nada más tengo que llevar. Mi quipe está listo

A lo que le responde Miguel, que tal era el nombre del enamorado.

- Has cumplido con tu palabra y has obedecido mis consejos. Quipichate tu quipe y yo te ayudaré a salir por esta ventana.

María obedece y se pone el quipe a la espalda, mientras que Miguel le sigue preocupado por el dinero que tanta falta les hace.

Salen silenciosamente, caminan un largo trecho hasta que Miguel dice:

- Sigue caminando, María, que voy a quedarme a defecar –y se detiene todo confuso e intranquilo. No tenía dinero y debía sacarlo como sea. Vuelve rápidamente casa de sus padres y la encuentra con llave. No tenía por donde entrar. Pero valiéndose del caballo de unos arrieros que pasaban en ese instante, logra trepar por la pared y entra a la casa.

Una vez dentro, subió al segundo piso y con facilidad extrajo el dinero que necesitaba.

Mientras esto hacía el hijo en la casa, el padre había estado en el velorio del vecino. Sintió que la coca de la mishquipa se le amargaba cada vez más. Lo atribuyó a la calidad de la coca, que acaso tendría mal gusto (llica). Con este pensamiento sale del velorio y se dirige a su casa a traer su “huallqui” de coca. Al entrar ve luz en el segundo piso y sube a toda prisa para ver quién estaba allí. De repente siente un gran ruido y un grito de dolor. Llega a los altos y encuentra la puerta abierta, pero no ve a nadie ni tampoco la luz.

Era que Miguel, al sentir los pasos que subían, y no queriendo ser descubierto, intentó arrojarse por la ventana, pero con tan mala suerte que al tirar a la espalda el poncho que llevaba puesto, se le fue a la cabeza y le cubrió los ojos, por lo que dio un tropezón y se precipitó de cabeza sobre un montón de piedras que había allí para cimientos y que él había olvidado. De ese modo se mató.

Viendo el padre la ventana abierta se asomó y vio al pie, tendido, el cuerpo de un hombre. Bajó en seguida a ver quién era, pero no pudo reconocerlo porque tenía la cara desecha y el cráneo roto en tres pedazos. Justamente alarmado volvió al velorio y comunicó a los concurrentes lo que acababa de ocurrir en su casa.

Cuando regresó acompañado por la gente del velorio, no encontraron el referido cadáver. Solo hallaron el dinero y la sangre congelada.

- ¿Qué paso con el muerto? ¿Se lo comió la tierra? Se preguntaban intrigados unos a otros, y uno de ellos afirmó:

- No, se ha condenado, se ha ido alma y cuerpo. Tendrá algún pecado muy grave.

Todos, asustados, temblaron de miedo… nadie penó que el condenado era Miguel, menos todavía el padre porque creía que su hijo estaba durmiendo en la choza, cuidando la chacra.

María había avanzado una legua fuera de la población y se sentó a esperar a su amante junto a una vieja capilla de la Cruz de Mayo, la cual le pareció ser un gran templo. De pronto siente que una voz le llama desde adentro. Se acerca a la puerta sin temor…Una señora de vestido blanco y manto negro estaba allí. Al verla le preguntó la joven:

- ¿Me llama usted señora?

Y la señora le contestó con voz severa:

- ¡Hija desdichada, desobediente, loca! ¡Pensaste fácil pero hoy la suerte te es adversa! Toma este peine (de una calidad muy fina y distinta de los peines corrientes), este jabón (de una fragancia exótica y de color rojo arcilla) y esta aguja (que parecía de oro por su brillo).

La joven recibe estos objetos, llena de espanto. Le pareció que soñaba. Quiso responder, pero se lo impidió un ruido extraño que sintió a sus espaldas. Al volver la cara vio que alguien venía, e inmediatamente lo reconoció por el poncho. Era Miguel.

En ese momento el perrito que criaba en la casa, y que le había seguido sin que ella se diese cuenta, empieza a aullar con voz agonizante. María se tranquiliza creyendo que su amante está de regreso y se da vuelta para preguntar a la señora qué cosa, debe hacer con estos objetos, cuando advierte que todo ha desaparecido. No hay tal señora, ni tal templo. Solo ve la capilla vieja con su Cruz de Mayo. El perrito sigue aullando y no deja que Miguel se acerque a ella un solo paso, por lo que María, colérica, agarra una piedra y le da en la cabeza al perrito, que cae desmayado.

Se acerca entonces Miguel y sentándose al frente de ella le dice:

- Amárrame la cabeza, me duele mucho.

María, compasiva, quiso amarrarle con su pañuelo, pero al dar un paso hacia Miguel una mano muy suave le detuvo del brazo y le quitó el pañuelo al tiempo que una voz le decía:

- ¡Escápate! ¡Huye! ¡No te dejes agarrar por ese hombre que está condenado a vagar por los lugares solitarios de la cordillera por haber jurado por Dios y su madre y por darte su palabra de compromiso matrimonial; por robar dinero de sus padres, dos gallinas y un saco de quinua y, por último, por haber muerto sin confesarse. Tú eres inocente. Utiliza los objetos que te dio la Virgen cuando te quiera agarrar, pues si te dejas, te llevará consigo.

- Como María demoraba, el condenado que le esperaba impaciente, empezó a decir con voz que produjo eco en todos los cerros:

- ¡Amárrame! ¡Temo que se me caigan los pedazos!

La joven sin detenerse a contestar, huye a toda prisa siguiendo el rumbo que hasta entonces había seguido. El condenado le seguía. Estaba ya por tomarla del brazo, cuando ella hecha al suelo el peine de la Virgen, y al momento surge un bosque tupidísimo. El condenado se demora en pasarlo, pero lo consigue y otra vez esta cerca de la fugitiva. Entonces ésta suelta el jabón y el suelo se cubre de atolladeros y de un lodo resbaladizo. Pero pasa el condenado y se acerca nuevamente. María deja caer tras sí la aguja y el camino se ve cerrado por una densa barrera de plantas espinosas. El condenado tuvo que rodear el obstáculo y otra vez se hallaba cerca. Entonces la joven tiró el espejo al mismo cuerpo del condenado. Un lago inmenso se extendió entre el perseguido y su víctima.

El condenado se hallaba ya cansado para pasar el lago y se contentó con decirle a la fugitiva:

- ¡Cumpliré mi promesa! ¡Me esperarás!

En seguida se le apareció a María un ángel y le dijo:

- Sígueme y no te alejes.

María obedeció y el ángel le condujo a casa de sus padres por un camino distinto. Eran las cinco de la mañana cuando se encontró nuevamente en su casa. Le pareció que había soñado, pero era cierto lo que había ocurrido. Su mismo padre le contó que Miguel había desaparecido y la gente lo comentaba de diversas maneras, aunque nadie decía que estaba condenado. Sólo decían que se había perdido.

Pasaron los cuatro años, plazo que tenía el hacendado y el padre de María para casar a sus hijos.

Se señaló el día de las bodas y se anunció en la parroquia del pueblo.

Todo está listo y se encaminaron los novios hacia la iglesia. Eran las 11 de la noche. De repente oyen una voz que hace retumbar los cerros. Toda la gente tiembla de miedo. Algunos que acostumbran hacer viajes a la Montaña dicen: ¡“Es el condenado”!, porque siempre que atravesaban la cordillera oían esa voz retumbante.

Con una velocidad asombrosa, botando candela por la boca, entra el condenado al pueblo y se dirige donde están los novios. De un empellón apartó al novio diciéndole:

- ¡Yo sé que tu no tienes la culpa, ni los padres que tramaron este matrimonio, si no esta mujer que no es sincera! ¡María!, -dice encarándose con la novia- nos juramos amarnos para siempre, yo por Dios y mi madre, y tú por esta luz y por la Cruz, ¿Por qué faltas al juramento, a tu palabra y a tu promesa? Me dijiste que ha donde fuera yo irías tú. ¿Por qué no lo hiciste?

María responde:

- ¡Perdón, Miguel! ¡Mil veces perdón! –y le agarra y le besa la mano hincada de rodillas-. ¡Lista estoy a cumplir todo lo que te prometí!

Entonces el condenado coge a María y ambos penetraron a la iglesia. Van a postrarse bajo la Cruz. Nadie los sigue. Sólo lo hace el párroco presumiendo que algo nuevo va a ocurrir. El condenado vuelve el rostro y el párroco ve en él una extrema desesperación, los ojos hundidos, las fosas de la nariz abiertas, los labios pegados, la mandíbula inmóvil. Más era calavera que rostro. María llora sin cesar bajo la cruz.

El sacerdote se acerca lentamente y le pregunta al condenado si quería confesarse. El condenado acepta gustoso y junto con María se dirige al confesionario. A petición de ambos el cura los casa en el nombre de Dios.

Entre tanto el pueblo justamente alarmado, se presentaba con palos, picos, combos, barretas y algunos con armas de fuego. Otros traen sogas y lazos y los demás preparan una gran fogata en medio de la plaza para terminar con el condenado. Estaban listos para entrar a la iglesia, cuando ven que de ella salía el condenado junto con María, ya desposados, sin que la gente supiese que el cura los había casado. El condenado ya no infundía miedo. Parecía natural.

Al salir de la iglesia el condenado da un tropezón y cae violentamente a tierra y ante el asombro general se convierte en el verdadero y auténtico cadáver de Miguel, tal cual lo había visto su padre cuando cayó de la ventana de su casa, con el cráneo partido en tres pedazos, solo que esta vez no había sangre.

Asombrada la gente, especialmente los padres de ambos desposados, levantaron el cadáver y lo llevaron a velar en la Municipalidad. Al día siguiente le hicieron un entierro solemne y en su lápida grabaron este epitafio:

“Aunque de muerto, mi promesa cumplí e hice cumplir”.

EL CONDENADO QUE IBA A VIUDA JANCA

El presente es el relato de lo que le sucedió a un arriero, de cuyo nombre no me acuerdo, cuando realizaba uno de sus viajes a Chicla a traer sal, para Tarma, hará mas o menos unos treinta años.

El referido estaba dedicado a ese negocio y un día estaba de regreso de dicho lugar, acompañado por varios otros arrieros dedicados a esta misma ocupación, cuando les cerró la noche en el camino. Optaron entonces por descansar en un paraje denominado Yurajmayo. Algunos de los arrieros, rendidos por el cansancio, se quedaron dormidos. Sólo nuestro arriero y dos más se hallaban despiertos.

De pronto loa animales empezaron a rebuznar y relinchar y los peros a aullar, demostrando todos un gran espanto. Burros y caballos rodean a los arrieros como si estos les estuvieran dando el pasto y se reúnen y se apretujan entre ellos. En el silencio de la noche se escucha el silbido del viento, al pasar a través de la “ujsha” de la puna, y la caída de la piedra de los ceros. Lugo a una distancia a cien pasos distinguieron que se iba acercando un grupo como de tres personas que iban juntas. Al centro iba uno vestido de negro y a sus costados marchaban otros dos con hábitos blancos.

El de vestido negro era propiamente un condenado. Escucharon que decía:

- “Yo soy Andrés Pucrayla, me voy a Viuda Janca! –y contaba que se iba a la cordillera a cumplir un castigo.

Cuando pasó, los perros salieron tras el condenado, pero “pobres animales” fueron cogidos por el condenado y lanzados hacia los arrieros, y éstos pudieron ver que los perros vomitaban. Entonces nuestro arriero sacó su revolver y disparó. El condenado se alejó velozmente, como el aire.

Cuentan que este hombre salió condenado por haberse dado muerte a é mismo.

UNA MUJER ESPIRITISTA HABLA CON EL CONDENADO

Paseando un verano por las alturas del puente de Malpaso, por el paraje denominado Puito, que queda a unos kilómetros de Parco, por donde antiguamente pasaba el camino a la capital, vi una casa en ruinas que tenía el aspecto de un hogar pobre. La vista de esta casa despertó en mí la curiosidad de saber quienes fueron sus dueños y la época en que estuvo habitada.

Días después volví a pasar por las cercanías de tan extraño lugar y me encontré con algunos labriegos que estaban sacando papas. Les pregunté acerca de diversas cosas hasta que llegamos a abordar el tema de la casa, y me contaron la siguiente historia, que la refiero tal como me la relataron:

Era por los años de 1890 a 1896, época en que los viajeros de la sierra hacían sus viajes de ida y regreso a Lima por las lomas que rodean el rio Mantaro, vivía en la casa ruinosa un hombre llamado Ascencio Bueno con su esposa e hijos. Este hombre era uno de esos representantes de la raza indígena, pero tenía el peor defecto: el del robo y la mentira.

Cierta vez que pasaron varios llameros con su recua de llamas de Lima a Huancayo, llevando muchas cargas de sal en sus llamas, le pidieron alojamiento a dos Ascencio Bueno porque era entrada la noche. El hombre aceptó darles alojamiento a condición de que le pagasen algunas monedas de plata, y como los arrieros no veían otro lugar en que pasar la noche, aceptaron y se quedaron. Descargaron los sacos de sal y lo guardaron en un pequeño cuarto, próximo al que ocupaban. Luego amarraron la puerta con una pequeña soga y se quedaron profundamente dormidos debido a la larga jornada que habían realizado durante el día.

A la media noche Ascencio Bueno abrió el pequeño cuarto donde se hallaban las cargas, sacó unos cinco sacos de sal, y lo escondió entre un montón de piedras, muy lejos de su casa.

Al despertarse los arrieros al otro día, se dieron cuenta de la desaparición. De los cinco sacos de sal. Preguntaron al dueño de la casa, pero este les dijo que no sabía nada y que alguna otra persona les había robado. Al oír esta disculpa los arrieros se fueron muy tristes y pesarosos.

Pasado algún tiempo don Ascencio se fue a pasear por las chacras, y mientras pasaba por atrás de unos arbustos vio a un amigo suyo que, después de haber arado su chacra, escondía la reja de su arado bajo la tierra.

Entonces don Ascencio no se hizo ver y esperó que se fuese el dueño de la reja. Cuando éste se fue llevando su yogo, su arado y sus bueyes, salió don Ascencio de su escondite, desenterró la reja y se fue a su casa con ella y allí lo escondió.

Al día siguiente el chacarero constató la desaparición de su reja. Preguntó al uno y al otro, pero nadie le dio razón de ella, por lo que lloró amargamente.

No pasó mucho tiempo de eso, cuando cometió otro abuso. Una tarde fue a casa de una señora a cobrarle un pequeño préstamo que le había hecho. Pero la señora que era pobre le dijo que no podía pagarle pues no tenía nada por el momento. Muy indignado por esta excusa, don Ascencio salió al patio y al ver allí una barreta, la cogió y se la llevó.

Pasaron todavía algunos años y un buen día don Ascencio cayó gravemente enfermo y a los pocos días murió. Después de su entierro, empezó a correr de boca en boca la noticia de que el alma del difunto se había condenado y que andaba haciendo asustar a la gente.

Diariamente cundía el rumor de los sustos que ocasionaba el alma del muerto. Hasta que cierta noche llegó a la casa de la viuda y allí se quedó.

Cuando el sol se ocultaba el condenado empezaba a tirar piedras a la casa. Sumamente asustada, la viuda mandó llamar a una señora muy devota de todos los santos y muy buena, para que alejase al alma condenada. La señora llegó al día siguiente todavía, pues vivían en Huaripampa. Entonces hizo cantar “vacas”, canto muy bueno contra los espíritus malignos; después hacia rezar continuamente con las luces prendidas. Ni bien apagaba las luces, el condenado empezaba a tirar piedras y una de las pedradas le llegó a la señora devota y le rompió el sombrero de paja que llevaba puesto.

La viuda no pudiendo soportar tanto susto, llamó a una señora espiritista para que hablase con el alma. Esta señora aceptó a condición de que le pagase una libra y un carnero, lo cual fue aceptado por la viuda.

Una noche la espiritista habló con el condenado y este le dijo que le avisaría el motivo por qué estaba andando en este mundo, pero con tal que ella la esperase debajo de una casa.

Al día siguiente la espiritista se fue debajo de una casa, cerca de la plaza de Parco y se tendió en el suelo. En ese instante acudió el alma condenada y le dijo que no podía decirle nada porque unas personas le estaban mirando por el balcón y le dijo que más bien fuese al panteón, sola, a las doce de la noche, y allí le avisaría todo.

Efectivamente, la espiritista fue al panteón a la hora citada. Allí le esperaba el condenado, quien le avisó que andaba de casa en casa porque Dios lo había botado de su reino debido a que había escondido las cargas de sal de los llameros, había robado la reja de su vecino, y para mayor desgracia, había arrojado a un remolino del rio Mantaro la barreta que se había agarrado del patio de la señora que le debía. Todas las noches intentaba sacar esa barreta, pero no podía entrar al río. Le dijo, además, que en vano le habían puesto el hábito cuando lo amortajaron: porque con ese hábito acarreaba las piedras y que por eso estaba todo roto. Lo único que peía era que su familia pagase al dueño de la barreta y al dueño de la reja, y luego exclamó:

- ¡Pobres de aquellos arrieros, les hice una maldad! A ellos no les encontrará mi familia, pero si que rueguen por sus almas, y para salvarme quiero que háganlo que les digo y que me manden decir una misa.

Dicho esto el alma se despidió y la espiritista quedó sola. En ese momento surgieron de las sepulturas diferentes almas, sobretodo almas de pequeños difuntos diciendo que eran fulano de tal y zutano de tal. Uno decía:

- Yo robé huevos a mi mamá. Dile que me perdone.

Otro decía:

- Dile a mi mamá que yo le robé las agujas; por eso estoy condenándome.

Un tercero decía:

- Yo he robado gallinas dile a mi mamá que pague.

Y así fueron hablando muchas otras almas.

Al día siguiente la viuda, advirtió que la espiritista no volvía del panteón, mandó muy temprano a algunos hombres para que la llevasen a la casa. Fueron los hombres al panteón y hallaron a la espiritista tirada en el suelo botando espuma. En ese estado la condujeron a casa de la viuda. Allí la depositaron en un lecho y le dieron diversos remedios. Después que hubo reaccionado le dieron diversos alimentos, como ponche, caldo, huevo, etc.

Pasado este trance la espiritista contó lo ocurrido y cuanto había visto. En particular contó que había visto cómo el condenado tenía el hábito roto debido a que acarreaba las piedras con él; después dijo lo que había que hacer para salvarlo, o sea hacer celebrar una misa y pagar los robos que había cometido en vida.

Desde aquella fecha ya no se oyó hablar más del condenado.

AMBROSIO CHURAMPI EN EL “PUY PUY JANCA”

Ambrosio Churampi era por aquellos tiempos un despiadado usurero en el pueblo de Matagrande ¿Quién no fue victima de los abusos, exacciones y latrocinios que cometió en vida? Cobraba elevados intereses por los préstamos de dinero que hacía, despojaba de sus chacras a los pobres que no tenían qué devolverle, les embargaba sus bienes y llegó ha hacerse temible en el pueblo.

Pero la vida del malvado nunca tiene buen fin. Y como Dios castiga a los pecadores, un día le sobrevino un cólico espantoso que dio término repentino a la existencia del usurero.

Un año había transcurrido desde la muerte del odiado explotador, cuando se supo la terrible noticia de su condenamiento. Unos viajeros del lugar, que hacían frecuentes viajes a Morococha, Casapalca y Lima, estaban regresando de esta última ciudad, arreando un cierto número de acémilas cargadas. Pasaban por el pie de la cordillera de Puy-puy Janca, en los alrededores de Morococha, cuando de pronto salieron en lo alto de la montaña unos horribles alaridos, que hacían temblar la cordillera y que decían:

- ¡Huajooo…! ¡Huajooo…! ¡Huajooo…!

Los viajeros vieron entonces que en una delas faldas cubiertas de nieve del Puy-puy, se hallaba un hombre encadenado, sujeto por los extremos de la gruesa cadena a dos enormes perros de color “chumpe”. Los viajeros reconocieron que era un condenado, y uno de ellos sobreponiéndose al terror que los dominaba, se atrevió a preguntarle por qué estaba aprisionado en esa cordillera y cual era su pueblo natal. A lo que el condenado respondió:

- ¡Yo soy Ambrosio Churampi, de Matagrande! ¡En vida he sido usurero y ladrón! ¡Ahora estoy condenado, amarrado en cadena de oro por haber cobrado intereses! ¡Avisen a mi mujer que en el corral, en una de las esquina, he enterrado el dinero y las herramientas robadas! ¡Que se los devuelvan a sus dueños! ¡También he enterrado una “reja” en mi chacra! ¡Que la busquen! ¡Sólo así salvaré mi alma! ¡Dios me ha arrojado a purgar mis culpas!

Estos gritos los daba en tono fuerte y dolorido. Después añadió en quechua:

- “Hualmillata huillaycunqui: zapatumi, midias nime, llapan mudaname ushiaculun, apachillamuchun! ¡Huajoo! ¡Ama junjanquincho! (¡Dile a mi señora que mis zapatos, mis medias, toda mi ropa se ha acabado, que me mande otras! ¡Huajoo! ¡Cuidado con olvidarte!).

Y la voz calló. Y los viajeros continuaron su camino y al llegar a Matagrande cumplieron el encargo del condenado. La viuda se resistió a creer el relato y llena de incredulidad fue a visitar la tumba de su difunto esposo, y su sorpresa fue grande al hallar la sepultura removida y el ataúd vacío. Era, pues, evidente que Ambrosio Churampi se había condenado.

EL AYUDANTE DE SASTRE QUE SE CONDENÓ

Un sastre tenía su ayudante

Un día el sastre perdió la aguja de la máquina de coser y por más que la buscaba no la encontró.

Al día siguiente el ayudante al barrer el taller halló la aguja y la escondió en un hueco de la pared, y cuando el sastre le preguntó si había encontrado la aguja, le respondió que no.

El cura del lugar había mandado arreglar su sotana con el sastre, pero como se perdió la aguja, éste no pudo entregar la sotana en la fecha convenida. Desgraciadamente el cura necesitaba su sotana para ese día, y al verse defraudado mandó al cura a la cárcel y le hizo pagar la multa, con lo que la familia del sastre quedó en la ruina y no tenía para comer.

El ayudante se murió un buen día y sus hijos ya tenían mujer.

Seis años después que había muerto el ayudante, se presentó a la hacienda de Cuyugniyug un hombre que le manifestó al hacendado su deseo de trabajar en la hacienda. El hacendado le aceptó gustoso por que en esos momentos necesitaba un pastor. El hombre aceptó a su vez pastar en la hacienda por tres años consecutivos.

Hecho el trato antedicho, el hombre empezó a pastar el ganado. Salía de la hacienda a las seis de la mañana y regresaba a las seis de la tarde, y las ovejas como por arte de brujería, aumentaban y aumentaban. Gratamente impresionado por tan excelente servicio, el patrón le decía al capataz que le diera bastante comida al pastor, y el capataz le contestaba que le ponía abundante comida en su cuarto pero que el hombre no comía. Y así fueron pasando los días.

Al comenzar el último año el pastor comenzó a traer leña, a su cuarto todos los días. Entonces el capataz dijo a los demás:

- Seguro que se cocinará el mismo, si no para que trae leña

Y por curiosos, un día se asomaron por la rendija de la puerta y vieron que el hombre, después de prender fuego con la leña, se subía sobre las llamas extendía los brazos o se daba de golpes en la espalda con u lazo. Entonces el patrón y el capataz pensaron que el pastor era una persona del otro mundo y le preguntaron por qué hacía eso.

El hombre le dijo que Dios lo había condenado porque había escondido la aguja de su maestro y que por su culpa este había estado en la cárcel y se había vuelto pobre y había muerto en la miseria.

Entonces el patrón, compadecido, le ofreció pagar otro tanto de su sueldo, pero el condenado se negó a aceptar y le pidió que solo le diera su sueldo para darlo a la familia del sastre.

Al final de su contrato el condenado rogó al capataz que le hiciera el favor de llevar el dinero a su casa y le hiciera el favor de entregar a su familia para que ésta a su vez lo entregara a la del sastre. Le indicó que la casa a donde el tirara una piedra era aquella en donde debía entregar el dinero.

El capataz se dirigió a la ciudad en busca de la familia del condenado. Cuando estaba pasando frente a una casa, aquel tiró una piedra a la puerta. El capataz tocó allí y a largo rato salió la hija del difunto, que ya tenía marido e hijos, y no creyó nada de cuanto el capataz le contó. Pero al fin, cuando le dijo el nombre del sastre, maestro del condenado, le creyó.

El capataz le entregó el dinero y luego le pidió el abrigo del condenado, conforme éste le había encargado al tiempo de salir.

Llevando el abrigo el capataz volvió a la hacienda. El condenado le llevó a un cerro alto donde el capataz le entregó su abrigo y se despidió. El condenado le dio muchas gracias y se fue.

DEVORADO POR BORRACHO

Cierta vez habíase dirigido un matrimonio a un pueblo a tomar parte en una fiesta que duraba ocho días completos.

Al llegar al pueblo de la fiesta, el marido comenzó a divertirse con su esposa, y, como le gustaban las copas, se dedicó a beber toda clase de licores hasta embriagarse completamente junto con sus buenos amigos, tan grandes borrachos como él.

De este modo transcurrieron los días de la fiesta, en una borrachera continua para nuestro hombre, tanto que en el último día de la fiesta había olvidado hasta su nombre.

Al día siguiente por la tarde iniciaron el regreso al hogar, que se encontraba bien lejos del pueblo en que se había celebrado la fiesta. Tenían que andar días y noches. Pero para eso el hombre se había provisto de un fuerte aguardiente contra el frío, el famoso aguardiente de caña. De modo que para él continuaba la fiesta y todos los días del viaje se hallaba embriagado. Por supuesto el afán era para su pobre esposa, pues de puro borracho no podía siquiera cabalgar en su caballo. Cada vez que caía de su cabalgadura, la señora tenía que levantarlo sobre el caballo haciendo grandes esfuerzos, ya sea subiéndolo sobre una pared o sobre cualquier otra cosa.

Así padeciendo, ya se hallaba cerca de su casa. Pero la mala suerte del hombre dispuso que la noche les cerrara en una parte solitaria del camino. La señora se sintió muy afligida, en tanto que el borracho de su esposo, vencidos por los efectos del aguardiente, cayó de su cabalgadura y ya no quiso levantarse.

Cerró la noche por completo. El borracho dormía en el suelo y la señora velaba a su lado, sumamente preocupada e intranquila con el suceso, cuando sintió a distancia una “huapiada” de condenado, tan fuerte que con el eco hasta las piedras resbalaban.

Ya el condenado estaba cerca y el borracho seguía en el suelo, sin levantarse. Su esposa hacía todo lo posible por salvarlo, hasta que la pobre señora, con dolor de su corazón, lo dejó en el camino, retirándose a un costado de éste, pero hacia la parte más alta para que no la viese el condenado.

Al llegar el condenado junto al borracho, lo agarró y lo trituró hasta los huesos. La pobre señora seguía escondida, casi muerta del miedo, hasta que el condenado se pasó sin dejar restos del hombre.

EL “CASARACHIMAY, TAYTA”

En el pueblo de Huancas, anexo de Jauja, ocurrió cierta vez un caso fantástico que llenó de asombro a los pobladores, dando origen al miedo del “casarachimay, tayta”.

Era por los años 1936 a 1937 y en una época en que era continuo el paso de músicos del valle de Yanamarca por el pueblo de Huancas, que iban a “tocar” en los pueblos del lado sur del valle de Jauja. Un domingo pasaba uno de estos músicos por el barrio de bella vista de Huancas, pero como iba un poco mareado no reparó en un toro que estaba amarrado en la esquina de la casa de un tal Víctor Gonzales, porque es costumbre en ese pueblo sacar a los animales fuera de la casa durante el día, para regresarlos en las noches a sus respectivos corrales. El toro era bravo y embistió al pobre músico, que murió completamente destrozado, sin que nadie le auxiliara, porque como era domingo los habitantes, en su mayoría, habían acudido a la feria de Jauja.

Pasaron unas cuantas semanas después de este luctuoso suceso, hasta que una noche uno de los vecinos del pueblo, llamado Fortunato Aylas de unos 45 años, que siempre merodeaba por las calles de noche, sintió un rumor de voces por el lado del panteón, en el lugar denominado “Limas-paca”. Le pareció que hablaba en voz lenta y suave. Pero este señor no le dio importancia al caso creyendo que era un embriagado que regresaba a su casa haciendo bulla, por lo que se fue a dormir esa noche.

Otra noche que salió el mencionado Aylas , a eso de las 10 de la noche, oyó nuevamente el mismo rumor de voces que unas veces parecía sonar cerca y otras más lejos. Como este hombre era de corazón fuerte y no creía en los espíritus malignos, no titubeó en dirigirse al lugar de donde parecía salir la bulla. A medida que se acercaba, las voces eran más fuertes, llenas de pena, ternura y tristeza aunque no se comprendía lo que decía, porque era una voz enredada. Continuó acercándose más y más, hasta que se dio cuenta que estaba lejos de la población, precisamente en el lugar que llaman “Toro-lumi”. En ese momento sintió que se le crecían los pelos y fue entonces que escuchó una voz en el aire que le dijo con toda claridad, en quechua:

- “Casarachimay, tayta” ¡Casarachimay, tayta”

Al escuchar esta voz el hombre se asustó hasta casi desmayarse, partiendo la carrera hacia su casa a donde llegó en un “momento”, que, como se dice, solo le faltaba alas para volar.

Contó lo sucedido a su señora y a los demás vecinos. Sin embargo ninguno le hizo caso creyendo que hablaba en vano. Pero como este señor había palpado y oído todo, después de mucha insistencia logró convencer a varios vecinos para que le acompañasen a escuchar la voz. Esperaron la noche y armados de palos, escopetas, puñales y otras armas, salieron al lugar indicado, con la consigna de hacer fuego en cuanto oyeran la voz.

Pero nada ocurrió esa noche. No hubo tal voz como aseguraba don Fortunato Aylas, a quien tomaron por un loco.

Bueno. Otro día el señor Aylas resolvió ir solo porque el resto ya no le creía. Se fue armado de un puñal. Eran más o menos las doce de la noche cuando sintió la voz que le dijo llena de angustia:

- ¡Casarachimay, tayta! ¡Casarachimay, tayta!

Pero no podía ver a nadie. Era una voz en el aire, que iba hacia adelante o que sonaba atrás siguiéndole, pero siempre repitiendo las mismas palabras. De pronto la voz le dijo:

- Aléjate más de tu casa y te diré por que ando así

En ese momento empezó a sonar de por sí el puñal que llevaba y sintió un miedo tremendo. Procuró entonces regresar a su casa de alguna manera porque dice que este espíritu se lo llevaba casi volando.

Poco a poco todos los demás pobladores también escucharon la voz en los alrededores de sus casas, en especial don Benedicto Yupanqui. Recién entonces le creyeron a don Fortunato Aylas y salieron de nuevo en grupo en la noche, y efectivamente escucharon la voz que iba en el aire de un lugar a otro, muy rápido, repitiendo siempre: “!Casarachimay, tayta! ¡Casarachimay, tayta!”, hasta que en cierto momento dijo:

- ¡Que venga uno solo para decirle lo que deseo!

Y fue ese mismo señor Aylas quien se aventuró a hablar con el espíritu, el cual le dijo que andaba así porque no se había casado, pues la desgracia hizo que se separara de su conviviente sin haber llegado a realizar las nupcias.

Con esta revelación los vecinos comprendieron lo que quería decir el espíritu al repetir “Casarachimay, tayta”, o sea este músico había muerto antes de haberse casado, cuando posiblemente vivía con su mujer, y como tuvo una mala suerte, se condenó y para salvarse era necesario que se casara.

Este susto y esta bulla duraron más o menos dos meses y al cabo de ellos fueron poco a poco desapareciendo.

POR BRUJA Y CONCUBINA DE UN CURA

En cierta ocasión unos viajeros del pueblo de Masma iban con destino a la hacienda de Macón. Como la hacienda está distante, después de caminar todo el día, les cerró la noche junto a una cordillera denominada Marairaso. Allí se quedaron a pasar la noche. Pero a eso de las 12 de la noche sintieron de repente en la cordillera unos gritos espantosos que hacían retumbar los cerros, a la vez que se sentía sonar una cadena. Era una mujer condenada que penaba en la nieve y que decía:

- ¡Yo soy aquella señora de Masma que aquí estoy encadenada por haber vivido con un cura y por haber sido bruja!

Los viajeros al escuchar aquellos gritos y estas palabras sintieron tanto miedo y se pusieron en marcha a toda prisa y siguieron su camino por temor a la condenada.

Efectivamente, esa señora que estaba allí condenada vivió en Masma hasta su vejes y murió repentinamente.

Cuando los viajeros retornaron a Masma, fueron al cementerio a ver la tumba de aquella infeliz finada, y hallaron con horror que el sepulcro se había hundido.

De allí deducen los pueblerinos que esta señora se fue, como vulgarmente se dice en cuerpo y alma.